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Marcy se sometió a un rápido cacheo a cargo de una funcionaria de ojos
soñolientos, quien le indicó que vaciara el bolso en una bandeja de plástico
y pasara por el detector de metales. La funcionaria se quedó sus carnets de
conducir, los metió en una bolsita y la clavó a un tablón de anuncios junto
con muchas otras.
—También el traje y los zapatos, señora.
Marcy se los entregó.
—Quiero verlo con ese traje y bien atildado cuando venga a buscarlo
mañana por la mañana —dijo Howie, y atravesó el detector de metales,
que sonó.
—Se lo diremos a su mayordomo —repuso otro funcionario más allá
del detector—. Ahora saque lo que lleva en los bolsillos y vuelva a
intentarlo.
La causa del pitido resultó ser su llavero. Howie se lo entregó a la
funcionaria y cruzó el detector por segunda vez.
—He estado aquí como cinco mil veces y siempre me olvido de las
llaves —dijo a Marcy—. Debe de ser por algún conflicto freudiano.
Ella esbozó una sonrisa nerviosa y no contestó. Tenía la garganta seca
y pensó que cualquier cosa que dijera sonaría a graznido.
Otro funcionario los guio a través de una puerta, y luego otra. Marcy
oyó risas de niños y el murmullo de una conversación entre adultos.
Atravesaron una sala de visitas con moqueta marrón. Había niños jugando.
Los reclusos, con uniforme marrón, hablaban con sus mujeres, novias,
madres. Un hombre corpulento con una mancha de nacimiento morada en
un lado de la cara y un corte a medio cicatrizar en el otro ayudaba a su hija
pequeña a redistribuir los muebles de una casa de muñecas.
Esto es una pesadilla, pensó Marcy. Una pesadilla increíblemente
vívida. Cuando me despierte, Terry estará a mi lado y le diré que he
soñado que lo habían detenido por asesinato. Nos reiremos.
Un recluso la señaló sin el menor disimulo. La mujer que se hallaba a
su lado miró con los ojos muy abiertos y luego susurró algo a otra mujer.

El funcionario que los acompañaba tuvo algún problema con la tarjeta que
abría la puerta del extremo opuesto de la sala de visitas, y Marcy no habría
jurado que no perdía el tiempo adrede. Antes de que se oyera el chasquido
del cerrojo y el funcionario los hiciera pasar, dio la impresión de que todos
los miraban. Incluso los niños.
Al otro lado de la puerta, siguieron por un pasillo en el que se sucedían
pequeñas salas divididas por lo que parecía un cristal traslúcido. Terry
esperaba sentado en una de ellas. Al verlo, perdido dentro de un uniforme
marrón que le quedaba muy grande, Marcy se echó a llorar. Entró en su
lado del habitáculo y contempló a su marido a través de lo que no era
cristal sino una gruesa mampara de plexiglás. Levantó una mano, con los
dedos extendidos, y él apoyó la suya al otro lado. En la mampara había
unos agujeritos formando un círculo, como en los auriculares de los
teléfonos antiguos, a través de los cuales se podía hablar.
—Deja de llorar, cariño. Si no, empezaré a llorar yo también. Y
siéntate.
Ella se sentó, y Howie se apretujó en la banqueta a su lado.
—¿Cómo están las niñas?
—Bien. Preocupadas por ti, pero hoy mejor. Tenemos muy buenas
noticias. Cariño, ¿sabías que el canal de acceso público grabó la
conferencia del señor Coben?
Terry se quedó boquiabierto y luego se echó a reír.
—Ahora que lo dices, me parece que la mujer que lo presentó comentó
algo de eso, pero soltó tal rollo que la mayor parte del tiempo desconecté.
Dios bendito.
—Sí, verdaderamente parece obra de Dios —intervino Howie,
sonriente.
Terry se inclinó casi hasta tocar la mampara con la frente. Le brillaban
los ojos y tenía una mirada intensa.
—Marcy…, Howie…, al final, cuando cedieron la palabra al público,
le hice una pregunta a Coben. Sé que es un tiro al aire, pero tal vez quedó
recogida en el audio. Si es así, quizá pueda utilizarse algún método de
reconocimiento de voz, o algo por el estilo, y correlacionar las voces.

