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Esa noche, Ralph Anderson y el inspector de la Policía del Estado Yunel
Sablo se reunieron con el fiscal del condado de Flint en el estudio de la
casa de Bill Samuels, en la zona norte de la ciudad, un barrio casi pijo, de
casas grandes que aspiraban al rango de mansión y no acababan de
conseguirlo. Fuera, las dos hijas de Samuels se perseguían entre los
aspersores del jardín trasero mientras la penumbra se disolvía lentamente
en la oscuridad de la noche. La ex de Samuels se había quedado a
prepararles la cena. Samuels había estado de buen humor durante toda la
comida, a menudo le daba palmaditas en la mano, incluso se la cogió
brevemente en alguna ocasión, a lo cual ella en apariencia no ponía ningún
reparo. Muchas confianzas para una pareja que vive separada, pensó
Ralph, y mejor para ellos. Pero ahora que habían terminado de cenar, la ex
estaba recogiendo las cosas de las niñas y Ralph sospechaba que el buen
ánimo del fiscal Samuels pronto se desvanecería.
Historia en imágenes del condado de Flint, el condado de Douree y el
municipio de Canning se hallaba encima de la mesita de centro, dentro de
una bolsa de plástico transparente que Ralph había sacado de un cajón de
la cocina y deslizado con cuidado en torno al libro. El cortejo fúnebre se
veía borroso porque el retractilado estaba cubierto de polvos reactivos. En
la portada, cerca del lomo, se distinguía una huella de un pulgar, tan nítida
como la fecha en una moneda nueva.
—En la parte de atrás hay otras cuatro aún mejores —señaló Ralph—.
Así es como se sujeta un libro pesado: el pulgar delante, los otros dedos
detrás, un poco abiertos, a modo de apoyo. Me habría gustado llevarlo a
examinar allí mismo en Cap City, pero no disponía de las huellas de Terry para la comparación. Así que he cogido lo que necesitaba en la comisaría y
lo he hecho en casa.
Samuels enarcó las cejas.
—¿Te has llevado la ficha con sus huellas de la sección de pruebas?
—Claro que no, la he fotocopiado.
—No nos tengas en ascuas —dijo Sablo.
—No —dijo Ralph—. Se corresponden. Las huellas de este libro
pertenecen a Terry Maitland.
El hombre que durante la cena, sentado junto a su ex, brillaba como el
sol desapareció. Un hombre de semblante encapotado que amenazaba
tormenta ocupó su lugar.
—No puedes estar seguro de eso sin una correlación por ordenador.
—Bill, yo me dedicaba a esto antes de que esa técnica existiera. —En
los tiempos en que tú todavía intentabas mirar debajo de las faldas de las
chicas en el pasillo del instituto—. Son las huellas de Maitland, y la
comparación por ordenador lo confirmará. Mirad.
Sacó unas cuantas fichas del bolsillo interior de su americana sport y
las dispuso en dos filas sobre la mesita de centro.
—He aquí las huellas de Terry obtenidas anoche en el momento de
ficharlo. Y he aquí las huellas de Terry en el plástico retractilado. A ver,
¿qué me decís?
Samuels y Sablo se inclinaron hacia delante y, desplazando la vista de
un lado a otro compararon las fichas de la izquierda con las de la derecha.
Sablo fue el primero en recostarse de nuevo.
—Me lo creo.
—Yo me niego hasta que tengamos la comparación por ordenador —
insistió Samuels. Su voz sonó poco natural porque apretaba los dientes. En
otras circunstancias podría haber sido gracioso.
Ralph no contestó de inmediato. Sentía curiosidad por Bill Samuels y
albergaba la esperanza (era optimista por naturaleza) de haberse
equivocado en su anterior juicio sobre él: que casi con toda seguridad se
rajaría si debía enfrentarse a un contraataque realmente enérgico. Su ex
todavía le tenía cierta consideración, eso estaba claro, y las niñas lo
querían con locura, pero eso solo dejaba ver una faceta de la personalidad de un hombre. Un hombre no era el mismo en su casa que en el trabajo, y
menos si era ambicioso y se tropezaba con un súbito obstáculo que acaso
frustrara sus grandes planes en ciernes. Para Ralph, esas cosas importaban.
