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Cuando Ralph llegó a la comisaría de Flint City, mucho más pequeña, con
la intención de telefonear a Deborah Grant antes de ir a por un coche
patrulla para el viaje a Cap City, Bill Samuels estaba esperándolo. Tenía
mal aspecto. Incluso el remolino de Alfalfa había languidecido.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Ralph. Significaba: «¿Qué más?».
—Alec Pelley me ha enviado un mensaje de texto. Con un link.
Abrió su maletín, sacó su iPad (el grande, naturalmente, el Pro) y lo
encendió. Tocó un par de veces la pantalla y se lo entregó a Ralph. El
mensaje de Pelley era: ¿Seguro que quiere procesar a T. Maitland?
Primero mire esto. El link aparecía debajo. Ralph lo pulsó.
Lo remitió a una web del Canal 81: ¡RECURSO DE ACCESO
PÚBLICO DE CAP CITY! Debajo había una serie de vídeos de reuniones
del consistorio, la reinauguración de un puente, el tutorial SU
BIBLIOTECA Y CÓMO UTILIZARLA, y otro titulado NUEVAS
INCORPORACIONES AL ZOO DE CAP CITY. Ralph dirigió una mirada
interrogativa a Samuels.
—Desliza la pantalla hacia abajo.
Ralph lo hizo y encontró el vídeo HARLAN COBEN DA UNA
CHARLA ANTE LOS PROFESORES DE LENGUA Y LITERATURA DE
LOS TRES CONDADOS. El icono PLAY quedaba sobre una mujer con
gafas y el pelo tan laboriosamente engominado que daba la impresión de
que una pelota de béisbol rebotaría y no le haría daño en el cráneo. Se
hallaba en un estrado. Detrás se veía el logotipo de la cadena de hoteles
Sheraton. Ralph puso el vídeo en pantalla completa.
«¡Hola a todos! ¡Bienvenidos! Soy Josephine McDermott, la
presidenta este año del grupo Profesores de Lengua y Literatura de los
Tres Estados. Me siento muy pero que muy contenta de estar aquí y de
darles la bienvenida oficial a nuestra reunión anual de cerebros. Con, por
supuesto, unas cuantas bebidas para adultos. —Esto arrancó un murmullo
de risas educadas—. Este año contamos con una asistencia especialmente
numerosa, y aunque me gustaría creer que mi encantadora presencia tiene algo que ver —más risas educadas—, creo que la causa tiene que ver más
bien con el extraordinario ponente invitado de hoy…».
—Maitland tenía razón en una cosa —comentó Samuels—: la puta
presentación es interminable. Esa mujer enumera casi todos los libros que
ese tipo ha escrito en su vida. Se alarga durante nueve minutos y treinta
segundos. Ahí acaba.
Ralph deslizó el dedo a lo largo del contador al pie del vídeo sabiendo
ya lo que iba a ver. No quería verlo pero sí quería. Su fascinación era
innegable.
—Señoras y señores, tengan la amabilidad de brindar una calurosa
acogida al ponente invitado de hoy, ¡el señor Harlan Coben!
De entre bastidores salió un caballero calvo con andar enérgico, tan
alto que cuando se inclinó para estrechar la mano a la señora McDermott
parecía un hombre saludando a una niña vestida de mujer. Canal 81 había
considerado que ese acontecimiento tenía interés suficiente para destinar
dos cámaras, y de pronto la imagen saltó al público, que aplaudía de pie. Y
allí, alrededor de una mesa cerca del estrado, había tres hombres y una
mujer. Ralph sintió que su estómago descendía en un ascensor exprés.
Pulsó el vídeo para detenerlo.
—Dios santo —dijo—. Es él. Terry Maitland con Roundhill, Quade y
Grant.
—Basándonos en las pruebas que tenemos, no veo cómo es posible,
pero desde luego parece él.
—Bill… —Por un momento Ralph fue incapaz de proseguir. Se había
quedado petrificado—. Bill, ese hombre entrenó a mi hijo. No solo parece
él; es él.
—Coben habla unos cuarenta minutos. En el vídeo casi todo el tiempo
sale él en el estrado, pero de vez en cuando insertan tomas del público
riendo por alguna ocurrencia ingeniosa (es ingenioso, lo reconozco) o
escuchando con atención. Maitland, si es Maitland, sale en la mayoría de
esas tomas. Pero la puntilla aparece más o menos en el minuto cincuenta y
seis. Ve ahí.
Ralph saltó al minuto cincuenta y cuatro, para más seguridad. Coben
atendía ya las preguntas del público. «En mis libros nunca utilizo palabras malsonantes por el mero hecho de escribir groserías —decía—, pero en
determinadas circunstancias resultan absolutamente apropiadas. Un
hombre que se golpea el pulgar con un martillo no dice: “Ay, córcholis”.
—Risas del público—. Me queda tiempo para un par más. A ver usted,
caballero».
La imagen pasó de Coben al siguiente interlocutor. Era Terry Maitland
en un amplio primer plano, y el último asomo de esperanza que a Ralph le
quedaba de que aquel fuera un doble, tal como Jeannie había sugerido, se
esfumó. «Cuando se sienta a escribir, ¿siempre sabe ya quién es el
culpable, señor Coben, o a veces incluso usted se sorprende?».
La imagen mostró otra vez a Coben, que sonrió y dijo: «Esa es una
pregunta excelente».
Antes de que Coben pudiera dar una excelente respuesta, Ralph
rebobinó hasta el momento en que Terry se ponía en pie para hacer su
pregunta. Observó la imagen durante veinte segundos y después devolvió
el iPad al fiscal.
—Puf —dijo Samuels—. Ahí se acaba nuestro caso.
—El ADN sigue pendiente —dijo Ralph… O más bien se oyó decir. Se
sentía escindido de su propio cuerpo. Supuso que así se sentían los
boxeadores justo antes de que el árbitro interrumpiera el combate—. Y
aún tengo que hablar con Deborah Grant. Después iré a Cap City para
hacer un poco de trabajo de inspector de la vieja escuela. Mover el culo y
llamar a unas cuantas puertas, como dijo alguien. Hablaré con los del
hotel, y los del Firepit, adonde fueron a cenar. —Pensando en Jeannie,
añadió—: Quiero ver también si hay posibilidad de obtener pruebas
forenses.
—¿Sabes lo difícil que es eso en un gran hotel urbano después de casi
una semana desde el día en cuestión?
—Sí.
—En cuanto al restaurante, es probable que ni siquiera esté abierto.
Samuels parecía un crío al que otro más grande hubiera dado un
empujón en la acera y se hubiera hecho un rasponazo en la rodilla. Ralph
empezaba a tomar conciencia de que ese tipo no le gustaba demasiado.
Intuía ya que podía rajarse en cualquier momento.

