Entonces la sonrisa de Marcy cambió a una ceñuda expresión de
perplejidad. Miraba a su izquierda, y señaló hacia allí con el pulgar. Terry,
al volverse, vio a dos policías municipales avanzar en fila por la línea de
la tercera base y dejar atrás a Barry Houlihan, el técnico que impartía
instrucciones en esa zona.
-¡Tiempo, tiempo! -bramó el árbitro principal, y detuvo al lanzador
de los Bears justo en el momento en que iniciaba sus movimientos.
Trevor Michaels salió de la caja del bateador; a Terry le pareció que su
expresión era de alivio. El público, atento a los dos policías, guardaba
silencio. Uno de ellos se había llevado una mano a la espalda; el otro la
apoyaba en la empuñadura de su arma reglamentaria, enfundada.
-¡Salgan del campo! -vociferaba el árbitro-. ¡Salgan del campo!
Troy Ramage y Tom Yates desoyeron sus órdenes. Entraron en la
caseta de los Dragons -una estructura improvisada que contenía un banco
largo, tres cestas de material y un cubo lleno de pelotas de entrenamiento
sucias- y fueron derechos hacia Terry, allí de pie. De atrás del cinturón,
Ramage sacó unas esposas. El público las vio y se elevó un murmullo que
era dos terceras partes desconcierto y una tercera parte conmoción: Uuuuu.
-¡Eh, oigan! -exclamó Gavin a la vez que se encaminaba hacia allí
apresuradamente (casi tropezó con el guante tirado de Richie Gallant, el
corredor en primera base)-. ¡Aquí se está jugando un partido y tenemos
que acabarlo!
Yates negó con la cabeza y lo apartó de un empujón. El público se
quedó mudo. Los Bears habían abandonado sus tensas posturas defensivas
y se limitaban a observar, los guantes colgaban de sus manos. El cácher
trotó hacia el pícher de su equipo, y se quedaron los dos a medio camino
entre el montículo y el plato.
Terry conocía un poco al agente que sostenía las esposas; en otoño su
hermano y él a veces iban a ver los partidos de fútbol de la liga infantil
Pop Warner.
-¿Troy? ¿Qué pasa? ¿A qué viene esto?
Ramage solo vio en el rostro de aquel hombre lo que parecía sincera
perplejidad, pero era policía desde los noventa y sabía que los peores
criminales perfeccionaban esa expresión de «¿Quién, yo?». Y ese individuo era de los peores. Recordando las instrucciones de Anderson (y
sin el menor cargo de conciencia), levantó la voz para que lo oyera todo el
público, que ascendía a 1.588 espectadores, como al día siguiente
precisaría el periódico.
-Terence Maitland, queda usted detenido por el asesinato de Frank
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El visitante
TerrorUn niño de once años ha sido brutalmente violado y asesinado. Todas las pruebas apuntan a uno de los ciudadanos más queridos de Flint City: Terry Maitland, entrenador en la liga infantil, profesor de literatura, marido ejemplar y padre de dos niñas...