43. Una declaración de amor y de guerra en medio de todo

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(Paris)







Terminé de desempacar la última caja en mi nueva habitación y, cuando Darel entró en ella con una bayeta húmeda para limpiar el armario por dentro, suspiré cansado y me dejé caer de culo sobre el colchón de mi nueva cama.


—Aún hay que sacar las sábanas y las mantas de una de las cajas que quedan abajo.


—¿Pero todavía hay más? —pregunté contrariado al haber pensado que ya no había ninguna.


—Creo que es esta.


Jhon entró por la puerta sujetando entre sus brazos una caja de cartón bastante grande. La dejó en el suelo con cuidado y, tras secarse el sudor de la frente con la manga de su camiseta, me guiñó un ojo y volvió a dar media vuelta para bajar de nuevo a la primera planta.


—Mira a ver si ves más polvo por algún sitio —comentó el de ojos azules desde el mueble que acababa de limpiar.


Me levanté para ponerme manos a la obra, eché un rápido —pero profundo— vistazo a todo el cuarto en busca de alguna mota de suciedad y, al no encontrar ninguna aparentemente visible, negué con la cabeza.


Noup'. Parece que todo está limpio.


Darel asintió conforme y me tendió una mano, la cual acepté con gusto y sonrojado. Ya hacía bastante tiempo que salíamos juntos, sí; pero esta clase de cosas, por pequeñitas que fuesen, seguían poniéndome algo nervioso sin poder evitar sonrojarme como un tomate.

Bajamos las escaleras en un completo pero agradable silencio y, una vez que llegamos a la sala principal de la casa, me fijé en Judha y en mi primo, que estaban manteniendo una conversación ajena a todo lo que había ocurrido en estos últimos tres días.


—¿Habéis colocado todo arriba? —preguntó Lori por sorpresa, a la que no había visto salir de la cocina seguida por Jhon, Kiam y Barb.


—No —respondí—. Aún me falta colocar unas cuantas cosas, pero puedo hacerlo yo solo, de verdad.


La de pelo rosado hizo una pompa con su chicle y la explotó casi en mi cara, dándome a entender que no iba a dejarme solo por mucho que insistiera. Ya la conocía lo suficiente como para saber que eso era lo que pensaba aun si no lo decía en voz alta.


—Yo sí que me tengo que ir, lo siento. —Jhon se acercó a mí y colocó su mano en mi hombro—. Me toca turno en la cafetería y no puedo llegar tarde.


—Ni te preocupes. Ya has hecho suficiente con haber venido a ayudarme en la mudanza cuando estás tan ocupado —le agradecí, a lo que el castaño sonrió.

De Príncipes y Princesos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora