20. Reinas benévolas y brujas malvadas

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(Owen)






Las olas del mar rompían suavemente contra las rocas. Me abracé las piernas y apoyé mi mentón en las rodillas, con la vista perdida en el horizonte.

No era la primera vez que me escapaba de casa, pero nunca antes me había ido tan lejos, por lo que ahora estaba perdido y sin saber muy bien a dónde ir.

Papá siempre me llevaba a esas fiestas de gente mayor y rara y nunca me dejaba quedar en casa. Decía que de esa forma podría hacer amigos, pero en realidad no los necesitaba. ¿Para qué entablar amistad con gente que seguramente solo se acercaba a mí para poder acercarse también a mis padres?

Pertenecer a una familia rica era un asco. Tenía todo lo quería y más, vale, pero lo que de verdad ansiaba no se podía conseguir con dinero. Y el dinero en sí... tampoco me gustaba. Prefería mil y un millón de veces pertenecer a una familia de clase media, a ser el heredero de una de las familias con más renombre de todo Sídney.

Aunque sabía que papá y mamá solo querían lo mejor para mí y que había muchas otras personas en peores condiciones que las mías, por lo que debía de dar gracias a lo que tenía y no comportarme caprichosamente. Aunque tenía ocho años, ¿qué podía hacer si no?

Suspiré cansado y con intenciones de quedarme un poco más sentado sobre la roca, pero una figura moviéndose a mi derecha me hizo girar el cuerpo para ver de qué se trataba.


¡Oh! ¡Hola! —exclamó una niña de ojos azules y cabello castaño, cuyo rostro se veía opacado por su enorme sonrisa—. No quería molestarte, pero estaba intrigada en qué era lo que hacías aquí sentado. No muchos viene a este recoveco de la playa. Y por cierto, me llamo Hannah.


Me fijé en el conjunto blanco que vestía y en las chanclas del mismo color con las que calzaba sus pies y, antes de que dijese algo más, me levanté de la roca donde hasta ahora había estado sentado y descendí de ella con cuidado.


¿Ya te vas? ¡Jopé! Y yo que pensaba que había hecho un nuevo amigo —pateó la arena—. Jugar solo con Jud a veces es aburrido. Y Dari solo tiene dos años, por lo que no podemos traerlo con nosotros.


Decidí no escuchar más e irme a otro lugar, pero cuando me dispuse a trepar por varias rocas, que separaban este pequeño recoveco de la playa, otro chico descendió de ellas —no sin antes casi resbalar— y me obstaculizó el paso.


Vaya, ¿y tú quien eres? —preguntó el nuevo desconocido, cuyos ojos, al igual que los de la chica, eran azules, pero con la pequeña diferencia de que éstos eran muchos más oscuros, como el color del mar al anochecer.


Me lo he encontrado ahí sentado. ¿Podemos quedárnoslo, Jud? Di que sí, di que sí.


Fruncí el ceño desconcertado y me separé varios pasos de los extraños niños.


De Príncipes y Princesos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora