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Resultó que Arlene Peterson sí tenía un seguro de decesos, así que por ese
lado ningún problema. Ollie encontró los papeles en el cajón inferior del
pequeño escritorio de su madre, dentro de una carpeta, entre HIPOTECA
(casi estaba ya pagada) y GARANTÍAS DE ELECTRODOMÉSTICOS.
Telefoneó a la funeraria, donde un hombre con la voz queda propia de un
doliente profesional —quizá uno de los hermanos Donelli, quizá no— le
dio las gracias y le dijo: «Tu madre ha llegado». Como si hubiera ido hasta
allí por propia iniciativa, quizá en un coche de Uber. El doliente
profesional preguntó a Ollie si necesitaba un formulario para la necrológica del periódico. Ollie contestó que no. Tenía ante sí, en el
escritorio, dos formularios en blanco. Su madre —meticulosa incluso en
su aflicción— debía de haber hecho fotocopias de uno de los que le habían
dado para Frank, por si cometía algún error. Por ese lado tampoco había
problema, pues. ¿Se pasaría por allí al día siguiente para los preparativos
del funeral y el entierro? Ollie contestó que seguramente no. Pensó que
eso le correspondía a su padre.
Una vez resuelto el asunto del pago por los ritos fúnebres de su madre,
Ollie dejó caer la cabeza en el escritorio y lloró un rato. Lo hizo en
silencio para no despertar a su padre. Cuando ya no le quedaban lágrimas,
cumplimentó uno de los formularios para la necrológica, todo en
mayúsculas porque tenía una letra pésima. Concluida esa tarea, fue a la
cocina y contempló el desastre: pasta en el linóleo, restos de pollo debajo
del reloj, un montón de tuppers y platos tapados en las encimeras. Pensó
en una frase que solía decir su madre después de las grandes comidas
familiares: «Aquí han comido cerdos». Sacó una bolsa de basura grande de
debajo del fregadero y lo echó todo dentro, empezando por la carcasa de
pollo, que resultaba especialmente repugnante. Después fregó el suelo. En
cuanto todo estuvo como una patena (otra expresión de su madre),
descubrió que tenía hambre. Eso le pareció mal pero era un hecho. Las
personas eran en esencia animales, comprendió. Incluso con tu madre y tu
hermano pequeño muertos, tenías que comer y cagar lo que habías comido.
El cuerpo lo exigía. Abrió la nevera y descubrió que estaba a rebosar: más
cazuelas, más tuppers, más fiambres. Eligió un pastel de carne, su
superficie una llanura nevada de puré de patata, y lo metió en el horno a
180 ºC. Mientras estaba apoyado en la encimera esperando a que se
calentara, sintiéndose como un visitante dentro de su propia cabeza, entró
su padre. Tenía el cabello alborotado. «Tienes el pelo de punta», habría
dicho Arlene Peterson. Necesitaba un afeitado. Tenía los ojos hinchados y
mirada aturdida.
—Me he tomado una de las pastillas de tu madre y he dormido
demasiado —dijo.
—No te preocupes, papá.
—Has limpiado la cocina. Debería haberte ayudado.

—No pasa nada.
—Tu madre…, el funeral…
Parecía no saber cómo seguir. Ollie se fijó en que llevaba la bragueta
abierta y lo invadió una incipiente lástima. Pero no iba a echarse a llorar
otra vez, parecía que se había quedado sin lágrimas, al menos de
momento. Otro problema menos. Debo ver el lado bueno de las cosas,
pensó Ollie.
—Está todo controlado —informó a su padre—. Ella tenía un seguro
de entierro, los dos, tú también, y la han llevado… allí. A ese sitio. Ya
sabes, a esa sala.
Temía decir «funeraria» porque su padre podría venirse abajo. Y
entonces él también podría venirse abajo otra vez.
—Ah. Bien. —Fred se sentó y se apoyó la base de la mano en la frente
—. Eso debería haberlo hecho yo. Era tarea mía. Responsabilidad mía. No
debería haber dormido tanto.
—Puedes ir allí mañana. Elegir el ataúd y todo eso.
—¿Adónde?
—A Hermanos Donelli. Como Frank.
—Está muerta —dijo Fred, asombrado—. Ni siquiera me cabe en la
cabeza.
—Ya —dijo Ollie, aunque él no tenía otra cosa en la cabeza. Esa
necesidad de disculparse de su madre hasta el final. Como si todo fuera
culpa suya cuando nada lo era—. El hombre de la funeraria ha dicho que
hay que decidir algunas cosas. ¿Podrás encargarte tú de eso?
—Claro. Mañana estaré mejor. Huele bien.
—Pastel de carne.
—¿Lo preparó tu madre o lo trajo alguien?
—No lo sé.
—El caso es que huele bien.
Comieron sentados a la mesa de la cocina. Ollie dejó los platos en el
fregadero, porque el lavavajillas estaba lleno. Fueron al salón. En la tele
ponían béisbol, Phillies contra Mets. Vieron el partido sin hablar,
explorando cada uno a su manera los contornos del agujero que había
aparecido en su vida, para no caer en él. Al cabo de un rato, Ollie salió a la escalera de atrás y se sentó allí a contemplar las estrellas. Había muchas.
También vio una estrella fugaz, un satélite terrestre y varios aviones.
Pensó en que su madre había muerto y no volvería a ver nada de eso. Era
totalmente absurdo. Cuando entró de nuevo, el partido de béisbol iba por
la novena entrada y estaba empatado, y su padre se había quedado dormido
en su sillón. Ollie le dio un beso en la coronilla. Fred no se movió.

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