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Jeanette Anderson se levantó a las siete menos cuarto y encontró vacío el
lado de la cama de su marido. La cocina olía a café recién hecho, pero
Ralph tampoco estaba allí. Miró por la ventana y lo vio sentado a la mesa
de pícnic del jardín trasero, todavía con su pijama de rayas, bebiendo de la
taza que Derek le había regalado el último día del Padre. A un lado, en
grandes letras azules, ponía: TIENE DERECHO A PERMANECER EN
SILENCIO HASTA QUE ME TOME MI CAFÉ. Cogió su taza, fue a su
encuentro y le dio un beso en la mejilla. Iba a ser un día caluroso, pero a
esa hora tan temprana la mañana era fresca, tranquila y agradable.
—No te lo quitas de la cabeza, ¿verdad? —preguntó ella.
—Ninguno de nosotros se lo quita de la cabeza —contestó Ralph—. Ni
un minuto.
—Es domingo —dijo ella—. Día de descanso. Y lo necesitas. No
tienes buen aspecto. Según un artículo que leí en la sección de salud de
The New York Times la semana pasada, has entrado en el territorio del
infarto.
—Eso me anima.
Jeannie suspiró.
—¿Qué es lo primero que tienes en la lista?
—Comprobar la versión de esa otra profesora, Deborah Grant. Por pura
rutina. No me cabe duda de que confirmará que Terry viajó a Cap City,
aunque siempre existe la posibilidad de que advirtiera algo en él que
Roundhill y Quade pasaron por alto. A veces las mujeres son más
observadoras.
A Jeannie esa idea le pareció dudosa, quizá incluso sexista, pero no era
momento de señalarlo. Retomó la conversación de la noche anterior.

—Terry estaba aquí. Lo hizo él. Lo que necesitas es alguna prueba
forense de allí. Imagino que el ADN debe descartarse, pero ¿y huellas
dactilares?
—Podemos espolvorear la habitación donde se alojaron Quade y él,
pero la dejaron el miércoles por la mañana, y desde entonces la habrán
limpiado y ocupado. Seguramente más de una vez.
—Pero sigue siendo una posibilidad, ¿no? Algunas camareras de hotel
son concienzudas, pero otras muchas hacen las camas y limpian los
círculos de humedad y los manchurrones de la mesita de centro y listo. ¿Y
si encontrarais huellas del señor Quade pero no de Terry Maitland?
A Ralph le gustaba ver en ella ese rubor de excitación propio de un
ayudante de inspector, y lamentó tener que desilusionarla.
—No demostraría nada, cariño. Howie Gold diría al jurado que no
podían condenar a alguien por la ausencia de huellas, y tendría toda la
razón.
Ella se detuvo a reflexionar.
—Vale, pero sigo pensando que deberíais buscar huellas en esa
habitación e identificar el mayor número posible. ¿Podéis hacerlo?
—Sí. Y es buena idea. —Otra acción de pura rutina—. Averiguaré en
qué habitación se alojó e intentaré que el Sheraton traslade a otra a
quienquiera que la ocupe ahora. Teniendo en cuenta el juego que esto va a
dar en los medios, supongo que cooperarán. La espolvorearemos de arriba
abajo y de punta a punta. Pero lo que de verdad quiero es ver las imágenes
que grabaron las cámaras de seguridad los días del congreso, y, dado que el
inspector Sablo, que es quien lleva este caso para la Policía del Estado, no
regresará hasta última hora de hoy, me pasaré por allí yo mismo. Llevaré
unas horas de retraso respecto al investigador de Gold, pero eso es
inevitable.
Ella apoyó una mano en la de él.
—Cariño, prométeme que harás un alto de vez en cuando y te tomarás
un respiro. El mundo no se hizo en un día.
Él sonrió, le dio un apretón en la mano y la soltó.
—Pienso una y otra vez en los vehículos que utilizó, el que usó para
secuestrar al niño y el otro, con el que salió de la ciudad —La furgoneta Econoline y el Subaru.
—Ajá. El Subaru no me preocupa especialmente. Lo robaron de un
aparcamiento municipal, y hemos visto muchos robos similares más o
menos desde 2012. Los nuevos sistemas de encendido sin llave son el
mejor amigo del ladrón; cuando paras en un sitio pensando en los recados
que tienes que hacer o en lo que vas a preparar para la cena, no ves la llave
colgada del contacto. Es fácil dejarse olvidado el mando electrónico, sobre
todo si llevas puestos unos auriculares o estás de charla con el móvil y no
oyes el avisador del coche para que lo cojas. La dueña del Subaru, Barbara
Nearing, dejó el mando en el portavasos y el tique del aparcamiento en el
salpicadero cuando se fue a trabajar a las ocho. A las cinco, cuando volvió,
el coche había desaparecido.
—¿El vigilante no recuerda quién se lo llevó?
—No, y no me extraña. Es un aparcamiento grande, de cinco plantas,
entra y sale gente sin cesar. En la salida hay una cámara, pero las imágenes
se borran cada cuarenta y ocho horas. En cambio la furgoneta…
—¿Qué pasa con la furgoneta?
—Era de un carpintero y empleado de mantenimiento a tiempo parcial,
un tal Carl Jellison que vive en Spuytenkill, Nueva York, un pueblo entre
Poughkeepsie y New Paltz. Se llevó las llaves, pero había unas de repuesto
en una caja magnética debajo del parachoques trasero. Alguien encontró la
caja y se llevó la furgoneta. La teoría de Bill Samuels es que el ladrón
viajó con ella desde el centro del estado de Nueva York hasta Cap City… o
Dubrow… o quizá hasta aquí, Flint City… y luego la abandonó con la
llave de repuesto en el contacto. Terry la encontró, volvió a robarla y la
escondió en algún sitio. Tal vez en un establo o en un cobertizo fuera de la
ciudad. Hay muchas granjas abandonadas desde que se torcieron las cosas
en 2008, ya sabes. Dejó la furgoneta detrás del Shorty’s Pub y la llave
todavía puesta con la esperanza, no sin cierta lógica, de que alguien la
robara por tercera vez.
—Pero nadie se la llevó —dijo Jeannie—. Así que os habéis incautado
de la furgoneta, y tenéis la llave. En la que hay una huella del pulgar de
Terry Maitland.
Ralph asintió.

