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El domingo Howie Gold se levantó a las seis y media, pero no porque a esa
hora pudiera hacer algo o por una preferencia personal. Como les pasaba a
tantos sesentones, su próstata había ido creciendo en sintonía con su plan
de pensiones, y su vejiga parecía haberse encogido en sintonía con sus
ambiciones sexuales. En cuanto despertó, su cerebro pasó del punto
muerto a la directa, y volverse a dormir era imposible.
Dejó a Elaine sumida en lo que esperaba fueran sueños gratos, y entró
descalzo en la cocina para prepararse el café y consultar su teléfono, que
había dejado en silencio en la encimera antes de acostarse. Tenía un
mensaje de texto de Alec Pelley, enviado a las 1.12 horas.
Howie se tomó el café, y estaba dando cuenta de un tazón de cereales
con pasas cuando Elaine entró en la cocina atándose el cinturón de la bata
y bostezando.
—¿Cómo va, Alibabá?
—El tiempo dirá. Entretanto, ¿quieres unos huevos revueltos?
—Desayuno, me ofrece. —Elaine se estaba sirviendo café—. Teniendo
en cuenta que hoy no es San Valentín ni mi cumpleaños, ¿debería recelar?
—Estoy matando el tiempo. He recibido un mensaje de Alec, pero
hasta las siete no puedo llamarlo.
—¿Buenas o malas noticias?
—Ni idea. ¿Quieres unos huevos, pues?
—Sí. Dos. Fritos, no revueltos.
—Ya sabes que siempre se me rompe la yema.

—Como voy a sentarme y mirar, me abstendré de las críticas. Tostadas
de pan blanco, por favor.
Milagrosamente, solo se rompió una yema. Mientras dejaba el plato
ante Elaine, ella dijo:
—Si Terry Maitland mató a ese niño, el mundo se ha vuelto loco.
—El mundo está loco —contestó Howie—, pero no lo mató él. Tiene
una coartada tan clara como la S en el pecho de Superman.
—Entonces ¿por qué lo detuvieron?
—Porque creen tener pruebas tan claras como la S en el pecho de
Superman de que sí lo mató.
Ella reflexionó.
—¿Una fuerza imparable topa contra un objeto inamovible?
—Eso no puede ser, cariño.
Howie consultó su reloj. Faltaban cinco minutos para las siete. Casi la
hora. Llamó a Alec.
Su investigador atendió cuando el móvil sonó por tercera vez.
—Llamas antes de tiempo, y me estoy afeitando. ¿Puedes volver a
llamar dentro de cinco minutos? O sea, ¿a las siete, como propuse?
—No —contestó Howie—, pero esperaré hasta que te limpies la crema
de afeitar del lado de la cara del teléfono, ¿qué te parece eso?
—Eres un jefe implacable —dijo Alec, pero parecía de buen humor a
pesar de la hora, y a pesar de que lo hubieran interrumpido en una tarea
que la mayoría de los hombres prefieren hacer absortos en sus
pensamientos. Eso avivó las esperanzas de Howie. Tenía ya muchos
elementos sobre los que trabajar, pero cuantos más, mejor.
—¿Son buenas o malas noticias?
—Déjame un segundo, ¿quieres? Se está manchando todo el teléfono
con esta mierda.
Fueron más bien cinco, pero Alec volvió a la línea.
—La noticia es buena, jefe. Buena para nosotros y mala para el fiscal.
Muy mala.
—¿Viste las imágenes de las cámaras de seguridad? ¿Cuántas hay, y de
cuántas cámaras?
—Vi las imágenes, y hay muchas. —Alec se interrumpió, y cuando
volvió a hablar, Howie supo que sonreía; lo oyó en su voz—. Pero hay algo
mejor. Mucho mejor.

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