Capítulo 10

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Me obligué a apartar la mirada para no verlo mientras se iba.

Saqué mis llaves y abrí la puerta de la casa. Estaba mareada. Subí las escaleras pesadamente, haciendo crujir los viejos escalones de madera. Cuando llegué a mi rellano, el del segundo y último piso, me pareció que el suelo se tambaleaba un poco bajo mis pies. Tardé una media hora de reloj en encontrar la llave correcta -y de mi llavero sólo colgaban cuatro llaves-, y otra media hora en colocarla dentro de la cerradura para abrir la puerta del apartamento.

Cuando entré, dejé las llaves sobre un pequeño cuenco de madera que tenía sobre el mueble del recibidor y me dirigí a la cocina. Estaba confusa y atolondrada. Por mi mente pasaban a toda velocidad imágenes de aquella noche: el callejón oscuro, Derek acercándose a mí, su mano golpeándome en la mejilla, yo arañándole la cara, unos ojos esmeraldas, Nathan acariciándome el pómulo. . .

Mi pómulo. Hasta ahora no me había dado cuenta de que en la parte izquierda de mi cara se había desatado un incendio. La mejilla me ardía de dolor, desde un poco más arriba de la comisura de la boca casi hasta el ojo.

Este dolor no era nuevo. Y eso aún me dolía más. El recuerdo. Cuando mi padre murió, me juré a mí misma que no volvería a sentir este dolor, y ahí estaba de nuevo.

Intenté centrarme un poco. Respiré hondo un par de veces e hice una lista mental de lo que iba a hacer a continuación, simplificándola en acciones simples.

Fui a quitarme el abrigo, pero me di cuenta de que ya me lo había quitado. Volví al recibidor y me lo encontré tirado en el suelo. Lo recogí y volví a la cocina, para, a continuación, decidir que antes de todo necesitaba una ducha.

Así que me di una ducha larga, de esas que una se da cuando no quieres enfrentarte al resto del mundo, o cuando simplemente no tienes nada mejor que hacer cuando terminas.

Cuando salí me vestí, sequé y desenredé un poco mi pelo. Luego me miré al espejo.

Tenía toda la zona de la mejilla izquierda roja, y la parte del pómulo empezaba a adquirir un tono violeta. Toqué la zona que peor tenía con mi dedo índice. Fue como un latigazo. Mi rostro en el espejo hizo una mueca de dolor.

Rebusqué por todo el baño en busca de pomada o algo parecido para aplicarme en la cara, pero lo mejor que encontré fue la típica pomada que te pones cuando te das un golpe contra la puerta -algo usual para mí- o te clavas el pico de una mesa -algo muy usual para mí-. Total, que me apliqué bastante cantidad de esa pomada, aunque no creía en los milagros. De todas formas, la dejé en el lavabo para ponerme otra vez antes de acostarme.

¡Maldita sea! ¡No le he pedido su número de teléfono!

Y en esto, o más bien en éste, pensaba mi subconsciente mientras yo me ocupaba de todo lo demás.

Pero eso era verdad. No tenía su móvil. Aunque bueno, no sabía ni su apellido. Suspiré. Así, no era probable que volviera a ver a Nathan.

Tampoco es para tanto, me dije a mí misma. Esta mañana no le conocía, ¿qué iba a cambiar? No se iba a acabar el mundo.

Así que decidí olvidarme de él, de sus ojos, de su cara, de la personalidad que había asomado a la superfície en el poco rato que habíamos hablado. Y sobretodo, olvidarme de esa extraña -pero sobretodo agradable, muy agradable- sensación que había tenido cuando me había rozado la cara con sus helados dedos.

Supuse que no me sería difícil.

Volví a la cocina, dispuesta a concentrarme únicamente en cenar. Pero no tenía apetito. Al final me preparé un bol de yogur con muesli, por comer algo. Fui al saloncito con mi cena, me senté en el sofá y encendí la televisión. Dejé puesta una serie cómica, pero cuando terminé de cenar no sabría decir de qué trataba.

La noche más oscura ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora