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Casualmente era June Gibson quien había preparado la lasaña que Arlene
Peterson se había echado por la cabeza antes de sufrir el infarto, y no
dormía. Ni pensaba en el padre Brixton. Sobrellevaba su propio
sufrimiento, que no era poco. Habían pasado tres años desde el último
ataque de ciática, y se había atrevido a esperar que ese achaque no volviera
a presentarse nunca más, pero allí estaba otra vez, un molesto visitante que irrumpía sin invitación y se quedaba. Ya había notado una reveladora
rigidez detrás de la rodilla izquierda después de la reunión posfuneral en
casa de los Peterson, sus vecinos, pero conocía las señales y suplicó al
doctor Richland una receta de oxicodona, que él extendió a regañadientes.
Las pastillas la ayudaban solo un poco. El dolor le bajaba por el lado
izquierdo desde los riñones hasta el tobillo, donde se le ceñía como un
grillete con púas. Uno de los atributos más crueles de la ciática —al
menos de la suya— era que cuando se tumbaba el dolor arreciaba en vez
de remitir. Así pues, permanecía sentada en el salón, en bata y pijama,
alternando entre los publirreportajes de la televisión sobre cómo tener
unos abdominales sexis y los solitarios en el iPhone que su hijo le había
regalado el día de la Madre.
Estaba mal de la espalda y le fallaba la vista, pero había quitado el
sonido del publirreportaje y no tenía problemas de oído. Oyó claramente
un disparo en la casa de al lado y se puso en pie de un salto sin pensar en
el latigazo que le recorrió el lado izquierdo del cuerpo de arriba abajo.
Dios bendito, Fred Peterson acaba de pegarse un tiro.
Cogió el bastón y, encorvada y decrépita, renqueó hasta la puerta de
atrás. En el porche, y a la luz de esa insensible luna plateada, vio a
Peterson desmadejado en su jardín. No había sido un disparo. Tenía una
soga alrededor del cuello, y serpenteaba hasta la rama rota a la que estaba
atada.
Dejando el bastón —solo le serviría para retrasarla—, la señora Gibson
bajó de costado los peldaños del porche trasero y, con un trote inestable,
recorrió a trancas y barrancas los treinta metros que separaban los dos
jardines traseros, ajena a sus propios gritos de dolor ante las furiosas
acometidas del nervio ciático que la traspasaban desde el descarnado
trasero hasta la planta del pie izquierdo.
Arrodillándose junto al señor Peterson, observó su rostro hinchado y
amoratado, la lengua salida, y la soga medio hundida en la abundante
carne de su cuello. Insertó los dedos bajo la cuerda y tiró con todas sus
fuerzas, lo que desencadenó otra andanada de sufrimiento. Sí fue
consciente del grito que esto le arrancó: un alarido agudo, largo y ululante.
Se encendieron luces en la acera de enfrente, pero la señora Gibson no las vio. La soga se aflojó por fin, gracias a Dios y a Jesús y a María y a todos
los santos. Esperó a que el señor Peterson tomara aire.
Eso no ocurrió.
Durante la primera etapa de su vida laboral, la señora Gibson había
sido cajera del First National Bank de Flint City. Cuando se retiró de ese
puesto a los sesenta y dos años, la edad obligatoria, realizó los cursos
necesarios para ejercer como asistenta doméstica cualificada, trabajo con
el que complementó los cheques de la jubilación hasta los setenta y cuatro
años. Lógicamente uno de esos cursos versaba sobre la resucitación.
Arrodillada junto a la considerable mole del señor Peterson, le echó la
cabeza hacia atrás, le pinzó la nariz con dos dedos, le abrió la boca y
apretó sus labios contra los de él.
Iba por la décima espiración, y empezaba a sentirse mareada, cuando
el señor Jagger, que vivía en la acera de enfrente, se acercó a ella y le dio
un golpecito en su huesudo hombro.
—¿Está muerto?
—No si puedo evitarlo —contestó la señora Gibson. Se agarró el
bolsillo de la bata y palpó el rectángulo de su teléfono móvil. Lo sacó y,
sin mirar, lo lanzó a su espalda—. Llame al 911. Y si me desmayo, tendrá
que sustituirme.
Pero no se desmayó. En su decimoquinta espiración —cuando estaba a
punto de perder el conocimiento—, Fred Peterson tomó aire él mismo con
una inhalación potente y babosa. Luego otra. La señora Gibson esperó a
que abriera los ojos, y al ver que eso no sucedía, le levantó un párpado.
Debajo solo apareció la esclerótica, no blanca sino roja a causa de los
vasos sanguíneos reventados.
Fred Peterson respiró por tercera vez y luego paró de nuevo. La señora
Gibson inició las compresiones de pecho en la medida de sus
posibilidades, sin saber si servirían de algo pero con la idea de que daño
no le harían. Se dio cuenta de que el dolor en la espalda y la pierna había
disminuido. ¿Era posible que la ciática fuera expulsada del cuerpo por
efecto de una conmoción? No, claro que no. Eso era absurdo. Se debía a la
adrenalina, y en cuanto se agotara el suministro, se sentiría peor que antes.
Una sirena flotó en la oscuridad del amanecer, cada vez más cerca.

La señora Gibson volvió a impulsar su aliento por la garganta de Fred
Peterson (su contacto más íntimo con un hombre desde la muerte de su
marido en 2004), deteniéndose cada vez que se sentía a punto de
precipitarse en un desvanecimiento gris. El señor Jagger no se ofreció a
sustituirla, y ella no se lo pidió. Hasta que llegó la ambulancia, aquello fue
un asunto entre ella y Peterson.
A veces, cuando se interrumpía, el señor Peterson tomaba aire con una
de esas inhalaciones potentes y babosas. A veces no. La señora Gibson
apenas advirtió el resplandor de las palpitantes luces rojas de la
ambulancia que bañaban ya los dos jardines contiguos, iluminando de
manera intermitente la dentada rama rota del almez en la que el señor
Peterson había intentado ahorcarse. Uno de los auxiliares sanitarios la
ayudó a levantarse, y ella permaneció en pie casi sin dolor. Era asombroso.
Por pasajero que fuese el milagro, lo aceptaría con gratitud.
—Ahora nos ocupamos nosotros, señora —dijo el sanitario—. Lo ha
hecho de maravilla.
—Desde luego que sí —dijo el señor Jagger—. ¡Lo ha salvado, June!
¡Le ha salvado la vida a este pobre desdichado!
Enjugándose la saliva de la barbilla —una mezcla de la suya y la de
Peterson—, la señora Gibson contestó:
—Quizá sí. Y quizá habría sido mejor que no lo hubiera hecho.

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