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Había muchas cosas de la baja administrativa que Ralph desconocía, pues
nunca se había visto en esa situación. Una de ellas era si estaba autorizado
a entrar siquiera en la comisaría. Con eso en mente, esperó hasta media
tarde para pasarse por allí, porque a esas horas el pulso diario de la
actividad policial era más lento. Cuando llegó, en la amplia sala principal
solo estaba Stephanie Gould, todavía vestida de paisano, redactando
informes en uno de los viejos ordenadores que el consistorio había
prometido sustituir una y otra vez, y Sandy McGill en la centralita,
leyendo la revista People. El despacho del jefe Geller estaba vacío.

—Eh, inspector —saludó Stephanie cuando alzó la vista—. ¿Qué hace
aquí? Me he enterado de que está de vacaciones pagadas.
—Procuro mantenerme ocupado.
—Yo puedo ayudarlo con eso, si quiere. —Stephanie dio una palmada
a la pila de carpetas amontonadas junto a su ordenador.
—En otro momento, quizá.
—Siento mucho lo que ha pasado. Todos lo sentimos.
—Gracias.
Se acercó a la centralita y pidió a Sandy la llave del depósito de
pruebas. Ella se la entregó sin vacilar, apartando apenas los ojos de su
revista. Junto a la puerta del depósito de pruebas colgaban de un gancho un
sujetapapeles y un bolígrafo. Ralph se planteó saltarse la firma, pero
finalmente escribió su nombre, la fecha y la hora: 15.30. En realidad no
tenía elección; Gould y McGill sabían que se hallaba allí y para qué había
ido. Si alguien le preguntaba qué quería ver, no se andaría con tapujos. Al
fin y al cabo solo estaba de baja administrativa, no suspendido de empleo.
En la sala, no mucho mayor que un armario, hacía un calor sofocante.
Los fluorescentes del techo se encendieron con un parpadeo. Había que
cambiarlos, como los ordenadores. Flint City, con la ayuda de los dólares
federales, velaba por que el Departamento de Policía tuviera el armamento
necesario y más. ¿Qué importaba que la infraestructura se desmoronara?
Si el asesinato de Frank Peterson se hubiese cometido en los tiempos
en que Ralph ingresó en el cuerpo de policía, habrían tenido cuatro cajas
con pruebas de Maitland, quizá incluso seis, pero la era informática había
obrado prodigios en cuanto a compresión, y solo había dos, más la caja de
herramientas encontrada en la parte de atrás de la furgoneta. Esta contenía
el habitual surtido de llaves, martillos y destornilladores. No habían
encontrado huellas de Terry ni en ninguna de las herramientas ni en la
propia caja. Para Ralph, eso indicaba que la caja estaba ya en la furgoneta
cuando la robaron y Terry no había examinado el contenido después de
robarla para sus propios fines.
Una de las cajas de pruebas llevaba el rótulo CASA DE MAITLAND.
En la etiqueta de la segunda caja se leía FURGONETA/SUBARU. Esa era
la que interesaba a Ralph.

Después de una breve búsqueda, dio con una bolsa de pruebas que
contenía el papel que él recordaba. Era azul y más o menos triangular.
Arriba, en negrita, ponía TOMMY AND TUP. Lo que venía después de
TUP había desaparecido. En el ángulo superior se veía un pequeño dibujo
de una tarta cuya corteza humeaba. Si bien Ralph no recordaba eso en
concreto, debía de haber sido lo que lo indujo a pensar que ese papel era
parte de un menú de un restaurante de comida para llevar. ¿Qué había
dicho Jeannie en su conversación de esa madrugada? «Creo que en mi
cabeza se suceden diez pensamientos detrás de cada uno del que soy
consciente». Si eso era verdad, Ralph habría dado no poco dinero por
acceder al que acechaba detrás del tirante del sujetador amarillo. Porque lo
había, de eso estaba casi seguro.
También estaba casi seguro del motivo por el cual ese papel se hallaba
en el suelo de la furgoneta. Alguien había colocado menús bajo los
limpiaparabrisas de todos los vehículos de la zona en que estaba aparcada.
El conductor —quizá el niño que la había robado en Nueva York, quizá
quienquiera que la hubiese robado después de abandonarla el niño— había
arrancado el papel, en lugar de levantar la varilla, y esa esquina triangular
había quedado adherida al cristal. En un primer momento no se dio cuenta,
pero una vez en marcha lo vio. Sacó la mano por la ventanilla, lo retiró y,
en lugar de soltarlo al viento, lo dejó caer al suelo de la furgoneta.
Posiblemente porque no era una persona que fuera tirando basura por
naturaleza, sino solo un ladrón. O tal vez porque había un coche de policía
detrás de él, y no deseaba hacer nada, ni siquiera algo muy menor, que
atrajera su atención. Incluso cabía la posibilidad de que hubiese intentado
tirarlo por la ventanilla y un capricho del viento lo hubiera arrastrado
hasta el interior de la cabina. Ralph había investigado accidentes de tráfico
—uno de ellos especialmente horrendo— en los que había ocurrido eso al
tirar una colilla.
Sacó su cuaderno del bolsillo trasero —con o sin baja administrativa,
llevarlo encima era consustancial a él— y escribió TOMMY AND TUP en
una hoja en blanco. Volvió a dejar la caja con la etiqueta
FURGONETA/SUBARU en el estante correspondiente, salió del depósito
de pruebas (no olvidó anotar la hora de salida) y echó de nuevo la llave.

