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—No —dijo Howie Gold—. No, no, no.
—Es por su propia protección —contestó Ralph—. Sin duda
comprenderá que…
—Lo que comprendo es que en el diario aparecerá una fotografía a
toda plana. Lo que comprendo es que todas las cadenas encabezarán sus
informativos con esa imagen: mi cliente entrando en el juzgado del
distrito con un chaleco antibalas encima del traje. En otras palabras, con
aspecto de haber sido ya declarado culpable. Con las esposas tenemos
suficiente.
En la sala de visitas de la cárcel del condado, ahora con los juguetes
guardados en sus cajas de plástico de colores y las sillas colocadas del
revés sobre las mesas, había siete hombres. Terry Maitland se hallaba de
pie, y Howie a su lado. Frente a ellos estaban el sherif del condado Dick
Doolin, Ralph Anderson y Vernon Gilstrap, ayudante del fiscal. Samuels
estaría ya en el juzgado, esperándolos. El sherif Doolin seguía
tendiéndole el chaleco antibalas, sin decir palabra. En el chaleco, en un
acusador amarillo vivo, se leían las letras DPCF, siglas del Departamento
Penitenciario del Condado de Flint. Pendían tres correas de velcro: dos
para los brazos, una para ceñir la cintura.
Junto a la puerta que daba al vestíbulo había dos funcionarios de
prisiones (si alguien los llamaba «celadores», lo corregían) con sus
robustos brazos cruzados. Uno había vigilado a Terry mientras se afeitaba
con una maquinilla desechable; el otro había registrado los bolsillos del
traje y la camisa que Marcy había llevado, sin olvidarse de palpar la
costura posterior de la corbata azul.
El ayudante del fiscal, Gilstrap, miró a Terry.
—¿Usted qué dice, amigo? ¿Está dispuesto a arriesgarse a que le
peguen un tiro? Por mí no hay inconveniente. Ahórrele al estado los gastos
de un sinfín de apelaciones hasta que le pongan la inyección.

—Eso está fuera de lugar —replicó Howie.
Gilstrap, un veterano que casi con toda seguridad optaría por la
jubilación (y una jugosa pensión) si Bill Samuels perdía las inminentes
elecciones, se limitó a esbozar una sonrisa de suficiencia.
—Eh, Mitchell —dijo Terry. El celador que había vigilado a Terry
durante el afeitado, controlando que el detenido no tratara de rajarse el
cuello con una maquinilla Bic de una sola hoja, levantó las cejas pero no
descruzó los brazos—. ¿Hace mucho calor fuera?
—Veintinueve grados cuando he llegado —contestó Mitchell—. Subirá
a cerca de treinta y ocho al mediodía, según han dicho en la radio.
—Nada de chaleco —dijo Terry al sherif , y desplegó una sonrisa que
le confirió un aspecto muy juvenil—. No quiero presentarme ante el juez
Horton con la camisa manchada de sudor. Entrené a su nieto en la liga
infantil.
Gilstrap, aparentemente aturdido al oír eso, sacó un cuaderno del
bolsillo interior de su chaqueta de cuadros y anotó algo.
—En marcha —instó Howie. Cogió a Terry del brazo.
Entonces sonó el teléfono móvil de Ralph. Lo soltó del lado izquierdo
del cinturón (en el derecho llevaba su arma reglamentaria enfundada) y
miró la pantalla.
—Un momento, un momento, tengo que contestar.
—Vamos, por favor —protestó Howie—. ¿Esto qué es? ¿Una
comparecencia o un número de circo?
Ralph, sin prestarle atención, fue al rincón más alejado de la sala,
donde había máquinas expendedoras de tentempiés y refrescos. Se detuvo
bajo un cartel en el que ponía DE USO EXCLUSIVO PARA LAS
VISITAS, habló brevemente, escuchó. Puso fin a la llamada y regresó
junto a los demás.
—Vale. Vamos.
El agente Mitchell se había interpuesto entre Howie y Terry el tiempo
suficiente para colocarle a Terry las esposas.
—¿Demasiado apretadas? —preguntó.
Terry negó con la cabeza.
—Pues vamos.

