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Declaración de la señora Arlene Stanhope [12 de julio, 13 h,
interrogatorio a cargo del inspector Ralph Anderson]


Stanhope: ¿Nos llevará mucho tiempo, inspector?
Inspector Anderson: No, qué va. Solo tiene que contarme
qué vio la tarde del martes 10 de julio y habremos terminado.
Stanhope: De acuerdo. Yo salía de Gerald’s, la tienda de
delicatessen. Los martes siempre hago la compra allí. En
Gerald’s todo está más caro, pero no voy al Kroger desde que
dejé de conducir. Renuncié al carnet al año de morir mi
marido porque ya no me fiaba de mis reflejos. Tuve un par
de accidentes. Solo toquecitos, no se piense, pero me bastó
con eso. Gerald’s está a solo dos manzanas del piso donde
vivo desde que vendí la casa, y el médico dice que me
conviene caminar. Es bueno para el corazón, ya sabe. Salía
yo con mis tres bolsas en el carrito, tres bolsas es lo máximo
que puedo permitirme, los precios están por las nubes, sobre
todo los de la carne, no sé cuánto hace que no como
beicon…, y vi a ese niño, el hijo de los Peterson.
Inspector Anderson: ¿Está segura de que ese niño era
Frank Peterson?
Stanhope: Oh, sí, era Frank. Pobrecillo, siento muchísimo
lo que le pasó, pero ahora está en el cielo y su sufrimiento ha
terminado. Ese es el consuelo. Los Peterson tienen dos hijos,
ya sabe, los dos pelirrojos, de ese rojo zanahoria tan horrible,
pero el mayor…, Oliver creo que se llama, tiene al menos
cinco años más. Antes repartía el periódico que leíamos en
casa. Frank tenía una bicicleta, una de esas con el manillar
alto y el sillín estrecho…
Inspector Anderson: Sillín banana, así se llama.
Stanhope: Eso no lo sé, pero sí sé que era de color verde
lima, un color espantoso, la verdad, y llevaba un adhesivo en
el asiento. Ponía Instituto de Flint City. Aunque él no llegó a
ir al instituto, ¿no? Pobrecillo, pobrecillo.
Inspector Anderson: Señora Stanhope, ¿quiere descansar
un poco?
Stanhope: No, quiero terminar. Tengo que ir a casa a dar
de comer a la gata. Siempre le doy de comer a las cuatro,
estará hambrienta. Y preguntándose dónde me he metido.
Pero si pudiera darme un clínex… Seguro que estoy que doy
pena. Gracias.
Inspector Anderson: ¿Vio el adhesivo del sillín de la
bicicleta de Frank Peterson porque…?
Stanhope: Ah, porque no iba montado. Cruzaba a pie el
aparcamiento de Gerald’s. La cadena estaba rota y arrastraba
por el suelo.
Inspector Anderson: ¿Se fijó en cómo iba vestido?
Stanhope: Llevaba una camiseta de algún grupo de rock.
No sé del tema, así que no puedo decirle cuál era. Si es un
detalle importante, lo siento. Y una gorra de los Rangers
echada hacia atrás, con lo que se le veía todo ese pelo rojo.
Los pelirrojos suelen quedarse calvos muy pronto. Él ya no
tendrá que preocuparse por eso… Ay, qué triste. El caso es
que al otro lado del aparcamiento había una furgoneta
blanca, sucia, y un hombre salió y se acercó a Frank. Era…
Inspector Anderson: Ya llegaremos a eso, pero antes
hábleme de la furgoneta. ¿Era de esas sin ventanas?
Stanhope: Sí.
Inspector Anderson: ¿Sin nada escrito? ¿Sin el nombre de
una empresa o algo por el estilo?
Stanhope: Por lo que yo vi, no.
Inspector Anderson: Vale, hablemos del hombre a quien
vio. ¿Lo reconoció, señora Stanhope?
Inspector Anderson: Sí, y ha sido usted de gran ayuda.
Me parece que antes de empezar a grabar ha dicho usted que
eso ocurrió alrededor de las tres, ¿es así?
Stanhope: A las tres en punto. Oí las campanadas del
reloj del ayuntamiento justo cuando salía con mi carrito.
Inspector Anderson: El niño al que vio, el pelirrojo, era
Frank Peterson.
Stanhope: Sí. Los Peterson viven a la vuelta de la
esquina. Antes Ollie repartía el periódico. Veo a esos chicos
a todas horas.
Inspector Anderson: Y el hombre, el que metió la
bicicleta en la parte de atrás de la furgoneta blanca y se fue
con Frank Peterson, era Terence Maitland, también conocido
como Entrenador Terry o Entrenador T.
Stanhope: Sí.
Inspector Anderson: Está segura de eso.
Stanhope: Sí, claro que sí.
Inspector Anderson: Gracias, señora Stanhope.
Stanhope: ¿Quién iba a imaginar que Terry haría una cosa
así? ¿Cree que ha habido otros?
Inspector Anderson: Seguramente lo averiguaremos en el
transcurso de la investigación.


