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A las diez de la mañana de ese viernes, Sarah y Grace habían cogido el
álbum Hard Day’s Night, y Marcy pensó que iba a volverse loca.
Las niñas habían encontrado el tocadiscos de Terry —una ganga en
eBay, había asegurado él a Marcy— en su taller del garaje, junto con su
colección de álbumes de los Beatles reunida con tanto afán. Habían
llevado el tocadiscos y los álbumes a la habitación de Grace y habían
empezado por Meet The Beatles!
—Vamos a ponerlos todos —anunció Sarah a su madre—. Para
acordarnos de papá. Si no te importa.
Marcy no se opuso. ¿Qué iba a decir viendo sus caras pálidas y
solemnes y sus ojos enrojecidos? Pero no había previsto hasta qué punto
esas canciones la afectarían. Las niñas se las sabían todas, por supuesto;
cuando Terry estaba en el garaje, el plato del tocadiscos no paraba de girar
llenando el taller con los grupos de la invasión británica que él no había
oído de primera mano porque nació con un poco de retraso pero que le
encantaban igualmente: los Searchers, los Zombies, los Dave Clark Five,
los Kinks, T. Rex y —cómo no— los Beatles. Sobre todo ellos.
A las niñas les gustaban esos grupos y esas canciones porque le
gustaban a su padre, pero ahí había todo un espectro emocional del que
ellas no eran conscientes. No habían escuchado «I Call Your Name»
dándose el lote en el asiento de atrás del coche del padre de Terry, los
labios de Terry en su cuello, la mano de Terry bajo su jersey. No habían
oído «Can’t Buy Me Love», cuyos acordes llegaban ahora del piso de
arriba, sentadas en el sofá del primer apartamento donde vivieron juntos,
cogidos de la mano, mientras veían Qué noche la de aquel día en el
maltrecho vídeo que habían comprado por veinte dólares en una tienda de artículos de segunda mano, los Cuatro Fabulosos, jóvenes y desenfrenados,
en blanco y negro, Marcy convencida de que se casaría con el muchacho
que estaba sentado a su lado pese a que él aún no lo supiera. ¿Había
muerto ya John Lennon cuando vieron esa vieja cinta? ¿Muerto a tiros en
la calle igual que su marido?
Marcy no lo sabía, no lo recordaba. Lo único que sabía era que ella,
Sarah y Grace habían superado el funeral con la dignidad intacta, pero
ahora, pasado ya el funeral, su vida como madre soltera (Dios, qué
horrible expresión) se extendía ante ella, y la alegre música la enloquecía
de pena. Las voces armonizadas, las hábiles improvisaciones de George
Harrison, todo ello abría nuevas heridas. Se había levantado dos veces de
la mesa de la cocina, donde estaba sentada con una taza de café ya casi frío
delante de ella. Dos veces había ido hasta el pie de la escalera y tomado
aire para gritar: «¡Ya vale! ¡Apagadlo!». Y las dos veces había vuelto a la
cocina. También ellas sufrían la pérdida.
Esta vez, cuando se levantó, fue al cajón de los utensilios y lo sacó del
todo. Pensó que no quedarían, pero encontró un paquete de Winston. Había
tres cigarrillos. No, cuatro: uno estaba escondido al fondo. No fumaba
desde que su hija pequeña cumplió los cinco, cuando tuvo un ataque de tos
mientras mezclaba la masa para el pastel de Gracie y en ese mismo
momento juró que lo dejaba para siempre. Sin embargo, en vez de tirar a
la basura esos últimos soldados del cáncer, los echó en el cajón de los
utensilios, como si una parte oscura y clarividente de sí misma supiera que
con el tiempo volvería a necesitarlos.
Llevan aquí cinco años. Estarán pasadísimos. Seguramente toserás
hasta desmayarte.
Bien. Tanto mejor.
Sacó uno del paquete, ya ávida. Los fumadores nunca lo dejan del todo,
solo hacen una pausa, pensó. Se acercó a la escalera y ladeó la cabeza.
«And I Love Her» había dado paso a «Tell Me Why» (la eterna pregunta).
Se imaginaba a las niñas sentadas en la cama de Grace, sin hablar, solo
escuchando. Cogidas de la mano, quizá. Tomando el sacramento de papá.
Los álbumes de papá, algunos comprados en Turn Back the Hands of
Time, la tienda de discos de Cap City, algunos comprados por internet, todos sostenidos con las manos que en otro tiempo habían cogido las de
sus hijas.
Cruzó el salón hasta la pequeña estufa panzuda que encendían solo en
noches muy frías de invierno y buscó a ciegas la caja de cerillas Diamond
en el estante cercano, a ciegas porque en ese estante había también una
hilera de fotografías que en ese momento no soportaba mirar. Tal vez
pasado un mes sería capaz. Tal vez pasado un año. ¿Cuánto tiempo se
tardaba en superar esa primera etapa de dolor en carne viva? Seguramente
encontraría una respuesta bastante concluyente en WebMD, pero no se
atrevía a consultarlo.
Al menos después del funeral los periodistas se habían marchado,
habían regresado a Cap City a toda prisa para informar sobre algún nuevo
escándalo político. Marcy no quería arriesgarse a salir al porche trasero,
donde una de las niñas podía asomarse a la ventana y ver que había recaído
en su antiguo vicio. Tampoco quería ir al garaje, donde tal vez notaran el
olor a humo si iban a por un nuevo montón de LP.
Abrió la puerta de la calle, y allí estaba Ralph Anderson, con el puño
en alto a punto de llamar.

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