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Poco después de las tres de la madrugada (más o menos a la hora en que
Fred Peterson salía penosamente a su jardín trasero con un escabel del
salón en la mano izquierda y la soga sobre el hombro derecho), Jeanette Anderson se despertó porque tenía pis. El otro lado de la cama estaba
vacío. Después de hacer sus cosas, bajó y encontró a Ralph sentado en su
butaca modelo Papá Oso mirando la pantalla vacía del televisor. Lo
observó con ojos de esposa y advirtió que había perdido peso desde el
hallazgo del cadáver de Frank Peterson.
Apoyó una mano en su hombro con delicadeza.
Él no se volvió.
—Bill Samuels ha dicho una cosa que no puedo quitarme de la cabeza.
—¿Qué?
—Ese es el problema, no lo sé. Es como tener una palabra en la punta
de la lengua.
—¿Tiene que ver con ese niño que robó la furgoneta?
Ralph la había puesto al corriente de su conversación con Samuels
cuando los dos yacían en la cama antes de apagar la luz. Se lo había
contado no porque fuese importante, sino porque la historia de un niño de
doce años que había viajado desde el centro del estado de Nueva York
hasta El Paso en sucesivos vehículos robados tenía algo de asombroso. Tal
vez no tan asombroso como para incluirlo en la revista Destino, pero aun
así delirante. «Desde luego debía de odiar a su padrastro», había dicho
Jeannie antes de apagar la luz.
—Creo que sí tiene que ver con el niño —contestó Ralph—. Y había
un papel en esa furgoneta. Quería comprobar ese detalle, pero con tanta
confusión se me pasó. Me parece que no te lo había mencionado.
Ella sonrió y le alborotó el pelo, que —al igual que su cuerpo bajo el
pijama— parecía haber perdido consistencia desde la primavera.
—Sí me lo mencionaste. Dijiste que podría ser el trozo de un menú de
comida para llevar.
—Estoy casi seguro de que es una prueba.
—Eso también me lo dijiste, cariño.
—Puede que me acerque mañana a la comisaría y le eche un vistazo. A
lo mejor me ayuda a descubrir qué es lo que tanto me inquieta de lo que
me ha contado Bill.
—Buena idea. Ya es hora de hacer algo aparte de rumiar. He releído
aquel relato de Poe, ¿sabes? El narrador cuenta que de niño, cuando iba al colegio, era algo así como el gallo del gallinero. Pero un día llegó otro
chico que se llamaba igual.
Ralph le cogió la mano y le dio un beso en actitud ausente.
—Bastante creíble por el momento. William Wilson no es un nombre
tan corriente como Joe Smith, vale, pero tampoco es Zbigniew Brzezinski.
—Sí, pero entonces el narrador descubre que nacieron el mismo día y
que se visten de manera parecida. Y lo peor de todo, son casi idénticos. La
gente los confunde. ¿Te suena?
—Sí.
—Bueno, William Wilson Número Uno sigue encontrándose con
William Wilson Número Dos más adelante en la vida, y esos encuentros
acaban siempre mal para Número Uno, que cae en la delincuencia y culpa
de ello a Número Dos. ¿Me sigues?
—Teniendo en cuenta que son las tres y cuarto de la madrugada, creo
que estoy haciéndolo bastante bien.
—Bueno, al final William Wilson Número Uno clava una espada a
William Wilson Número Dos, solo que cuando se mira en el espejo
descubre que se la ha clavado a sí mismo.
—Porque nunca ha existido un segundo William Wilson, deduzco.
—Pero sí existía. Otras muchas personas vieron al segundo. Aunque al
final William Wilson Número Uno tuvo una alucinación y se suicidó.
Porque no resistía esa doble existencia, supongo.
Ella esperaba que Ralph se burlara, pero asintió.
—Vale, esa interpretación tiene sentido. Un buen análisis psicológico,
de hecho. Sobre todo para… ¿De cuándo es? ¿Mediados del siglo
diecinueve?
—Algo así, sí. En la universidad tenía una asignatura que se llamaba
Literatura Gótica Estadounidense, y leímos muchos relatos de Poe,
incluido ese. Según el profesor, la gente creía, equivocadamente, que Poe
escribía cuentos fantásticos acerca de lo sobrenatural, cuando en realidad
escribía cuentos realistas sobre psicología anormal.
—Pero eso fue antes de que se descubrieran las huellas dactilares y el
ADN —dijo Ralph con una sonrisa—. Vámonos a la cama. Creo que ahora
podré conciliar el sueño Pero ella lo retuvo.
—Voy a preguntarte una cosa, marido mío. Probablemente porque es
tarde y estamos solos. Nadie te oirá si te ríes de mí, pero por favor no lo
hagas porque me pondría triste.
—No me reiré.
—Puede que sí.
—No.
—Me has contado la historia de Bill sobre las pisadas que
desaparecían sin más, y me has contado tu anécdota sobre esos gusanos
que se metieron, a saber cómo, en el cantalupo, pero los dos hablabais en
metáforas. Igual que el cuento de Poe es una metáfora del yo dividido… o
eso decía mi profesor. Pero si eliminamos las metáforas, ¿qué queda?
—No lo sé.
—Lo inexplicable —dijo ella—. Así que mi pregunta es muy sencilla.
¿Y si la única respuesta al enigma de los dos Terry es sobrenatural?
Él no se rio. No sintió el menor deseo de reír. Era ya muy entrada la
noche para la risa. O demasiado temprano en la madrugada. Demasiado
algo, en todo caso.
—No creo en lo sobrenatural. Ni en los fantasmas, ni en los ángeles, ni
en la divinidad de Jesucristo. Voy a la iglesia, sí, pero solo porque es un
sitio apacible donde a veces puedo escucharme a mí mismo. También
porque es lo que se espera de mí. Sospecho que tú también vas por eso. O
por Derek.
—Me gustaría creer en Dios —dijo ella—, porque no quiero creer que
nuestra vida se acaba sin más, aunque eso iguale la ecuación: como
venimos de la negrura, parece lógico suponer que es a la negrura adonde
volvemos. Pero sí creo en las estrellas y en la infinitud del universo. Eso
es el gran Ahí Fuera. Creo que aquí abajo hay otros universos en cada
puñado de arena porque la infinitud es una calle de doble sentido. Creo que
en mi cabeza se suceden diez pensamientos detrás de cada uno del que soy
consciente. Creo en mi conciencia y en mi inconsciente, aunque no sé qué
es lo uno ni lo otro. Y creo en Arthur Conan Doyle, que hizo decir a
Sherlock Holmes: «Una vez que eliminamos lo imposible, lo que queda,
por improbable que sea, tiene que ser la verdad».

—¿No era ese el tipo que creía en las hadas? —preguntó Ralph.
Jeannie suspiró.
—Vamos arriba y démonos un poco de marcha. Así luego a lo mejor
los dos nos dormimos.
Ralph la siguió de buena gana, pero ni siquiera mientras hacían el
amor (excepto en el momento del clímax, cuando todo pensamiento se
borró) pudo dejar de pensar en la máxima de Doyle. Era inteligente.
Lógica. ¿Podría modificarse para decir «Una vez que eliminamos lo
natural, lo que queda tiene que ser sobrenatural»? No. Era incapaz de creer
en cualquier explicación que transgrediese las reglas del mundo natural,
no solo como inspector de policía sino como hombre. A Frank Peterson lo
había matado una persona real, no un espectro salido de un cómic. ¿Qué
quedaba, pues, por improbable que fuera? Solo una cosa. A Frank Peterson
lo había asesinado Terry Maitland, ahora fallecido.

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