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Howie Gold estrechó la mano a Samuels y Ralph Anderson. Después miró
a través del espejo unidireccional a Terry Maitland, allí con su camiseta de
los Golden Dragons y su gorra de la suerte. Terry mantenía la espalda
erguida, la cabeza alta y las manos tranquilamente entrelazadas sobre la mesa. No se observaban en él temblores, ni agitación, ni nerviosas miradas
de soslayo. No era, reconoció Ralph para sí, la encarnación de la
culpabilidad.
Por fin Gold se volvió hacia Samuels.
—Habla —dijo. Como si invitara a un perro a hacer un truco.
—De momento no hay mucho que decir, Howard. —Samuels se llevó
la mano a la parte de atrás de la cabeza. Se alisó el remolino. Este aguantó
en su sitio un momento y después volvió a levantarse. Ralph recordó una
frase de Alfalfa de la que su hermano y él se reían de niños: «Uno solo
encuentra una vez en la vida a esos amigos que se encuentran solo una vez
en la vida»—. Salvo que esto no es un error, y no, no hemos perdido la
puta cabeza.
—¿Qué dice Terry?
—De momento nada —contestó Ralph.
Gold se volvió hacia él; sus ojos azules brillaban y se veían un poco
aumentados por las lentes redondas de sus gafas.
—No me ha entendido bien, Anderson. No esta noche, sé que esta
noche no ha dicho nada, sabe que no le conviene. Me refiero al
interrogatorio inicial. No pierde nada diciéndomelo, en todo caso él me lo
contará.
—No ha habido interrogatorio inicial —contestó Ralph.
Y no había por qué sentirse incómodo a ese respecto, no si se tenía en
cuenta que habían construido un caso sólido en solo cuatro días, pero así
era como se sentía él. En parte tenía que ver con el hecho de que Howie
Gold le hablara de usted, como si nunca se hubiesen invitado mutuamente
a copas en el Wagon Wheel, frente al juzgado del condado. Lo asaltó el
ridículo impulso de decir a Howie: «No me mires a mí, mira al tipo que
tengo al lado. Es él quien ha pisado el pedal a fondo».
—¿Cómo? Un momento. Un momento, maldita sea.
Gold hundió las manos en los bolsillos delanteros y empezó a
balancearse sobre las puntas de los pies. Ralph lo había visto adoptar esa
actitud muchas veces, en las salas de los juzgados del condado y el
distrito, y se preparó. Verse sometido en el estrado a un interrogatorio a cargo de Howie Gold nunca era una experiencia grata. Pero Ralph no se lo
echaba en cara. Todo formaba parte del baile del debido proceso.
—¿Está diciéndome que lo han detenido delante de dos mil personas
sin antes concederle siquiera la oportunidad de explicarse?
—Es usted un excelente abogado defensor —contestó Ralph—, pero ni
el mismísimo Dios podría librar a Maitland de esta. Por cierto, allí debía
de haber mil doscientas personas, mil quinientas como mucho. El campo
del Estelle Barga no tiene capacidad para dos mil espectadores. Las gradas
se vendrían abajo.
Gold pasó por alto ese pobre intento de aligerar el ambiente.
Contemplaba a Ralph como si fuera una especie de insecto desconocida.
—Pero lo ha detenido en un lugar público en lo que podría decirse que
era su momento de apoteosis…
—Apote… ¿qué? —preguntó Samuels, sonriente.
Gold tampoco prestó atención. Seguía mirando a Ralph.
—Ha hecho eso a pesar de que podría haber apostado una discreta
presencia policial alrededor del campo y detenerlo después, en su casa,
una vez terminado el partido. Lo ha hecho delante de su mujer y sus hijas,
y está claro que ha sido intencionado. ¿Qué lo ha llevado a hacer una cosa
así? ¿Qué diantres lo ha llevado a hacer una cosa así?
Ralph volvió a notar el calor en la cara.
—¿De verdad quiere saberlo, abogado?
—Ralph —dijo Samuels a modo de advertencia. Apoyó una mano en
su brazo para refrenarlo.
Ralph se zafó de él.
—No he sido yo quien lo ha detenido. Se lo he encargado a un par de
agentes porque temía echarle las manos al cuello y estrangularlo. Lo cual
habría proporcionado a un abogado listo como usted más material en el
que trabajar. —Dio un paso al frente e invadió el espacio de Gold para
obligarlo a interrumpir su balanceo—. Agarró a Frank Peterson y se lo
llevó al Figgis Park. Allí lo violó con una rama, y allí lo mató. ¿Quiere
saber cómo lo mató?
—¡Ralph, eso es información privilegiada! —exclamó Samuels con un
graznido.

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