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La sala principal del Departamento de Policía de Flint City era espaciosa,
pero los cuatro hombres que esperaban a Terry Maitland parecían llenarla:
dos agentes de la Policía del Estado y dos funcionarios de prisiones, todos
ellos corpulentos. Pese a que Terry seguía atónito por lo que le había ocurrido (lo que todavía le estaba ocurriendo), no pudo evitar verle a
aquello cierta gracia. La cárcel del condado se encontraba solo a cuatro
manzanas de allí. Habían reunido mucho músculo para custodiarlo en un
recorrido de algo menos de un kilómetro.
—Tienda las manos —ordenó uno de los funcionarios de prisiones.
Terry obedeció y observó cómo le colocaban otras esposas. Miró
alrededor en busca de Howie, de pronto tan nervioso como cuando tenía
cinco años y su madre le soltó la mano en su primer día de parvulario.
Howie, sentado en el borde de un escritorio desocupado, estaba hablando
por el móvil, pero en cuanto vio el aspecto de Terry, cortó la llamada y se
apresuró a acercarse.
—No toque al detenido, caballero —dijo el funcionario que había
esposado a Terry.
Gold hizo caso omiso. Rodeó los hombros de Terry con el brazo y
susurró:
—Todo saldrá bien.
A continuación, para sorpresa tanto de Gold como de su cliente, besó a
Terry en la mejilla.
Terry se llevó ese beso consigo mientras los cuatro hombres lo
escoltaban escalinata abajo hasta donde aguardaba un furgón del condado
detrás de un coche patrulla de la Policía del Estado con las luces de
emergencia palpitando. Y se llevó también las palabras. Sobre todo estas,
mientras las cámaras destellaban y los focos de televisión se encendían y
las preguntas lo asaeteaban como balas: «Ha sido acusado», «Fue usted»,
«Es inocente», «Ha admitido su culpabilidad», «Qué puede decir a los
padres de Frank Peterson».
«Todo saldrá bien», había dicho Gold, y a eso se aferró Terry.
Pero no saldría bien, por supuesto.

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