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Fred y Ollie habían llegado a la sala de espera del servicio de urgencias
del hospital Mercy poco antes de que la noche del sábado diera paso a la
madrugada del domingo, no más de tres minutos después que la
ambulancia que trasladó a Arlene Peterson. A esa hora la amplia sala de
espera estaba abarrotada de gente con magulladuras y heridas sangrantes,
de borrachos y quejicosos, de lloros y toses. Como en la mayoría de los
servicios de urgencias, en el del Mercy reinaba el ajetreo propio de los
sábados por la noche, pero el domingo a las nueve de la mañana estaba casi vacío. Un hombre que se aferraba un vendaje improvisado en torno a
una mano ensangrentada. Una mujer con un niño afiebrado en el regazo y
los dos viendo las travesuras de Elmo en el televisor instalado en lo alto en
un rincón. Una adolescente de cabello rizado sentada con los ojos
cerrados, la cabeza echada hacia atrás y las manos agarrándose la barriga.
Y estaban ellos. Lo que quedaba de la familia Peterson. Fred había
entornado los párpados a eso de las seis y se había adormilado; Ollie, en
cambio, continuaba inmóvil en su asiento, con la mirada fija en el
ascensor en el que había desaparecido su madre, convencido de que si el
sueño lo vencía, ella moriría. «¿Así que no habéis podido velar conmigo
una hora?», había preguntado Jesús a Pedro, y era una buena pregunta,
para la que no existía respuesta.
A las nueve y diez, la puerta del ascensor se abrió y salió el médico
con el que habían hablado brevemente a su llegada. Vestía un uniforme
azul y un gorro azul de quirófano adornado con corazones rojos danzantes
y manchado de sudor. Parecía muy cansado, y al verlos se volvió a un lado,
como si deseara poder retroceder. A Ollie le bastó ver esa vacilación
involuntaria para saberlo. Habría querido dejar dormir a su padre durante
la andanada inicial de la mala noticia, pero eso no estaría bien. Al fin y al
cabo, su padre la conocía y amaba ya cuando Ollie aún no había nacido.
—¿Qué? —exclamó Fred irguiéndose cuando Ollie le sacudió el
hombro—. ¿Qué pasa?
Entonces vio al médico, que se quitó el gorro y dejó a la vista una mata
de pelo castaño sudoroso.
—Caballeros, lamento decirles que la señora Peterson ha fallecido.
Hemos hecho todo lo posible por salvarla, y al principio pensaba que lo
conseguiríamos, pero los daños eran demasiado grandes. Lo siento
muchísimo.
Fred lo miró un momento con cara de incredulidad y luego rompió a
llorar. La chica del cabello rizado abrió los ojos y lo miró. El niño con
fiebre se encogió.
«Lo siento», pensó Ollie. Esa es la expresión del día. La semana
pasada éramos una familia, ahora solo quedamos papá y yo. «Lo siento»
es la expresión adecuada, desde luego. La única, no hay otra.

Fred sollozaba con las manos en la cara. Ollie lo estrechó entre sus
brazos.

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