—Si está cerca del hotel, cabe la posibilidad de que abran para el
brunch.
Samuels negó con la cabeza, aún con la mirada fija en la imagen
detenida de Terry Maitland.
—Aunque consiguiéramos una correlación del ADN, cosa que empiezo
a dudar, llevas tiempo suficiente en este oficio para saber que los jurados
casi nunca condenan sobre la base del ADN y las huellas dactilares. El
juicio de OJ Simpson es un buen ejemplo.
—Los testigos presenciales…
—Gold los aniquilará en el contrainterrogatorio. ¿Stanhope? Una vieja
medio ciega. «¿No es verdad que hace tres años que no se renueva el
carnet de conducir, señora Stanhope?». ¿June Morris? Una niña que vio a
un hombre ensangrentado desde el otro lado de la calle. Scowcroft estaba
bebiendo, y su amigo también. Claude Bolton tiene antecedentes por
consumo de drogas. Tu mejor baza es Sauce Agua de Lluvia, pero te diré
una cosa, muchacho, en este estado a la gente siguen sin gustarle mucho
los indios. No se fía.
—Pero estamos metidos hasta el cuello para echarnos atrás —dijo
Ralph.
—Resulta que esa es la cruda verdad.
Guardaron silencio. La puerta del despacho estaba abierta, y la sala
principal de la comisaría, casi vacía, lo habitual un domingo por la
mañana en aquella pequeña ciudad del sudoeste. Ralph pensó en decir a
Samuels que el vídeo los había apartado de la cuestión principal: un niño
había sido asesinado y, según todas las pruebas reunidas, tenían al autor
del crimen. El hecho de que aparentemente Maitland estuviera a ciento
diez kilómetros de allí era algo que había que investigar y esclarecer.
Ninguno de los dos descansaría en paz hasta que lo hicieran.
—Acompáñame a Cap City, si quieres.
—Ni hablar —respondió Samuels—. Voy a llevar a mi ex y a los niños
al lago Ocoma. Ella se encarga del pícnic. Por fin tenemos buenas
relaciones, y no me gustaría estropearlo.
—Vale.

El ofrecimiento no había sido muy sincero. Ralph deseaba estar solo.
Quería dar vueltas a lo que antes parecía tan claro y ahora tenía visos de
ser una pifia monumental.
Se puso en pie. A su lado, Bill Samuels guardó el iPad en el maletín y
se levantó.
—Ralph, creo que podríamos perder el empleo por esto. Y si Maitland
queda libre, nos demandará. Ya lo sabes.
—Vete a tu pícnic. Cómete unos cuantos sándwiches. Esto todavía no
ha terminado.
Samuels salió del despacho antes que él, y algo en su andar —los
hombros encorvados, el lánguido golpeteo del maletín contra la rodilla—
enfureció a Ralph.
—¿Bill?
Samuels se volvió.
—Violaron brutalmente a un niño en esta ciudad. Es posible que antes,
o justo después, lo mataran a dentelladas. Aún intento asimilarlo. ¿Tú
crees que a sus padres les importa mucho que perdamos nuestro empleo o
que alguien demande al ayuntamiento?
Samuels no contestó. Cruzó la sala de reuniones vacía y salió al sol de
primera hora de la mañana. Sería un día magnífico para un pícnic, pero
Ralph sospechaba que el fiscal no lo disfrutaría mucho.

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