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A las ocho de la mañana del jueves, Ralph cortaba el césped en el jardín
trasero. Con todo un día por delante libre de quehaceres y
responsabilidades, no había encontrado una tarea mejor a la que dedicar el
tiempo… pero no su mente, que no hacía otra cosa que girar en su propia
rueda de hámster: el cuerpo mutilado de Frank Peterson, los testigos, las
imágenes de las grabaciones, el ADN, la multitud en el juzgado. Sobre
todo esto último. Por alguna razón, se le había quedado grabada la imagen
del tirante caído del sujetador de aquella chica: una cinta de color amarillo vivo que se desplazaba arriba y abajo mientras ella, sentada sobre los
hombros de su novio, blandía los puños.
Casi no oyó el tintineo de xilófono de su teléfono móvil. Apagó el
cortacésped y atendió la llamada, allí de pie, en zapatillas de deporte y con
los tobillos desnudos salpicados de hierba.
—Anderson.
—Aquí Troy Ramage, jefe.
Uno de los dos agentes que había efectuado la detención de Terry. Se le
antojó que eso había ocurrido hacía mucho tiempo. En otra vida, como
solía decirse.
—¿Qué pasa, Troy?
—Estoy en el hospital con Betsy Riggins.
Ralph sonrió, una expresión tan poco frecuente en los últimos tiempos
que se le hizo raro notarla en la cara.
—Está dando a luz.
—No, todavía no. El jefe le ha pedido que venga porque usted está
todavía de baja y Jack Hoskins sigue de pesca en el lago Ocoma. Me ha
enviado para acompañarla.
—¿De qué se trata?
—Una ambulancia ha traído a Fred Peterson hace unas horas. Intentó
ahorcarse en su jardín, pero la rama a la que ató la cuerda se rompió. La
vecina, una tal señora Gibson, le hizo el boca a boca y lo revivió. Ha
venido a ver cómo estaba Peterson, y el jefe quiere tomarle declaración, lo
cual, supongo, forma parte del protocolo, pero a mí este asunto me parece
muy claro. Bien sabe Dios que el pobre hombre tenía razones más que
suficientes para tirar la toalla.
—¿En qué estado se encuentra?
—Según los médicos, tiene una función cerebral mínima. Las
probabilidades de que vuelva en sí son de una entre cien. Betsy ha dicho
que usted querría saberlo.
Por un momento Ralph pensó que iba a vomitar el tazón de cereales
que había desayunado y apartó la cara del cortacésped para no dejarlo
perdido.
—¿Jefe? ¿Sigue ahí?

Ralph tragó una papilla acre de leche y Rice Chex.

—Aquí sigo. ¿Dónde está Betsy ahora?
—En la habitación de Peterson con esa tal Gibson. La inspectora
Riggins me ha encargado que le llamara porque en la unidad de cuidados
intensivos no se puede usar el móvil. Los médicos les han ofrecido una
sala donde hablar, pero Gibson ha dicho que quería contestar a las
preguntas de la inspectora Riggins delante de Peterson. Casi como si
pensara que él la oye. Una anciana encantadora, pero la espalda la está
matando, se nota en su manera de andar. No entiendo por qué ha venido.
Esto no es una serie de médicos de la televisión, y no va a haber
recuperación milagrosa.
Ralph adivinaba la razón. Seguramente esa señora Gibson había
intercambiado recetas con Arlene Peterson y había visto crecer a Ollie y
Frankie. Quizá Fred Peterson había limpiado el camino de su casa de nieve
después de alguna de las infrecuentes nevadas de Flint City. Estaba allí por
pena y por respeto, quizá incluso por culpabilidad, por no haber dejado que
Peterson se fuera en lugar de condenarlo a una estancia indefinida en una
habitación de hospital donde unas máquinas respirarían por él.
El horror de los últimos ocho días golpeó a Ralph con fuerza. El
asesino no se había conformado con eliminar al niño; se había llevado a
toda la familia Peterson por delante. De un plumazo, como solía decirse.
«El asesino» no; ese anonimato no era necesario. Terry. El asesino era
Terry. No había nadie más en la mira.
—Pensó que querría usted saberlo —repitió Ramage—. Oiga, vea el
lado positivo. Quizá Betsy se pone de parto mientras está aquí. Y su
marido se ahorra el viaje.
—Dile que se vaya a casa —aconsejó Ralph.
—Entendido. Y… Ralph… Lamento lo que pasó en el juzgado. Fue un
espectáculo de mierda.
—Eso lo resume bastante bien —contestó Ralph—. Gracias por llamar.
Volvió a centrarse en la hierba, empujaba lentamente el cortacésped
viejo y ruidoso (debía pasarse por Home Depot y comprar uno nuevo, era
una tarea que ya no podía postergar; con tanto tiempo como tenía, no había
excusa), y estaba terminando la última franja cuando en el teléfono empezó a sonar de nuevo el boogie al xilófono. Pensó que sería Betsy. La
llamada procedía también del hospital general de Flint City, pero no era
ella.
—Aún no han llegado los resultados de todas las pruebas de ADN —
anunció el doctor Edward Bogan—, pero tenemos resultados de la rama
utilizada para sodomizar al niño. La sangre, más los restos de piel del
autor del hecho que quedaron adheridos cuando…, ya sabe, cuando agarró
la rama y…
—Sí, ya sé —lo interrumpió Ralph—. No alargue la incertidumbre.
—Aquí de incertidumbre nada, inspector. Las muestras de la rama
concuerdan con las de la mejilla tomadas a Maitland.
—Muy bien, doctor Bogan, gracias. Informe de eso al jefe Geller y al
teniente Sablo de la Policía del Estado. Yo estoy de baja administrativa y
probablemente seguiré así durante lo que queda de verano.
—Absurdo.
—Es el reglamento. No sé a quién asignará Geller el caso para que
trabaje con Yune… Jack Hoskins continúa de vacaciones y Betsy Riggins
traerá al mundo a su primer hijo de un momento a otro, pero encontrará a
alguien. Y si uno se para a pensarlo, ahora que Maitland ha muerto, no hay
caso en el que trabajar. Simplemente estamos llenando las lagunas.
—Las lagunas son importantes —dijo Bogan—. Puede que la mujer de
Maitland decida poner una demanda civil. Esta prueba de ADN podría
inducir a su abogado a cambiar de idea al respecto. Una demanda así sería
una aberración, opino. Su marido asesinó a ese niño de la manera más
cruel imaginable, y si ella no conocía sus… sus tendencias… es que no
prestaba atención. Con los sádicos sexuales siempre hay señales de
advertencia. Siempre. En mi opinión, deberían haberle puesto a usted una
medalla en lugar de darlo de baja.
—Le agradezco que diga eso.
—Solo digo lo que pienso. Hay otras muestras pendientes. Muchas.
¿Quiere que lo mantenga informado a medida que vayan llegando?
—Sí. —Quizá el jefe Geller pidiera a Hoskins que se reincorporara
antes, pero ese hombre era un cero a la izquierda incluso cuando estaba
sobrio, cosa que últimamente no ocurría a menudo.

