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Hasta las doce de la noche la cárcel del condado parecía un zoo a la hora
de la comida: borrachos cantando, borrachos llorando, borrachos de pie
ante los barrotes de sus celdas manteniendo conversaciones a gritos.
Incluso se oyó algo que parecía una pelea a puñetazos, aunque, teniendo en
cuenta que todas las celdas eran individuales, Terry no se explicó cómo era
eso posible, a menos que dos presos estuvieran cruzando puñetazos a través de los barrotes. En algún lugar, al fondo del pasillo, alguien repetía
a pleno pulmón la primera frase del evangelio de San Juan, 3, 16: «¡De tal
manera amó Dios al mundo! ¡De tal manera amó Dios al mundo! ¡De tal
manera amó Dios AL PUTO MUNDO!». Apestaba a orina, mierda,
desinfectante y a aquella pasta bañada en salsa, fuera lo que fuese, que
habían servido de cena.
La primera vez que estoy en la cárcel, pensó Terry, maravillado.
Después de cuarenta años de vida, he venido a parar al trullo, el calabozo,
el talego, el viejo hotel del Estado. Qué cosas.
Deseaba sentir ira, ira justificada, y supuso que ese sentimiento
surgiría al amanecer, cuando el mundo volviera a cobrar forma, pero a
esas horas, a las tres de la madrugada del domingo, mientras los gritos y
los cantos remitían y daban paso a los ronquidos, los pedos y algún que
otro gemido, solo sentía vergüenza. Como si realmente fuese culpable de
algo. Aunque si hubiese cometido el delito del que lo acusaban no sentiría
nada por el estilo. Si, en un arrebato de locura y maldad, hubiese
perpetrado semejante atrocidad con un niño, habría sentido solo la
desesperada astucia del animal en una trampa, dispuesto a decir o hacer
cualquier cosa con tal de salir de allí. Pero ¿era realmente así? ¿Cómo iba
a saber él qué habría pensado o sentido un hombre de esa calaña? Era
como tratar de adivinar qué le rondaba la cabeza a un alienígena.
Estaba seguro de que Howie Gold lo sacaría de allí; incluso en ese
momento, en lo más negro de la noche, intentando aún asimilar cómo
había cambiado su vida entera en cuestión de minutos, estaba seguro de
eso. Pero también sabía que sería imposible limpiar toda la mierda. Lo
pondrían en libertad con una disculpa —si no al día siguiente, sí en la
comparecencia; si no en la comparecencia, sí en el siguiente paso, que
probablemente sería la vista en el jurado de acusación de Cap City—, pero
sabía qué vería en los ojos de sus alumnos la próxima vez que entrase en
una clase, y probablemente su carrera como entrenador deportivo de
categorías infantiles había terminado. Las distintas administraciones
encontrarían algún pretexto si él no actuaba como ellos consideraban
honorable y se retiraba por propia voluntad. Porque ya nunca volvería a ser
del todo inocente, no a ojos de sus vecinos del Lado Oeste, ni a ojos de los habitantes de Flint City en conjunto. Siempre sería el hombre que fue
detenido por el asesinato de Frank Peterson. Siempre sería el hombre de
quien la gente diría: «Cuando el río suena, agua lleva».
Si le afectara solo a él, creía que sería capaz de sobrellevarlo. ¿Qué
decía a sus chicos cuando se quejaban porque consideraban que una
decisión arbitral era injusta? «Aguántate y vuelve a tu sitio. Sigue
jugando». Pero él no era el único que tendría que aguantarse, que tendría
que seguir jugando. Marcy quedaría marcada. Cuchicheos y miradas de
soslayo en el trabajo y en el supermercado. Amigos que dejarían de llamar.
Jamie Mattingly tal vez fuera una excepción, pero incluso con ella tenía
sus dudas.
Y luego estaban las niñas. Sarah y Gracie se verían sometidas a
chismorreos despiadados y a una exclusión como solo los niños de su edad
eran capaces. Suponía que Marcy tendría la sensatez de mantenerlas cerca
de ella hasta que aquello se aclarase, como mínimo para evitar el acoso de
los periodistas, pero incluso en otoño, incluso después de que él quedase
libre de toda sospecha, continuarían marcadas. «¿Veis a esa niña? A su
padre lo detuvieron por matar a un niño y meterle un palo por el culo».
Tendido en su catre. La mirada fija en la oscuridad. Oliendo el hedor
de la cárcel. Pensando: Tendremos que mudarnos. Quizá a Tulsa, quizá a
Cap City, quizá al sur, a Texas. Alguien me contratará, aunque no me
permitan acercarme ni a un kilómetro de un entrenamiento infantil de
béisbol, fútbol o baloncesto. Tengo buenas referencias, y temerán una
demanda por discriminación si me rechazan.
Pero la detención —y el motivo de la detención— los perseguiría
como el hedor de esa cárcel. Sobre todo a las niñas. Bastaría Facebook
para localizarlas y señalarlas. «Estas son las niñas cuyo padre quedó
impune de un asesinato».
Tenía que apartar esos pensamientos y dormir un poco, y tenía que
dejar de avergonzarse de sí mismo porque otra persona —en concreto,
Ralph Anderson— había cometido un error atroz. Esas cosas siempre se
veían peor a altas horas de la noche, debía tenerlo presente. Y dada su
situación, encerrado en una celda y vestido con un holgado uniforme
marrón en cuya espalda se leía DP, por Departamento Penitenciario, era inevitable que sus temores crecieran hasta alcanzar el tamaño de las
carrozas de una cabalgata. Por la mañana vería las cosas de otra manera.
De eso estaba seguro.
Sí.
Aun así, la vergüenza.
Terry se tapó los ojos.

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