Importaban mucho, porque Samuels y él estaban juntos en ese caso,
ganaran o perdieran.
—Es imposible —dijo Samuels al tiempo que se llevaba una mano a la
cabeza para alisarse el remolino; pero esa noche no había remolino, esa
noche su pelo se comportaba—. No pudo estar en dos sitios al mismo
tiempo.
—Sin embargo, eso es lo que parece —comentó Sablo—. Hasta hoy no
disponíamos de ninguna prueba forense en Cap City. Ahora sí la hay.
Samuels se animó momentáneamente.
—Tal vez manipuló el libro en una ocasión anterior. Preparando la
coartada. Como parte del montaje.
Olvidaba, por lo visto, su interpretación previa, a saber, que el
asesinato de Frank Peterson había sido fruto del impulso de un hombre que
ya no podía controlar sus instintos.
—No puede descartarse —admitió Ralph—, pero he visto muchas
huellas dactilares, y estas parecen bastante recientes. La calidad del detalle
de las crestas es muy buena. No sería así si se hubieran dejado semanas o
meses atrás.
Con voz casi inaudible, Sablo dijo:
—‘Mano, es como si tienes un doce y te sale una figura.
—¿Qué? —Samuels giró bruscamente la cabeza.
—En el blackjack —aclaró Ralph—. Quiere decir que habría sido
mejor que no lo hubiéramos encontrado. Que no hubiéramos pedido carta.
Se quedaron pensativos. Cuando Samuels despegó los labios, sonó casi
simpático…, un hombre pasando el rato.
—He aquí una hipótesis. ¿Y si hubieras espolvoreado ese plástico y no
hubieras descubierto nada? ¿O solo algún que otro borrón no identificable?
—No estaríamos en mejor situación —dijo Sablo—, pero tampoco
peor.

   Samuels asintió con la cabeza.

—En ese caso, hipotéticamente hablando, Ralph no sería más que un
hombre que ha comprado un libro bastante caro. No lo tiraría; lo
consideraría una buena idea que no ha cuajado y lo colocaría en un estante.
Después de quitar el retractilado y tirarlo a la basura, claro está.
Sablo miró primero a Samuels y luego a Ralph con semblante
inexpresivo.
—¿Y estas fichas con las huellas? —preguntó Ralph—. ¿Qué pasa con
ellas?
—¿Qué fichas? —preguntó Samuels—. Yo no veo ninguna ficha. ¿Y
usted, Yune?
—No sé si las veo o no —contestó Sablo.
—Estás hablando de destrucción de pruebas —afirmó Ralph.
—Ni mucho menos. Todo esto es solo hipotético. —Samuels levantó
de nuevo la mano para alisarse el remolino inexistente—. Pero he aquí
algo en lo que pensar, Ralph. Has ido primero a la comisaría, pero has
hecho la comparación en casa. ¿Estaba allí tu mujer?
—Jeannie estaba en su club de lectura.
—Ya, y mira: el libro está en una bolsa de cocina, no en una oficial. No
se ha registrado como prueba.
—Todavía no —admitió Ralph, pero ahora, en lugar de pensar en las
distintas facetas de la personalidad de Bill Samuels, pensó en las distintas
facetas de su propia personalidad.
—Solo digo que esa misma posibilidad hipotética podría haberte
rondado a ti la cabeza.
¿Le había rondado la cabeza? Ralph era incapaz de contestar con
franqueza a esa pregunta. Y si le había rondado la cabeza, ¿por qué? ¿Para
ahorrarse una mancha en su carrera ahora que ese asunto había
descarrilado y corría el peligro de volcar?