Ralph puso fin a la llamada y cortó la última franja de hierba. Luego
llevó el cortacésped al garaje. Mientras limpiaba el chasis, pensaba en otro
relato de Poe, uno sobre un hombre emparedado en una cripta. No lo había
leído, pero había visto la película.
«¡Por el amor de Dios, Montresor!», exclamaba el hombre mientras lo
emparedaban, y el que lo encerraba coincidía con él: «Por el amor de
Dios».
En este caso el emparedado era Terry Maitland, solo que los bloques de
mampostería eran el ADN y él ya estaba muerto. Existían pruebas
contradictorias, cierto, pero ahora tenían el ADN de Flint City y nada de
Cap City. Estaban las huellas dactilares en el libro del quiosco, sí, pero las
huellas podían colocarse con fines incriminatorios. No era tan fácil como
parecía en las películas, pero podía hacerse.
¿Y qué hay de los testigos, Ralph? Tres profesores que lo conocían
desde hacía años.
Eso da igual. Piensa en el ADN. Pruebas sólidas. Las más sólidas que
existen.
En el relato de Poe, Montresor es descubierto por un gato negro al que
había emparedado inadvertidamente junto con su víctima. Sus maullidos
alertaron a unas personas que visitaban la cripta. El gato, supuso Ralph,
era otra metáfora: la voz de la conciencia del asesino. Pero en ocasiones
un cigarro era solo un pitillo y un gato era solo un gato. No había razón
para seguir recordando los ojos moribundos de Terry ni la declaración de
Terry in articulo mortis. Como Samuels había dicho, su mujer estaba
arrodillada junto a él cuando falleció, cogiéndole la mano.
Ralph se sentó en su banco de trabajo; sentía un profundo cansancio y
no había hecho más que cortar el césped de un modesto jardín. Las
imágenes de los minutos previos al tiroteo no lo abandonaban. La alarma
del coche. La desagradable mueca de la presentadora rubia al ver la
mancha de sangre, probablemente solo un leve corte, pero estupendo para
los índices de audiencia. El hombre quemado con tatuajes en las manos. El
chico del labio leporino. Los destellos del sol en las complejas
constelaciones de mica incrustada en la acera. El tirante del sujetador
amarillo de la chica, desplazándose arriba y abajo. Sobre todo eso. Parecía querer indicarle algo más, pero a veces el tirante de un sujetador es solo el
tirante de un sujetador.
—Y un hombre no puede estar en dos sitios al mismo tiempo —
masculló.
—¿Ralph? ¿Estás hablando solo?
Se sobresaltó y alzó la vista. Jeannie estaba en el umbral de la puerta.
—Seguramente, porque aquí no hay nadie más.
—Estoy yo —dijo ella—. ¿Te encuentras bien?
—La verdad es que no —respondió Ralph, y a continuación le contó lo
de Fred Peterson.
Ella se hundió de hombros.
—Dios mío. Con eso se acaba esa familia. A menos que se recupere.
—Se acaba tanto si se recupera como si no. —Ralph se puso en pie—.
Dentro de un rato iré a la comisaría, para echar un vistazo a ese papel. Ese
menú o lo que sea.
—Antes dúchate. Hueles a aceite y césped.
Él esbozó una sonrisa y le hizo el saludo militar.
—Sí, señor.
Ella se puso de puntillas y lo besó en la mejilla.
—¿Ralph? Lo superarás. Seguro. Confía en mí.

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