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La baliza estroboscópica a pilas que Alec Pelley llevaba en la consola
central de su Explorer se hallaba en una especie de zona gris. En rigor, tal
vez ya no fuera legal, puesto que Pelley se había retirado de la Policía del
Estado, pero, por otro lado, siendo como era un miembro respetable de la
reserva de la policía de Cap City, quizá sí lo fuera. En cualquier caso, esa
vez parecía justificado colocarla en el salpicadero y encenderla. Con su
ayuda, recorrió la distancia entre Cap y Flint en tiempo récord y llamó a la
puerta del número 17 de Barnum Court a las nueve y cuarto. Allí no había
periodistas, pero calle arriba vio el resplandor áspero de los focos de la
televisión frente a la que supuso era la casa de los Maitland. No todos los
moscardones se habían dejado atraer por la carne fresca de la rueda de
prensa improvisada de Howie. Aunque él ya lo presuponía.
Abrió la puerta un retaco de cabello rojizo; fruncía el entrecejo y
apretaba tanto los labios que casi parecía no tener boca. Preparado para
emprenderla con él y mandarlo al diablo. La mujer que tenía detrás era una
rubia de ojos verdes ocho centímetros más alta que su marido y mucho
más guapa, incluso sin maquillaje y con los ojos hinchados. En ese
momento no lloraba, pero dentro, en algún lugar de la casa, sí se oía un
llanto. Infantil. Alguna de las hijas de Maitland, supuso Alec.
—¿Señores Mattingly? Soy Alec Pelley. ¿Los ha avisado Howie Gold?
—Sí —contestó la mujer—. Pase, señor Pelley.
Alec hizo ademán de entrar. Mattingly, veinte centímetros más bajo
pero imperturbable, se interpuso en su camino.
—¿Puede antes identificarse, por favor?
—Por supuesto.
Alec podría haberles enseñado el carnet de conducir, pero optó por su
documentación de policía en la reserva. No hacía ninguna falta que
supieran que por entonces sus obligaciones se reducían a algo así como
obras benéficas, normalmente en el papel de guardia de seguridad con pretensiones en conciertos de rock, rodeos, veladas de lucha libre
profesional, y las tres carreras anuales del Monster Truck Jam que se
celebraban en el Coliseum. También trabajaba en la zona comercial de Cap
City provisto de una tiza cuando alguno de los agentes de tráfico
responsables del control de los parquímetros se ponía enfermo. Esa era
una experiencia humillante para un hombre que había estado al frente de
una brigada integrada por cuatro inspectores de la Policía del Estado, pero
a Alec le traía sin cuidado; le gustaba estar al aire libre, bajo el sol.
Además, era una especie de estudioso de la Biblia, y en Santiago 4,
versículo 6 se proclama: «Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los
humildes».
—Gracias —dijo el señor Mattingly, quien simultáneamente se apartó
a un lado y le tendió la mano—. Tom Mattingly.
Alec se la estrechó, preparado para un fuerte apretón. No se llevó una
decepción.
—Por lo general no soy una persona desconfiada. Este es un buen
barrio, muy tranquilo. Pero le he dicho a Jamie que debemos andarnos con
muchísimo cuidado mientras tengamos a Sarah y Grace bajo este techo. Ya
hay mucha gente indignada con el Entrenador T, y créame, es solo el
principio. En cuanto corra la voz, la cosa será mucho peor. Me alegro de
que nos libre de ellas.
Jamie Mattingly le lanzó una mirada de reproche.
—Al margen de lo que su padre haya hecho, si es que ha hecho algo,
ellas no tienen la culpa de nada. —Dirigiéndose a Alec, añadió—: Están
desoladas, sobre todo Gracie. Han visto cómo se llevaban a su padre
esposado.
—Pues espera a cuando se enteren de por qué se lo han llevado… —
apostilló su marido—. Porque se enterarán. En estos tiempos los niños se
enteran de todo. El maldito internet, el maldito Facebook, los malditos
pájaros de Twitter. —Meneó la cabeza—. Jamie tiene razón: es inocente
hasta que se demuestre lo contrario. Así son las cosas en Estados Unidos,
pero cuando llevan a cabo una detención en público de esa manera… —
Suspiró—. ¿Quiere tomar algo, señor Pelley? Jamie había preparado té
helado antes del partido.

—Gracias, pero más vale que lleve ya a las niñas a casa. Su madre
estará esperándolas.
Y entregar a las niñas era solo su primer cometido de esa noche. Howie
había desgranado una lista de tareas a velocidad de ametralladora poco
antes de plantarse bajo el resplandor de los focos de la televisión, y el
punto número dos implicaba volver rápidamente a Cap City, y en el
camino hacer llamadas (y exigir la devolución de favores). Vuelta al yugo,
lo cual era bueno —mucho mejor que marcar neumáticos con tiza en
Midland Street—, pero esa parte iba a ser difícil.
Las niñas estaban en una habitación que, a juzgar por los peces
disecados que brincaban en las nudosas paredes de pino, debía de ser la
leonera de Tom Mattingly. En una enorme pantalla plana, Bob Esponja
corría y saltaba por Fondo de Bikini, pero sin sonido. Las niñas que Alec
debía llevarse estaban acurrucadas en el sofá, todavía con la camiseta y
gorra de los Golden Dragons. Lucían también pintura facial negra y dorada
—quizá aplicada por su madre hacía unas horas, antes de que el amistoso
mundo se encabritara y abriera un agujero en su familia de un bocado—,
pero a la pequeña se le había corrido casi toda a causa del llanto.
La mayor vio a un desconocido en la puerta y estrechó aún más entre
sus brazos a su hermana sollozante. Aunque Alec no tenía hijos, le
gustaban los niños, y el gesto instintivo de Sarah Maitland le llegó al
alma: una niña protegiendo a una niña.
Se detuvo en medio de la habitación con las manos entrelazadas
delante.
—Sarah, soy amigo de Howie Gold. Lo conoces, ¿verdad?
—Sí. ¿Está bien mi padre? —susurró con voz ronca debido a su propio
llanto.
Grace ni siquiera miró a Alec; escondió la cara bajo la axila de su
hermana mayor.
—Sí. Me ha pedido que os lleve a casa.
No estaba diciendo toda la verdad, pero no era momento de andarse
con sutilezas.
—¿Está mi padre allí?
—No, pero vuestra madre sí.

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