Cuando se la devolvió a Sandy, sostuvo el cuaderno abierto ante ella, que
apartó la vista de las últimas aventuras de Jennifer Aniston.
—¿Te dice algo?
—No.
Volvió a centrar la atención en su revista. Ralph se acercó a la agente
Gould, que seguía introduciendo información en la base de datos y
maldiciendo entre dientes cada vez que se equivocaba al pulsar una tecla,
lo cual, por lo visto, ocurría a menudo. Echó una ojeada al cuaderno.
—Tup, en antiguo argot británico, significa «follar», me parece…, pero
no se me ocurre nada más. ¿Es importante?
—No lo sé. Probablemente no.
—¿Por qué no lo buscas en Google?
Ralph, mientras esperaba a que su propio ordenador desfasado
arrancara, decidió echar mano de la base de datos con la que estaba
casado. Jeannie contestó al primer timbrazo, y ni siquiera tuvo que
pensarlo cuando se lo preguntó.
—Podría ser Tommy and Tuppence. Eran unos detectives encantadores
sobre los que escribía Agatha Christie cuando no escribía sobre Hércules
Poirot o Miss Marple. Si ese es el caso, seguramente encontrarás un
restaurante propiedad de un par de expatriados británicos y especializado
en cosas como repollo con papas.
—Repollo con ¿qué?
—Da igual.
—Probablemente no signifique nada —repitió él. Pero tal vez sí. Uno
perseveraba en esas gilipolleces para estar seguro, en un sentido o en otro;
perseverar en gilipolleces, con perdón de Sherlock Holmes, era en lo que
consistía la mayor parte del trabajo detectivesco.
—Siento curiosidad. Ya me contarás cuando vuelvas a casa. Ah, se nos
ha acabado el zumo de naranja.
—Pasaré por Gerald’s —dijo él, y colgó.
Entró en Google, escribió TOMMY AND TUPPENCE y añadió
RESTAURANTE. Los ordenadores del Departamento de Policía eran
viejos, pero el wifi era nuevo y rápido. Encontró lo que buscaba en cuestión de segundos. El Tommy and Tuppence Pub and Café estaba en
Northwoods Boulevard, en Dayton, Ohio.
Dayton. ¿De qué le sonaba Dayton? ¿No había salido ya antes en ese
lamentable asunto? Si era así, ¿dónde? Se retrepó en la silla y cerró los
ojos. Seguía escapándosele el vínculo que intentaba establecer inducido
por aquel tirante amarillo, pero este otro sí lo localizó. Dayton había
salido a colación durante su última conversación real con Terry Maitland.
Hablaban de la furgoneta, y Terry había dicho que no había vuelto a Nueva
York desde que fue allí de luna de miel con su mujer. El único viaje
reciente de Terry había sido a Ohio. En concreto a Dayton.
«En las vacaciones de primavera de las niñas. Quería ver a mi padre».
Y cuando Ralph preguntó si su padre vivía allí, Terry contestó: «Si puede
llamarse vivir a lo que hace ahora…».
Telefoneó a Sablo.
—Eh, Yune, soy yo.
—Hola, Ralph, ¿qué tal llevas el retiro?
—Bien. Tendrías que ver mi jardín. Ha llegado a mis oídos que van a
condecorarte por proteger el adorable cuerpo de aquella tarada, la
periodista.
—Eso dicen. Te diré una cosa: la vida ha tratado bien a este hijo de
unos pobres campesinos mexicanos.
—¿No me habías dicho que tu padre estaba al frente del concesionario
de coches más grande de Amarillo?
—Es posible, supongo. Pero, tío, si tienes que elegir entre la verdad y
la leyenda, quédate con la leyenda. Es el sabio consejo de John Ford en El
hombre que mató a Liberty Valence. ¿Qué puedo hacer por ti?
—¿Te ha hablado Samuels del niño que robó inicialmente la
furgoneta?
—Sí. Vaya historia. Se llama Merlin, ¿lo sabías? Y desde luego debe
de ser una especie de mago para haber llegado al sur de Texas.
—¿Puedes ponerte en contacto con El Paso? Ahí terminó su huida,
pero sé por Samuels que el niño abandonó la furgoneta en Ohio. Lo que
quiero saber es si fue en algún sitio cercano a una taberna y cafetería que
se llama Tommy and Tuppence, en Northwoods Boulevard, en Dayton.

—Podría intentar averiguarlo, supongo.
—Samuels me contó que ese Merlin el Mago pasó mucho tiempo en la
carretera. ¿Puedes enterarte de cuándo abandonó la furgoneta? ¿Si fue
quizá en abril?
—También eso puedo intentarlo. ¿Quieres decirme por qué?
—Terry Maitland estuvo en Dayton el pasado mes de abril. Fue a
visitar a su padre.
—¿En serio? —Ahora Yune sonó muy interesado—. ¿Solo?
—Con su familia —respondió Ralph—, y viajaron en avión tanto a la
ida como a la vuelta.
—Así que por ese lado, nada.
—Seguramente, pero, aun así, ejerce cierta peculiar fascinación en mi
conciencia.
—Eso tendrás que explicármelo, inspector, solo soy el hijo de un
campesino mexicano pobre.
Ralph suspiró.
—A ver qué puedo averiguar.
—Gracias, Yune.
En el preciso momento en que colgaba, entró el jefe Geller con una
bolsa de deporte y aspecto de recién duchado. Ralph lo saludó con la mano
y obtuvo a cambio una expresión ceñuda.
—Se supone que no debería estar aquí, inspector.
Eso resolvía sus dudas.
—Váyase a casa. Corte el césped, o lo que sea.
—Eso ya lo he hecho —contestó Ralph poniéndose en pie—. Ahora
toca la limpieza del sótano.
—Estupendo, póngase manos a la obra. —Geller se detuvo ante la
puerta de su despacho—. Y otra cosa, Ralph. Siento mucho todo esto.
Muchísimo.
No paran de repetirlo, pensó Ralph mientras salía al calor de la tarde.

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