(Kiam)
Bloqueé la pantalla de mi móvil tras colgar la llamada y me tiré encima de la cama boca abajo, dejando que dicho aparatito se resbalara de mi mano y cayese sobre la alfombra sin importarme en lo más mínimo.
En estos momentos me sentía el peor amigo del mundo. La peor persona del universo, me atrevería a decir.
Cuando desperté y vi que tenía un montón de llamadas perdidas de Paris y de Gail, me asusté y llamé en seguida al primero por si había pasado algo, descubriendo así todo lo que había ocurrido la noche anterior: que Darel había sido drogado, que a Paris le habían dado una paliza, y que al final Gail había decidido llevarlo a urgencias por si tenía algo grave, cosa que al final no resultó ser así —aunque lo habían dejado allí el resto de la noche en observación—. Y también que fue salvado gracias a Barb y a un amigo suyo.
Apreté la mandíbula frustrado e intenté calmar las ganas de golpearme a mí mismo. Pero no por el hecho de que Barb le hubiese ayudado —ni mucho menos—, sino porque había resultado ser un completo gilipollas al haberme largado anoche del pub por tan solo haberme cruzado con él. Si no me hubiese dado esa rabieta estúpida, quizá a Paris no le hubiese llegado a pasar nada.
«Pero no, tenías que ser tan imbécil como de costumbre» —me insulté.
Le pegué un puñetazo al colchón y me revolví sobre él, como cuando a un niño pequeño le da una pataleta porque su madre le ha quitado su juguete favorito. Y sabía que me estaba comportando de una forma tan infantil que casi parecía uno, pero me daba igual. Era la única forma que tenía de descargar toda la rabia acumulada por mi soberana estupidez.
Y hablando de madres...
—¡Kiam! Sal de una vez de tu habitación —gritó la mía abriendo la puerta de par en par, aunque segundos antes ya la había oído subir las escaleras—. Que hoy no tengas que ayudar en el restaurante no significa que te vaya a dejar hacer el vago todo el santo día. Baja a ayudarme a hacer la comida. Ya.
Bufé por lo bajo cuando se dio la vuelta para bajar de nuevo a la cocina y, sin hacerme el remolón, a sabiendas de lo que podría pasarme, me levanté de la cama, recogí el móvil —guardándolo en el bolsillo del pantalón—, salí de mi cuarto y bajé las escaleras siguiendo sus pasos. Una vez que llegué a la cocina me senté en una silla, dejé caer los brazos sobre la mesa y apoyé mi barbilla en ellos, viendo mientras tanto a mi madre ir de aquí para allá.
—Te he llamado para que me ayudes, no para que sientes tu culo a calentar una silla —dijo sin mirarme—. Así que ya estás yendo a la despensa a por pan rallado y media docena de huevos. Estos filetes no se van a empanar solos.
Respondí con un simple «Ajám'» —seguido de un suspiro—, me levanté, fui a la despensa a por lo que me había pedido y, una vez que encontré todos los ingredientes, se los llevé a la cocina, dejándolos sobre la mesa antes de sentarme de nuevo.
En realidad no tenía ganas ni de hablar ni de discutir con ella, así que lo mejor era hacerle caso sin rechistarle nada.
Sabía que la había cagado, y por mucho que me hubiese disculpado con Paris por teléfono, también sabía que lo correcto era hacerlo en persona. Pero me sentía tan decepcionado de mí mismo que no me atrevía a ir. Le había fallado. Otra vez. Y eso me carcomía lentamente por dentro.
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De Príncipes y Princesos ©
RomanceParis Donahoe es un príncipe encerrado en su propio castillo. Hijo de uno de los empresarios más influyentes de todo Sídney, y cansado de comportarse siempre como el chico perfecto, su único escape de la realidad es su amor por la música y el pia...