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Ralph recibió un mensaje de texto cuando se dirigía hacia la cárcel del
condado. Era de Kinderman, del departamento de Informática Forense de
la Policía del Estado. Ralph se detuvo en el acto y devolvió la llamada.
Kinderman contestó al primer timbrazo.
—¿Es que ustedes no descansan el domingo por la noche? —preguntó
Ralph.
—Qué quiere que le diga, somos raros. —De fondo, Ralph oyó el
barullo de un grupo de heavy metal—. Además, siempre he pensado que
las buenas noticias pueden esperar, pero las malas hay que darlas
enseguida. No hemos acabado de examinar los discos duros de Maitland
en busca de archivos ocultos, y algunos pederastas son muy hábiles al
respecto, pero aparentemente está limpio. Ni porno infantil ni porno de
ningún tipo. Ni en el ordenador ni en el portátil ni en el iPad ni en el
teléfono. La decencia personificada.
—¿Y su historial de navegación?
—Hay muchos sitios, pero todos previsibles: webs de compras como
Amazon, blogs de noticias como el Huffington Post, media docena de
páginas de deportes. Sigue los resultados de las grandes ligas y, según
parece, es hincha de los Bay Rays de Tampa. Eso por sí solo indica que le
falla algo en la cabeza. Ve Ozark en Netflix, y The Americans en iTunes.
Esa a mí también me gusta.
—Siga buscando.
—Para eso me pagan.