—De hecho, tenemos muchísimas huellas. Ese trasto tiene diez años y
al menos en los últimos cinco no lo han limpiado, eso si es que lo han
limpiado alguna vez. Algunas huellas ya las hemos descartado: las de
Jellison, su hijo, su mujer, dos hombres que trabajaban para él. Llegaron el
jueves por la tarde por gentileza de la Policía del Estado de Nueva York,
que Dios los bendiga. Con algunos estados, con la mayoría, aún estaríamos
esperando. También tenemos las de Terry Maitland y Frank Peterson, por
supuesto. Encontramos cuatro de Peterson en el lado interior de la puerta
del acompañante. Esa es una zona muy sucia, y se ven tan claras como
centavos recién acuñados. Pienso que las dejó en el aparcamiento del
Figgis Park, cuando Terry intentaba sacarlo a tirones del asiento y él se
resistía.
Jeannie hizo una mueca.
—Otras aún estamos esperándolas; se introdujeron en la base de datos
el miércoles pasado. Puede que aparezcan correlaciones, puede que no.
Suponemos que algunas pertenecen al primer ladrón del coche, allá en
Spuytenkill. Las otras podrían ser de cualquier amigo de Jellison o incluso
de algún autoestopista que recogiera el ladrón. Pero las más recientes,
aparte de las del niño, son las de Maitland. El primer ladrón no nos
interesa, pero me gustaría saber dónde abandonó la furgoneta. —Guardó
silencio un momento y luego añadió—: No tiene sentido, ¿te das cuenta?
—¿No limpiar las huellas?
—No solo eso. ¿Qué me dices del hecho mismo de robar la furgoneta y
el Subaru? ¿Por qué vas a robar vehículos para utilizarlos durante la
fechoría si tienes intención de mostrar tu cara a cualquiera que se moleste
en mirarla?
Jeannie lo escuchaba con creciente consternación. Era su esposa, no
podía plantear las preguntas que se desprendían de aquello: «Si tenías
tantas dudas, ¿por qué demonios actuaste así? ¿Y por qué tan deprisa?».
Sí, ella lo había animado, y por tanto en cierta medida quizá era
responsable de los problemas que ahora lo acuciaban, pero entonces no
disponía de toda la información. Una pobre excusa que solo me sirve a mí,
pensó… e hizo otra mueca.

Como si le leyera el pensamiento (y después de veinticinco años de
matrimonio probablemente podía hacerlo), Ralph dijo:
—Esto no son solo remordimientos por una mala decisión, entiéndelo;
no te quedes con esa idea. Bill Samuels y yo hemos hablado del asunto.
Según él, no es necesario que tenga sentido. Dice que Terry actuó como
actuó porque se volvió loco. Que el impulso de hacerlo, la necesidad de
hacerlo, por lo que yo sé, aunque nunca me convencerías para que
planteara eso ante un tribunal, fue en aumento. Ha habido casos similares.
Bill dice: «Sí, sin duda tenía un plan y colocó algunas de las piezas en su
sitio, pero cuando vio a Frank Peterson el martes pasado, empujando la
bicicleta con la cadena rota, prescindió de todos sus planes. Se trastornó, y
el doctor Jekyll se transformó en el señor Hyde».
—Un sádico sexual en pleno desenfreno —musitó ella—. Terry
Maitland. El Entrenador T.
—Tenía sentido entonces y lo tiene ahora —dijo él casi con hostilidad.
Tal vez, podría haber contestado ella, pero ¿y después qué, cariño?
¿Qué pasó cuando eso terminó y se quedó saciado? ¿Os planteasteis eso,
Bill y tú? ¿Y cómo es que no limpió sus huellas ni tuvo problema en
enseñar su cara?
—Debajo del asiento del conductor de la furgoneta había algo —dijo
Ralph.
—¿Ah, sí? ¿Qué?
—Un papel. Quizá parte de un menú de comida para llevar.
Probablemente no signifique nada, pero quiero examinarlo. Seguro que se
archivó entre las pruebas. —Tiró al césped lo que le quedaba de café y se
puso en pie—. Estoy deseando echar un vistazo a las imágenes de las
cámaras de seguridad del Sheraton del martes y el miércoles pasados.
También a cualquier grabación del restaurante adonde Terry dice que fue a
cenar con el grupo de profesores.
—Si consigues ver bien su cara en alguna de las tomas, mándame una
captura de pantalla. —Y cuando él enarcó las cejas, ella añadió—:
Conozco a Terry desde hace tanto tiempo como tú; si el que estaba en Cap
City no era él, me daré cuenta. —Sonrió—. Al fin y al cabo, las mujeres
son más observadoras que los hombres. Tú mismo lo has dicho.

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