—No —contestó—. Esto se registrará como prueba, se convertirá en
parte del hallazgo. Porque ese niño está muerto, Bill. Lo que nos pase a
nosotros es una nimiedad comparado con eso.
—Estoy de acuerdo —declaró Sablo.
—Claro que sí —dijo Samuels. Sonó cansado—. En cualquier caso, el
teniente Yune Sablo sobrevivirá.

—Hablando de supervivencia —prosiguió Ralph—, ¿qué me dices de
la de Terry Maitland? ¿Y si en realidad tenemos a un hombre inocente?
—No es así —dijo Samuels—. Las pruebas dicen que no es así.
Y con eso terminó la reunión. Ralph regresó a la comisaría. Allí
registró Historia en imágenes del condado de Flint, el condado de Douree
y el municipio de Canning y lo guardó junto con el material del
expediente, cada vez más copioso. Se alegró de librarse de él.
Mientras rodeaba el edificio de camino hacia su coche, sonó el móvil.
En la pantalla apareció la foto de su mujer, y cuando contestó, su tono de
voz lo alarmó.
—¿Cariño? ¿Has estado llorando?
—Ha llamado Derek. De las colonias.
A Ralph se le aceleró una pizca el corazón.
—¿Le ha pasado algo?
—Está bien. Bien físicamente. Pero algunos amigos suyos le han
mandado e-mails sobre Terry y está inquieto. Ha dicho que tenía que ser un
error, que el Entrenador T nunca haría algo así.
—Ah. ¿Eso es todo? —Reanudó la marcha a la vez que buscaba a
tientas las llaves con la mano libre.
—No, no es todo —repuso ella con vehemencia—. ¿Dónde estás?
—En la comisaría. A punto de irme a casa.
—¿Puedes pasar antes por la cárcel? ¿Y hablar con él?
—¿Con Terry? Supongo que podría, si él accede a verme, pero ¿por
qué?
—Por un momento olvida las pruebas. Todas, las de uno y otro lado, y
contesta sinceramente, con el corazón en la mano, a una pregunta. ¿Lo
harás?
—Vale…
Oía el zumbido lejano de los tráileres en la interestatal. Más cerca, el
plácido sonido estival de los grillos en la hierba que crecía junto al
edificio de ladrillo donde había trabajado durante tantos años. Sabía qué
iba a preguntarle.
—¿Tú crees que Terry Maitland mató a ese niño?
Ralph pensó en que el hombre que había subido al taxi de Sauce Agua
de Lluvia para ir a Dubrow la había llamado «señora» en lugar de dirigirse
a ella por su nombre, que debería haber conocido. Pensó en que el hombre
que había aparcado la furgoneta blanca en la parte de atrás del Shorty’s
Pub había pedido indicaciones para llegar al ambulatorio más cercano,
pese a que Terry Maitland había vivido en Flint City toda su vida. Pensó en
los profesores que jurarían que Terry había estado con ellos tanto a la hora
del secuestro como del asesinato. Luego pensó en lo oportuno que era que
Terry no solo hubiese hecho una pregunta en la charla del señor Harlan
Coben, sino que además se hubiese puesto en pie, como para asegurarse de
que lo veían y lo grababan. Incluso las huellas dactilares en el libro… ¿no
era ese un detalle perfecto?
—¿Ralph? ¿Sigues ahí?
—No lo sé —contesto él—. Quizá si hubiese entrenado con él como
Howie…, pero yo solo lo vi entrenar a Derek. Así que la respuesta a tu
pregunta, sinceramente y con el corazón en la mano, es que no lo sé.
—Entonces ve allí —insistió ella—. Míralo a los ojos y pregúntaselo.
—Samuels me hará un culo nuevo si se entera —contestó Ralph.
—Bill Samuels me trae sin cuidado, pero nuestro hijo sí me importa. Y
sé que a ti también. Hazlo por él, Ralph. Por Derek.

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