Ralph aparcó en una plaza SOLO VEHÍCULOS OFICIALES detrás de
la cárcel del condado, sacó de la guantera su tarjeta de policía de servicio
y la dejó en el salpicadero. Lo esperaba un funcionario de prisiones —L.
KEENE, según su placa identificativa—, que lo acompañó a una de las
salas de interrogatorios.
—Esto va contra las normas, inspector. Son casi las diez.
—Sé qué hora es, y no estoy aquí con fines recreativos.
—¿Sabe el fiscal que ha venido?
—Eso está por encima de su rango, funcionario Keene.
Ralph se sentó a un lado de la mesa y esperó a ver si Terry se dignaba
aparecer. No había porno ni en sus ordenadores ni en la casa, al menos
hasta el momento no lo habían encontrado. Pero, como Kinderman había
señalado, los pederastas podían ser muy hábiles.
Aunque, ¿había sido muy hábil al mostrar su cara? ¿O al dejar
huellas?
Sabía qué diría Samuels: Terry se hallaba en un estado de desenfreno.
Antes (era como si hubiera pasado una eternidad) a Ralph le parecía que
tenía sentido.
Keene hizo pasar a Terry. Vestía el uniforme marrón carcelario y unas
chanclas de plástico baratas. Llevaba las manos esposadas delante.
—Quítele las esposas, funcionario.
Keene negó con la cabeza.
—Protocolo.
—Yo asumo la responsabilidad.
Keene esbozó una sonrisa desabrida.
—No, inspector, no la asume. Este es mi territorio, y si él decide saltar
por encima de la mesa y estrangularlo, la culpa será mía. Pero le propongo
una cosa: no lo sujetaré al anclaje de la mesa. ¿Qué le parece?
Terry sonrió al oírlo, como diciendo: «Ya ves lo que tengo que
aguantar».
Ralph suspiró.
—Puede dejarnos, funcionario Keene. Y gracias.
Keene se marchó, pero se quedaría mirando a través del espejo
unidireccional. Y probablemente escuchando. Samuels se enteraría; era inevitable.
Ralph miró a Terry.
—No te quedes ahí parado. Siéntate, por Dios.
Terry se sentó y entrelazó las manos sobre la mesa. La cadena de las
esposas tintineó.
—A Howie Gold no le parecería bien que me reuniera contigo. —
Seguía sonriendo.
—A Samuels tampoco, así que estamos empatados.
—¿Qué quieres?
—Respuestas. Si eres inocente, ¿cómo es que te han identificado cinco
o seis testigos? ¿Por qué están tus huellas en la rama utilizada para
sodomizar a ese niño y por toda la furgoneta usada para el secuestro?
Terry movió la cabeza en un gesto de negación. La sonrisa se había
desvanecido.
—Yo estoy tan desconcertado como tú. Solo doy gracias a Dios, a su
único Hijo y a todos los santos por poder demostrar que estuve en Cap
City. ¿Y si no pudiera, Ralph? Creo que los dos lo sabemos. Antes del
verano estaría en la casa de la muerte de McAlester, y dos años después
me pondrían la inyección. Puede que antes, porque los tribunales están
manipulados y tu amigo Samuels pasaría por encima de mis apelaciones
como un buldócer sobre el castillo de arena de un niño.
Lo primero que acudió a los labios de Ralph fue: «No es mi amigo».
Pero dijo:
—La furgoneta me interesa. La que tiene matrícula de Nueva York.
—Con eso no puedo ayudarte. La última vez que estuve en Nueva York
fue en mi luna de miel, y de eso hace dieciséis años.
Esta vez fue Ralph quien sonrió.
—No lo sabía, pero sí sabía que no habías estado allí recientemente.
Hemos comprobado tus movimientos de los últimos seis meses. Nada
aparte de un viaje a Ohio en abril.
—Sí, a Dayton. En las vacaciones de primavera de las niñas. Quería
ver a mi padre, y ellas querían ir. Marcy también.
—¿Tu padre vive en Dayton?
—Si puede llamarse vivir a lo que hace ahora… Es una larga historia y
no tiene nada que ver con esto. No hay por medio siniestras furgonetas
blancas, ni siquiera el coche de la familia. Fuimos en avión; volamos con
Southwest. Me da igual cuántas huellas digitales encontrasteis en la
furgoneta que ese tipo utilizó para secuestrar a Frank Peterson; yo no la
robé. Nunca la he visto. No espero que me creas, pero es la verdad.
—Nadie piensa que robaras la furgoneta en Nueva York —dijo Ralph
—. La teoría de Bill Samuels es que el ladrón la abandonó en algún sitio
por estos alrededores, con la llave todavía en el contacto. Tú la volviste a
robar y la escondiste en algún sitio hasta estar preparado para… hacer lo
que hiciste.
—Muchas precauciones para un hombre que actuó a cara descubierta.
—Samuels dirá al jurado que entraste en un estado de desenfreno
homicida. Y se lo creerán.
—¿Seguirán creyéndoselo después de oír los testimonios de Ev, Billy y
Debbie? ¿Y después de que Howie enseñe al jurado esa grabación de la
conferencia de Coben?
Ralph no quería entrar en eso. Al menos todavía.
—¿Conocías a Frank Peterson?
Terry soltó una carcajada.
—Esa es una de las preguntas que Howie no querría que contestase.
—¿Eso significa que no vas a contestarla?
—Pues sí, la voy a contestar. Lo conocía de vista, conozco a la mayoría
de los niños del Lado Oeste, pero no lo conocía, no sé si me entiendes. Él
estaba aún en primaria y no practicaba ningún deporte. Aunque ese pelo
rojo llamaba la atención. Como un stop. El suyo y el de su hermano. Tuve
a Ollie en la liga infantil, pero no saltó a la liga interurbana cuando
cumplió los trece. No era malo en el campo exterior, y bateaba
aceptablemente, pero perdió el interés. A algunos les pasa.
—¿No tenías el ojo puesto en Frankie, pues?
—No, Ralph. No siento atracción sexual por los niños.
—¿No lo viste casualmente empujar su bicicleta por el aparcamiento
de la tienda de delicatessen Gerald’s y dijiste: «Ajá, esta es la mía»?
Terry lo miró con un mudo desdén que a Ralph no le fue fácil soportar.
Pero no bajó la vista. Al cabo de un momento Terry suspiró, levantó las
manos esposadas en dirección al espejo unidireccional y anunció:
—Ya hemos terminado.
—No del todo —dijo Ralph—. Necesito que contestes a una pregunta
más y quiero que me mires a los ojos al responder. ¿Mataste a Frank
Peterson?
La mirada de Terry no vaciló.
—No.
El funcionario Keene se llevó a Terry. Ralph se quedó allí sentado,
esperando a que Keene regresara y lo guiara a través de las tres puertas
cerradas que separaban esa sala de interrogatorios del aire libre. Ya tenía
la respuesta a la pregunta que Jeannie le había pedido que hiciera, y esa
respuesta, expresada sin el menor titubeo y mirándolo a los ojos, había
sido: «No».

Ralph quería creerlo.
Y no podía.

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