Howie se quitó la chaqueta y cubrió las esposas con ella. Gilstrap,
pavoneándose como una majorette, encabezó la marcha, seguido por los
dos agentes que custodiaban a Terry.
Howie se situó junto a Ralph.
—Esto es una cagada monumental —dijo en voz baja. Y como Ralph
no contestó, añadió—: Vale, de acuerdo, ciérrese en banda si quiere, pero
entre este momento y el jurado de acusación tenemos que sentarnos a
hablar…, usted, Samuels y yo. Pelley también, si no tienen inconveniente.
Las circunstancias del caso no van a salir a la luz hoy, pero saldrán a la
luz, y entonces no tendrán que preocuparse solo por la cobertura mediática
a nivel estatal o regional. La CNN, la Fox, la MSNBC, los blogs de
internet…, todos estarán aquí saboreando el extraño espectáculo. Será OJ
se encuentra con El exorcista.
Sí, y Ralph intuía que Howie haría todo lo posible para que así fuese.
Si lograba concitar la atención de los periodistas en la aparente ubicuidad
de ese hombre, evitaría que la centraran en el niño que había sido violado
y asesinado, y quizá parcialmente devorado.
—Sé qué está pensando, pero el enemigo aquí no soy yo, Ralph. A
menos que a usted se la traiga floja todo excepto conseguir que Terry sea
condenado, claro, y eso no lo creo. Eso es propio de Samuels, no de usted.
¿No quiere saber qué ha ocurrido?
Ralph no contestó.
Marcy Maitland esperaba en el vestíbulo; parecía muy pequeña entre
la enormemente embarazada Betsy Riggins y Yune Sablo, de la Policía del
Estado. Cuando vio a su marido, dio un paso al frente y Riggins intentó
retenerla, pero Marcy se zafó con facilidad. Sablo observó inmóvil. A
Marcy solo le dio tiempo de mirar a su marido a la cara y darle un beso en
la mejilla antes de que el agente Mitchell la sujetara por los hombros y la
apartara suavemente pero con firmeza en dirección al sherif , que sostenía
aún el chaleco antibalas, como si no supiera qué hacer con él ahora que lo
habían rechazado.
—Por favor, señora Maitland —dijo Mitchell—. Eso no está
permitido.

—¡Te quiero, Terry! —gritó Marcy mientras los agentes lo conducían
hacia la puerta—. Y las niñas te mandan besos.
—Y yo os mando besos a las tres por duplicado —contestó Terry—.
Diles que todo irá bien.
De pronto estaba en la calle, bajo el intenso sol de la mañana,
asaeteado por infinidad de preguntas arrojadas todas al mismo tiempo. A
Ralph, todavía en el vestíbulo, ese barullo de voces le sonó más a
improperios que a interrogatorio.
Debía reconocer a Howie el mérito de la persistencia. No se había
rendido.
—Usted es de los buenos. Nunca ha aceptado un soborno, nunca ha
escondido pruebas, siempre ha seguido por el camino recto.
Me parece que anoche estuve cerca de esconder una prueba, pensó
Ralph. Me parece que faltó poco. Si Sablo no hubiese estado presente, si
hubiésemos estado Samuels y yo solos…
La expresión de Howie era casi de súplica.
—Nunca se había enfrentado a un caso como este. Ni usted ni ninguno
de nosotros. Y ahora ya no se trata solo del niño. Su madre también ha
muerto.
Ralph, que esa mañana no había encendido el televisor, se detuvo y se
lo quedó mirando.
—¿Cómo dice?
Howie asintió.
—Ayer. De un infarto. Eso la convierte en la segunda víctima. Venga,
no me diga que no quiere saberlo, que no quiere aclarar este asunto.
Ralph no pudo seguir conteniéndose.
—Ya lo sé. Y como lo sé, voy a darle una información gratis, Howie.
Esa llamada que acabo de recibir era del doctor Bogan, del departamento
de Patología y Serología del Hospital General. Aún no dispone de todo el
ADN, tardarán dos semanas como mínimo, pero han analizado la muestra
de semen obtenida en las piernas del niño. Se corresponde con las
muestras de la mejilla que tomamos el sábado por la noche. Su cliente
mató a Frank Peterson, y lo sodomizó, y le arrancó pedazos de carne. Y
todo eso lo excitó tanto que se corrió encima del cadáver.

Se alejó rápidamente, y por un momento Howie Gold fue incapaz de
moverse o hablar. Mejor así, porque la paradoja central persistía. El ADN
no mentía. Pero los colegas de Terry tampoco; Ralph estaba seguro de eso.
A lo cual debían añadirse las huellas en el libro del quiosco y el vídeo de
Canal 81.

Ralph Anderson era un hombre dividido, y esa doble visión lo estaba
volviendo loco.

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