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A las cuatro de esa tarde, una vieja camioneta Dodge traqueteaba por un
camino de tierra a veinticinco kilómetros al sur de Flint City levantando
una estela de polvo. Dejó atrás un molino abandonado con las aspas rotas,
una casa de labranza deshabitada con notorios agujeros allí donde en su
día estuvieron las ventanas, un cementerio desatendido desde hacía mucho
tiempo y que entre los lugareños se conocía como la Tumba del Vaquero, y
un risco en cuyo costado se leía en letras descoloridas: TRUMP. PARA
QUE ESTADOS UNIDOS VUELVA A SER GRANDE. TRUMP. Lecheras
de hierro galvanizado rodaban por la caja de la camioneta y rebotaban
ruidosamente contra los laterales. Un chico de diecisiete años que se
llamaba Dougie Elfman iba al volante. Mientras conducía, miraba una y
otra vez el teléfono móvil. Al llegar a la Interestatal 79, tenía dos barras de
cobertura y pensó que con eso bastaría. Paró en el cruce, se apeó y echó un
vistazo atrás. Nada. Claro que no había nada. Aun así, sintió alivio. Llamó
a su padre. Clark Elfman contestó cuando el timbre sonaba por segunda
vez.
—¿Estaban las lecheras en ese establo?
—Sí —contestó Dougie—. Me he llevado más de veinte, pero habrá
que lavarlas a fondo. Todavía huelen a leche agria.
—¿Y los arreos?
—No quedaba ninguno, papá.

—Vaya, no es la mejor noticia de la semana, pero tampoco esperaba
otra cosa. ¿Para qué me llamas, hijo? ¿Y por dónde andas? Parece que
estés en la cara oculta de la luna.
—En el cruce con la 79. Oye, papá, alguien ha estado allí instalado.
—¿Cómo? ¿Te refieres a vagabundos o hippies?
—No, eso no. No está todo patas arriba…, no hay latas de cerveza ni
envoltorios ni botellas, y tampoco hay señales de que alguien haya cagado
por allí, a no ser que se fuera a quinientos metros, donde los arbustos más
cercanos. Tampoco había restos de fogatas.
—A Dios gracias —dijo Elfman—, con lo seco que está todo. ¿Qué has
encontrado? Aunque dudo que tenga mucha importancia, ahí no quedaba
nada que robar, y esos edificios viejos están en ruinas y no valen un
centavo.
Dougie seguía mirando atrás. El camino parecía vacío, desde luego,
pero deseó que el polvo se posara más deprisa.
—He encontrado unos vaqueros que parecían nuevos, y unos
calzoncillos Jockey que parecían nuevos, y unas zapatillas caras, de esas
con gel por dentro, que también parecían nuevas. Solo que todo está
manchado de algo, y también el heno sobre el que estaban.
—¿Sangre?
—No, no es sangre. Esa cosa, sea lo que sea, ha ennegrecido el heno.
—¿Aceite? ¿Aceite de motor? ¿Algo así?
—No, solo estaba negro el heno, el mejunje en sí, no. No sé qué era.
Aunque sí sabía qué parecían aquellos manchurrones endurecidos en
los vaqueros y los calzoncillos; desde los catorce años se masturbaba tres
o incluso cuatro veces al día, se corría en una toalla vieja y después,
cuando sus padres no estaban, la enjuagaba en el grifo del jardín trasero.
Pero a veces se olvidaba y en la toalla se formaba como una costra.
Había mucho de eso, mucho, y, la verdad, ¿quién se correría en unas
Adipower nuevas, el no va más en zapatillas, que costaban más de ciento
cuarenta dólares incluso en Walmart? En otras circunstancias Dougie se
habría planteado quedárselas, pero no con ese pringue encima, y menos
después del otro detalle que había observado.

—Bueno, déjalo estar y vuelve a casa —dijo Elfman—. Al menos
tienes esas lecheras.
—No, papá, tienes que avisar a la policía para que vaya allí. El
cinturón de los vaqueros tenía una hebilla de plata reluciente con forma de
cabeza de caballo.
—Eso no me dice nada, hijo, pero deduzco que a ti sí.
—En las noticias dijeron que Terry Maitland llevaba un cinturón así
cuando lo vieron en la estación de Dubrow. Después de matar a aquel niño.
—¿Eso dijeron?
—Sí, papá.
—Uf, joder. Espera ahí en el cruce hasta que te llame, pero supongo
que la policía sí querrá ir. Yo también iré.
—Diles que los espero en Biddle’s, la tienda.
—Biddle’s… ¡Eso está casi a diez kilómetros de ahí viniendo hacia
Flint!
—Ya lo sé. Pero no quiero quedarme aquí.
La polvareda se había posado y seguía sin verse nada, pero Dougie no
se sentía del todo tranquilo. No había pasado un solo coche por la carretera
desde que empezó a hablar con su padre, y deseaba estar en algún lugar
donde hubiera gente.
—¿Qué te pasa, hijo?
—En el establo donde he encontrado la ropa…, para entonces ya había
cogido las lecheras y buscaba los arreos que, según tú, a lo mejor estaban
allí, he tenido una sensación extraña. Como si alguien me observara.
—Bah, eso es que te ha entrado el canguelo. El hombre que mató a ese
niño está ya en el otro barrio.
—Ya lo sé, pero dile a la policía que los esperaré en Biddle’s y los
acompañaré hasta allí, pero no voy a quedarme aquí solo. —Colgó antes
de que su padre pudiera llevarle la contraria.

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