Marcy y Howie se miraron y se echaron a reír. Era un sonido poco
corriente en la zona de visita de un módulo de máxima seguridad, y el
celador situado al fondo del corto pasillo alzó la mirada con expresión
ceñuda.
—¿Qué? ¿Qué he dicho?
—Terry, sales en el vídeo haciendo tu pregunta —contestó Marcy—.
¿Lo entiendes? Sales en el vídeo.
Por un instante Terry pareció no comprender. Hasta que de repente alzó
los puños y los agitó junto a las sienes, gesto triunfal que ella le había
visto a menudo cuando uno de sus equipos anotaba o realizaba una buena
jugada defensiva. Sin pensarlo, levantó también ella las manos y lo imitó.
—¿Estás segura? ¿Totalmente? Parece demasiado bueno para ser
verdad.
—Es verdad —confirmó Howie con una sonrisa—. En realidad, en el
vídeo se te ve cinco o seis veces, cuando la toma se desplaza de Coben al
público para mostrar las risas o los aplausos. La pregunta que hiciste es
solo la guinda del pastel, la nata en lo alto del banana split.
—Entonces, caso cerrado, ¿no? ¿Mañana quedaré en libertad?
—No nos adelantemos a los acontecimientos. —La sonrisa de Howie
dio paso a una mueca un tanto lúgubre—. Mañana es la comparecencia, y
disponen de un montón de pruebas forenses de las que están muy
orgullosos…
—¿Cómo es posible? —prorrumpió Marcy—. ¿Cómo es posible si
obviamente Terry estaba allí? ¡Esa cinta lo demuestra!
Howie alzó la mano en un gesto de stop.
—Nos preocuparemos por las pruebas contradictorias más adelante,
aunque puedo deciros ya que las nuestras superan a las suyas. Las superan
de calle. Pero se ha puesto en marcha cierta maquinaria…
—La máquina —dijo Marcy—. Sí. Conocemos esa máquina, ¿verdad,
Ter?
Él asintió.
—Es como si hubiera entrado en una novela de Kafka, o en 1984, y os
hubiera arrastrado a ti y a las niñas.

—Alto ahí, alto ahí —terció Howie—. Tú no has arrastrado a nadie;
han sido ellos. Esto va a resolverse, chicos. Os lo promete el tío Howie, y
el tío Howie siempre cumple sus promesas. Terry, mañana comparecerás a
las nueve ante el juez Horton. Asistirás hecho un figurín con el bonito traje
que te ha traído tu mujer y que ahora cuelga en el depósito de pertenencias
de los reclusos. Tengo previsto reunirme con Bill Samuels para hablar de
la fianza… esta noche si él accede, mañana por la mañana si no. No le
gustará, insistirá en el arresto domiciliario, pero lo conseguiremos porque
para entonces algún periodista habrá descubierto esa cinta de Canal 81 y
las lagunas de la acusación serán vox populi. Imagino que tendrás que
dejar la casa a modo de fianza, pero eso no debería implicar un gran
riesgo, a menos que tengas intención de cortar la tobillera electrónica y
echarte al monte.
—No pienso irme a ningún sitio —dijo Terry, muy serio. Se había
sonrojado—. ¿Qué dijo aquel general en la Guerra de Secesión? «Estoy
decidido a proseguir la lucha en este frente aunque me lleve todo el
verano».
—Muy bien, ¿y cuál es la próxima batalla? —preguntó Marcy.
—Diré al fiscal que no sería buena idea presentar una acusación ante el
jurado. Y ese argumento se impondrá. Entonces saldrás en libertad.
Pero ¿será así?, se preguntó Marcy. ¿Saldrá? ¿Cuando afirmen que
tienen sus huellas y que hay testigos que lo vieron raptar a ese niño y más
tarde salir del Figgis Park manchado de sangre? ¿Volveremos a ser libres
mientras el verdadero asesino siga suelto?
—Marcy. —Terry le sonreía—. Tranquila. Ya sabes lo que digo a los
chicos: vayamos base por base.
—Quiero preguntarte una cosa —dijo Howie—. Es solo un tiro al aire.
—Pregunta.
—Sostienen que cuentan con toda clase de pruebas forenses, aunque
aún falta el ADN…
—Ahí no puede haber correlación —aseguró Terry—. Imposible.
—Eso mismo habría dicho yo sobre las huellas —repuso Howie.
—Quizá alguien le tendió una trampa —prorrumpió Marcy—. Ya sé
que suena a paranoia, pero… —Se encogió de hombros.

—Pero ¿por qué? —preguntó Howie con delicadeza—. Esa es la
cuestión. ¿Sabéis de alguien capaz de llegar a semejantes límites con esa
intención?
Los Maitland reflexionaron, uno a cada lado del plexiglás rayado, y
finalmente negaron con la cabeza.
—Yo tampoco —dijo Howie—. La vida rara vez imita las novelas de
Robert Ludlum. Aun así, tienen pruebas suficientes para haber practicado
una detención precipitada que ahora sin duda lamentan. Mi miedo es que,
aun cuando yo pueda sacarte de la máquina, la sombra de la máquina
permanezca.
—Me he pasado casi toda la noche pensando en eso —admitió Terry.
—Yo sigo —dijo Marcy.
Howie se inclinó hacia delante con las manos entrelazadas.
—Nos sería útil disponer de alguna prueba física a la altura de las que
tienen ellos. La cinta de Canal 81 está bien, y si añadimos a tus colegas, es
muy probable que no necesitemos nada más, pero soy muy codicioso.
Quiero más.
—¿Pruebas físicas de uno de los hoteles más frecuentados de Cap City
y pasados cuatro días? —preguntó Marcy; ignoraba que estaba haciéndose
eco de las palabras de Bill Samuels no mucho antes—. Parece imposible.
Terry, con las cejas juntas, miraba al vacío.
—No completamente imposible.
—¿Terry? —dijo Howie—. ¿En qué estás pensando?
Terry miró alrededor y sonrió.
—Puede que haya algo. Puede que sí.

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