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Hasta 2015 el juzgado del condado de Flint se hallaba junto a la cárcel del
condado de Flint, lo cual resultaba muy práctico. Los detenidos que debían
comparecer ante el juez simplemente eran trasladados de una mole de
piedra gótica a otra, como niños grandes que salían de excursión (solo que,
claro, los niños que salían de excursión rara vez iban esposados). Ahora
ocupaba el espacio contiguo un centro cívico a medio construir, y los
detenidos debían ser transportados hasta el nuevo juzgado, a seis
manzanas de allí, un cubo de cristal de nueve plantas al que algún
bromista había bautizado como el Gallinero.
Frente a la cárcel esperaban para efectuar el traslado dos coches
patrulla con las luces de emergencia encendidas, un pequeño autobús azul
y el resplandeciente todoterreno negro de Howie. De pie junto a este
último se hallaba Alec Pelley; con su traje oscuro y sus gafas aún más
oscuras, cualquiera habría dicho que era el chófer. Al otro lado de la calle,
detrás de unas vallas de la policía, se encontraban los periodistas, los
cámaras y una pequeña multitud de mirones. Algunos enarbolaban
pancartas. En una ponía: EJECUTAD AL ASESINO DE NIÑOS. En otra se
leía: MAITLAND, ARDERÁS EN EL INFIERNO. Marcy se detuvo en lo
alto de la escalinata y contempló las pancartas con consternación.
Los funcionarios de prisiones se quedaron al pie de la escalinata,
cumplido ya su cometido. El sherif Doolin y el ayudante del fiscal
Gilstrap, en rigor los encargados del ritual jurídico de esa mañana,

acompañaron a Terry hasta el primer coche patrulla. Ralph y Yunel Sablo
se encaminaron hacia el de detrás. Howie cogió a Marcy de la mano y
fueron hacia su Escalade.
—No levantes la vista. No dejes ver a los fotógrafos nada más que lo
alto de tu cabeza.
—Esas pancartas… Howie, esas pancartas…
—No hagas caso y sigue adelante.
Hacía tanto calor que el autobús azul tenía las ventanillas abiertas. En
su interior, los detenidos, casi todos ellos pendencieros ocasionales rumbo
a sus propias comparecencias por los más diversos cargos menores, vieron
a Terry. Apretaron la cara contra la tela metálica y lo abuchearon.
—¡Eh, maricón!
—¿Se te torció la polla al meterla?
—¡No te libras de la inyección, Maitland!
—¿Le chupaste la polla antes de arrancársela de un mordisco?
Alec se disponía a rodear el Escalade para abrir la puerta del
acompañante, pero Howie negó con la cabeza, le indicó que retrocediera y
le señaló la puerta trasera. Deseaba mantener a Marcy lo más lejos posible
de la multitud congregada al otro lado de la calle. Ella seguía con la
cabeza agachada, el cabello le ocultaba el rostro, pero cuando Howie la
guio hacia la puerta que Alec ya mantenía abierta, la oyó sollozar a pesar
del bullicio general.
—¡Señora Maitland! —Ese era un periodista de voz atronadora que
hablaba a gritos desde más allá de las vallas—. ¿Le contó él que iba a
hacerlo? ¿Intentó usted impedírselo?
—No levantes la vista, no respondas —dijo Howie. Deseó poder
decirle que no escuchara—. Está todo bajo control. Sube y nos vamos.
Mientras él la ayudaba a entrar, Alec le susurró al oído:
—Qué bonito, ¿eh? La mitad de la policía municipal está de
vacaciones y el intrépido sherif del condado de Flint no sería capaz de
controlar a la multitud en la barbacoa de la Orden de los Alces.
—Conduce tú —dijo Howie—. Yo iré detrás, con Marcy.
En cuanto Alec se sentó al volante y todas las puertas estuvieron
cerradas, los gritos procedentes de la calle y del autobús quedaron ahogadas. Delante del Escalade, los coches de policía y el autobús azul se
pusieron en marcha, tan despacio como un cortejo fúnebre. Alec se
incorporó a la fila. Howie vio que los periodistas echaban a correr por la
acera, indiferentes al calor, sin más objetivo que hallarse delante del
Gallinero cuando Terry llegara. Las unidades de televisión ya estarían allí,
aparcadas una tras otra como un rebaño de mastodontes pastando.
—Lo odian —dijo Marcy. El poco maquillaje de ojos que se había
aplicado, sobre todo para disimular las ojeras, se le había corrido y le daba
cierto aspecto de mapache—. No ha hecho más que desvivirse por el bien
de esta ciudad y ahora lo odian.
—Eso cambiará en cuanto el jurado de acusación rechace los cargos —
afirmó Howie—. Y eso es lo que va a ocurrir. Lo sé, y Samuels también lo
sabe.
—¿Estás seguro?
—Sí. En algunos casos, Marcy, hay que hacer un verdadero esfuerzo
para encontrar siquiera una duda razonable. En este todo son dudas
razonables. Es imposible que el jurado de acusación decida procesarlo.
—No me refería a eso. ¿Estás seguro de que la gente cambiará de
opinión?
—Claro que sí.
En el retrovisor vio que Alec hacía una mueca al oírlo; a veces era
necesario mentir, y esa era una de esas veces. Hasta que se descubriera al
verdadero asesino de Frank Peterson —si es que llegaba a descubrirse—,
los ciudadanos de Flint City creerían que Terry Maitland había engañado
al sistema y quedado impune de un asesinato. Lo tratarían en consonancia.
Pero de momento lo único que Howie podía hacer era centrarse en la
comparecencia.

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