5


Como todos los partidos de la liga interurbana se jugaban en el estadio
Estelle Barga —el mejor campo de béisbol del condado y el único con luz
para los encuentros nocturnos—, se decidía a quién correspondía la
ventaja de equipo local mediante el lanzamiento de una moneda. Terry
Maitland había elegido cruz, como de costumbre —era una superstición
heredada de su propio entrenador en la liga interurbana, hacía ya tiempo
—, y salió cruz. «Me da igual jugar en un sitio o en otro, lo que yo quiero
es estar al bate en las segundas mitades», decía siempre a sus chicos.
Y esa noche iba a necesitarlo. Era la segunda mitad de la novena
entrada, y los Bears iban una carrera por delante en esa semifinal de la
liga. A los Golden Dragons les quedaba ya un solo turno al bate, pero
tenían todas las bases cargadas. Una base por bolas, un lanzamiento
descontrolado, un error o un sencillo sin salir la pelota del cuadro
representaría el empate; un tiro al hueco les valdría la victoria. El público
batía palmas, pateaba en las gradas metálicas y jaleaba cuando el pequeño
Trevor Michaels entró en la caja del bateador zurdo. Llevaba puesto el
casco más pequeño que habían encontrado, pero aun así le tapaba los ojos
y tenía que echárselo hacia atrás una y otra vez. Blandió el bate con
vaivenes nerviosos.
Terry se había planteado sustituirlo, pero el chico, con poco más de un
metro y medio de estatura, conseguía muchas bases por bolas. Y si bien no
era bateador de jonrones, a veces era capaz de darle a la pelota. No muy a
menudo, pero sí a veces. Si Terry lo cambiaba, el pobre tendría que vivir
con esa humillación durante todo el curso siguiente en secundaria. Si, por
el contrario, lograba un sencillo, hablaría de ello el resto de su vida, en los
bares ante unas cervezas y en las barbacoas. Terry lo sabía. También él
había pasado por eso hacía mucho, en un tiempo lejano en que aún no se
jugaba con bates de aluminio.
El pícher de los Bears —el cerrador, un verdadero maestro de la bola
rápida— ejecutó sus movimientos previos y lanzó la pelota por el eje
central del plato. Trevor la vio pasar con cara de consternación. El árbitro
concedió el primer strike. El público gimió.
Gavin Frick, el segundo de Terry, iba de aquí para allá por delante de
los chicos sentados en el banquillo, con el cuaderno de puntuaciones
enrollado en una mano (¿cuántas veces le había pedido Terry que no
hiciera eso?) y la camiseta de los Golden Dragons, talla XXL, tirante en
torno a la barriga, que al menos era XXXL.
—Espero que no haya sido un error dejar batear a Trevor, Ter —dijo.
El sudor le empapaba las mejillas—. Parece muerto de miedo, y creo que
no devolvería una bola rápida de ese chico ni con una raqueta de tenis.

—Ya veremos —contestó Terry—. Tengo buenos presentimientos. —
No los tenía, en realidad no.
El pícher de los Bears realizó sus movimientos y lanzó otro trallazo,
pero este dio en la tierra frente al plato. El público se puso en pie cuando
Baibir Patel, el corredor de los Dragons situado en la tercera base, dio
unos pasos a lo largo de la línea. Todos volvieron a sentarse con un gemido
cuando la bola rebotó y fue a parar al guante del cácher. El cácher de los
Bears se volvió hacia la tercera, y Terry interpretó su expresión aun a
través de la careta: Vamos, muchacho, inténtalo. Baibir se abstuvo.
El siguiente lanzamiento fue muy abierto, pero Trevor trató de pegarle
y marró el golpe.
—¡Elimínalo por strikes, Fritz! —animó un vozarrón desde lo alto de
las gradas, casi con toda seguridad el padre de aquel maestro de la bola
rápida, a juzgar por lo rápido que el chico volvió la cabeza en esa
dirección—. ¡Elimínalo por striiikes!
En el siguiente lanzamiento, muy ajustado —demasiado ajustado para
devolverla, de hecho—, Trevor la dejó pasar, pero el árbitro cantó «bola
mala» y esta vez fueron los seguidores de los Bears los que gimieron.
Alguien sugirió que el árbitro necesitaba graduarse las gafas. Otro hincha
dijo algo sobre un perro guía.
Iban dos a dos, y Terry tenía la sensación de que la temporada de los
Dragons dependía del siguiente lanzamiento. O jugarían contra los
Panthers por el campeonato interurbano, y pasarían a competir en la liga
estatal —partidos que incluso se televisaban—, o se marcharían a casa y
se reunirían solo una vez más, con motivo de la barbacoa que
tradicionalmente ponía fin a la temporada en el jardín de los Maitland.
Se volvió para mirar a Marcy y las niñas, sentadas, como siempre, en
unas sillas plegables detrás de la tela metálica protectora de la zona de
bateo. Sus hijas flanqueaban a su mujer como preciosos sujetalibros. Las
tres alzaron los dedos cruzados en su dirección. Terry respondió con un
guiño y una sonrisa y levantó los dos pulgares, aunque todavía no se sentía
bien. Y no solo por el partido. Hacía tiempo que no se sentía bien. No del
todo.

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