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Mientras Ralph se ocupaba de asuntos cotidianos prosaicos, cosas como
qué había de cena, hacer la compra con Jeannie, una llamada de Derek desde las colonias a última hora del día (estas ya no eran tan frecuentes
ahora que el chico sentía menos añoranza), se encontraba relativamente
bien. Pero cuando pensaba en Terry —como en ese momento—, una
especie de conciencia superior tomaba el mando, como si su mente tratara
de convencerse de que todo seguía igual que siempre: arriba era arriba,
abajo era abajo, y si brotaban gotitas de sudor bajo su nariz era por efecto
del calor veraniego dentro de ese coche en el que el aire acondicionado
funcionaba mal. Había que disfrutar de cada uno de los días porque la vida
era corta, eso lo entendía, pero sin pasarse. Cuando el filtro de la mente
desaparecía, el panorama cambiaba. No había bosque, solo árboles. En el
peor de los casos, ni árboles. Solo corteza.
Cuando la pequeña procesión llegó al juzgado del condado de Flint,
Ralph se mantuvo pegado al coche patrulla del sherif , con la mirada fija
en los calientes destellos del sol en el parachoques trasero: cuatro en total.
Los periodistas que antes estaban en la cárcel empezaban a llegar,
sumándose a una multitud dos veces mayor que la que se había
aglomerado ante la prisión. Se apretujaban hombro con hombro en el
césped, flanqueando la escalinata. Vio los logos de diversas cadenas de
televisión en los polos de los periodistas de televisión, y círculos oscuros
de sudor en sus axilas. La bonita presentadora rubia de Canal 7 en Cap
City llegó con el cabello enmarañado y brechas de sudor en su maquillaje
de corista.
También allí habían colocado vallas, pero las embestidas del gentío en
movimiento habían desplazado ya algunas. Una docena de policías, la
mitad municipales y la otra mitad del departamento del sherif , hacían lo
posible por mantener despejadas la escalinata y la acera. A juicio de
Ralph, doce no eran suficientes ni de lejos, pero en verano siempre se
quedaban sin efectivos.
Los periodistas se disputaron a empujones los mejores puestos en el
césped y, sin contemplaciones, obligaron a retroceder a los espectadores a
codazos. La presentadora rubia de Canal 7 intentó situarse en primera
línea exhibiendo aquella sonrisa suya, famosa a nivel local, y el premio a
sus esfuerzos fue un golpe con una pancarta. Esta representaba una aguja
hipodérmica toscamente dibujada debajo del mensaje: MAITLAND, TOMA TU MEDICINA. El cámara que la acompañaba dio un empujón al
tipo de la pancarta y casi hizo caer a una anciana. Otra mujer detuvo su
caída y le asestó al cámara un bolsazo en la coronilla. El bolso, advirtió
Ralph (en ese momento le era imposible no fijarse en todos los detalles),
era de imitación de cocodrilo, y rojo.
—¿Cómo han podido llegar los buitres tan pronto? —dijo Sablo,
maravillado—. Tío, corren más que las cucarachas cuando se enciende una
luz.
Ralph se limitó a negar con la cabeza; observaba el gentío con
creciente consternación e intentó verlo en su conjunto, pero le fue
imposible en su actual estado hiperalerta. Cuando el sherif Doolin se apeó
(la camisa marrón del uniforme medio salida por encima del cinturón Sam
Browne, dejando a la vista un michelín rosado) y abrió la puerta trasera
para que Terry saliese, alguien vociferó:
—¡Inyección, inyección!
La multitud se sumó, y todos canturrearon como hinchas en un partido
de fútbol.
—¡INYECCIÓN! ¡INYECCIÓN! ¡INYECCIÓN!
Terry los observó. Un mechón se desprendió de su cabello bien peinado
y quedó colgando sobre su ceja izquierda. (Ralph tuvo la impresión de que
podría contar uno por uno los pelos que lo componían). Por su expresión,
parecía tristemente perplejo. Está viendo a gente que conoce, pensó Ralph.
Ha dado clase a sus hijos, ha entrenado a sus hijos, gente a la que ha
invitado a barbacoas en su casa al final de la temporada. Todos desean su
muerte.
Una de las vallas se volcó y el travesaño se soltó. La gente se abalanzó
hacia la acera. Algunos eran periodistas con micrófonos y cuadernos; los
demás, ciudadanos que parecían decididos a colgar a Terry Maitland de la
farola más cercana. Al instante, dos de los policías encargados de
controlar a la muchedumbre los obligaron a retroceder a empujones, sin la
menor contemplación. Un tercero volvió a colocar la barricada, lo cual
permitió a la multitud irrumpir por otro lugar. Ralph vio al menos veinte o
treinta móviles tomando fotos y grabando vídeos.

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