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El cadáver de Frank Peterson se llevó a la funeraria Hermanos Donelli el
jueves por la tarde. Arlene Peterson había organizado eso y todo lo demás:
la necrológica, las flores, el oficio de difuntos del viernes por la mañana,
el funeral, el oficio junto a la tumba y la reunión de amigos y familiares
del sábado por la noche. De eso tenía que ocuparse ella por fuerza. Fred,
incluso en el mejor de los casos, era un inútil en cuestión de preparativos
sociales.
Pero esta vez tengo que ocuparme yo, se dijo Fred cuando Ollie y él
llegaron a casa del hospital. Tengo que ocuparme yo porque no hay nadie
más. Y ese hombre de Donelli me ayudará. Son expertos en esto. Pero
¿cómo iba a pagar un segundo funeral tan seguido del primero? ¿Lo
cubriría el seguro? No lo sabía. Arlene se encargaba también de eso.
Tenían un acuerdo: él ganaba el dinero y ella pagaba las facturas. Tendría
que buscar los papeles del seguro en el escritorio de Arlene. Se cansaba
solo de pensarlo.
Se sentaron en el salón. Ollie encendió el televisor. Retransmitían un
partido de fútbol. Lo vieron durante un rato, aunque en realidad a ninguno
de los dos le interesaba ese deporte; ellos eran aficionados al fútbol
americano. Al final, Fred se levantó, salió cansinamente al pasillo y
regresó con la vieja agenda roja de Arlene. La abrió por la D, y sí, ahí
estaba: Hermanos Donelli. La pulcra letra de su mujer aparecía allí
vacilante, ¿y cómo no? Seguramente no había anotado el número de una
funeraria antes de la muerte de Frank, ¿no? En principio los Peterson
deberían haber tardado años en preocuparse por los ritos funerarios. Años.
Mirando la agenda, la piel roja descolorida y gastada, Fred pensó en
tantas veces como la había visto en las manos de Arlene, anotando remites de los sobres antaño y direcciones de correo electrónico recientemente. Se
echó a llorar.
—No puedo —dijo—. Sencillamente no puedo. No tan pronto después
de Frankie.
En la televisión, el locutor exclamó «¡GOL!» y los jugadores de la
camiseta roja se echaron unos encima de otros. Ollie la apagó y extendió
la mano.
—Ya lo haré yo.
Fred lo miró con ojos rojos y llorosos.
Ollie asintió.
—No te preocupes, papá. En serio. Me ocuparé yo de todos los
detalles. ¿Por qué no subes y te acuestas?
Y aunque Fred sabía que probablemente no estaba bien dejar esa carga
en manos de su hijo de diecisiete años, eso fue lo que hizo. Se prometió
que acarrearía su parte del peso a su debido tiempo, pero en ese momento
necesitaba una siesta. Estaba muy cansado.

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