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En efecto, el Firepit abría para el brunch, de modo que Ralph fue allí en
primer lugar. En ese momento tenían turno dos miembros del personal que
estaban de servicio la noche del asesinato: la recepcionista y un camarero
con el pelo a cepillo que parecía tener la edad mínima para comprar cerveza. La recepcionista no fue de ayuda («Esa noche teníamos esto a
tope, inspector»), y si bien el camarero recordaba vagamente haber
atendido a un numeroso grupo de profesores, contestó con ambigüedad
cuando Ralph le enseñó la foto de Terry del libro del instituto de Flint City
del año anterior. Dijo que sí, que «más o menos» recordaba a un hombre
parecido a ese, pero no se atrevía a jurar que fuese el de la foto. Añadió
que ni siquiera estaba muy seguro de que ese hombre formara parte del
grupo de profesores. «Oiga, igual solo le serví unas alitas de pollo en la
barra».
Ahí quedó la cosa, pues.
Al principio Ralph no tuvo más suerte en el Sheraton. Le confirmaron
que Maitland y William Quade se alojaron en la habitación 644 el martes
por la noche, y el gerente del hotel le enseñó la factura, pero la firma era
de Quade. Había utilizado su tarjeta American Express. El gerente también
le dijo que la habitación 644 había estado ocupada todas las noches desde
que Maitland y Quade la dejaron, y la habían limpiado todas las mañanas.
—Y por la noche ofrecemos servicio de apertura de cama —añadió el
gerente, para colmo—. Lo que significa que la habitación se ha limpiado
dos veces casi todos los días.
No, no había inconveniente en que el inspector Anderson examinara
las imágenes de las cámaras de seguridad, y Ralph llevó a cabo la tarea sin
quejarse de que antes se hubiera dado acceso a Alec Pelley. (Ralph no era
policía de Cap City, y por tanto se imponía la diplomacia). Las imágenes
eran a todo color, y nítidas; nada de cámaras viejas a lo Zoney’s Go-Mart
para el Sheraton de Cap City. Vio a un hombre que se parecía a Terry en el
vestíbulo, en la tienda de regalos, haciendo una tabla rápida de ejercicios
el miércoles por la mañana en la sala de fitness del hotel, y frente al salón
de baile, en la cola de los autógrafos. Las imágenes del vestíbulo y de la
tienda de regalos eran discutibles, pero no cabía la menor duda —al menos
en su cabeza— de que el hombre que firmaba en el registro para utilizar
las máquinas en el gimnasio y el que guardaba cola para conseguir un
autógrafo era el antiguo entrenador de su hijo. El que había enseñado a
Derek el toque de arrastre, gracias a lo cual su apodo pasó de Swiffer a
Dale.

En su cabeza, Ralph oía decir a su mujer que las pruebas forenses de
Cap City eran la pieza faltante, el Billete Dorado. «Si Terry estaba aquí»,
había dicho Jeanette refiriéndose a que estaba en Flint City cometiendo el
asesinato, «el que estuvo allí debía de ser el doble. Es la única explicación
que tiene sentido».
—Nada tiene sentido —masculló con la mirada fija en el monitor.
En la pantalla aparecía la imagen congelada de un hombre que
ciertamente parecía Terry Maitland riéndose en la cola de los autógrafos
con el jefe de su departamento, Roundhill.
—¿Cómo dice? —preguntó el segurata del hotel que le había mostrado
las grabaciones.
—No, nada.
—¿Quiere ver alguna otra cosa?
—No, pero gracias.
Había sido un esfuerzo inútil. En cualquier caso, con la grabación de la
conferencia de Canal 81, las tomas de las cámaras de seguridad apenas
tenían la menor trascendencia, porque el que aparecía durante la tanda de
preguntas era Terry. De eso no había la menor duda.
Salvo que en un rincón de su mente, Ralph seguía dudando. La manera
en que Terry se había puesto en pie para formular la pregunta, como si
supiera que una cámara estaría enfocándolo, era condenadamente perfecta.
¿Cabía la posibilidad de que todo fuera un montaje? ¿Un número de
prestidigitación asombroso pero en último extremo explicable? Ralph no
entendía cómo era posible, pero tampoco sabía cómo había atravesado
David Copperfield la Gran Muralla China y lo había visto por televisión.
En tal caso, Terry Maitland no solo era un asesino: era un asesino que se
reía de ellos.
—Inspector, solo a modo de aviso —dijo el segurata del hotel—. Me
ha llegado una nota de Harley Brigh, el jefe, en la que me dice que todo lo
que usted acaba de examinar debe guardarse para un abogado, un tal
Howard Gold.
—Me da igual lo que haga con eso —contestó Ralph—. Por mí, puede
mandárselo a Sarah Palin a Giliflautas, Alaska. Yo me voy a casa.

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