49. Lo que el tiempo nos depare

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(Judha)







De pequeño siempre había soñado con ser astronauta.

Salir al espacio y descubrir lo que en él se encontraba; ver la Tierra desde allí arriba y darme cuenta de cuán pequeña era nuestra propia existencia al contemplar ese paisaje; poder apreciar el brillo de las estrellas desde un lugar que muy pocas personas habían sido capaces de hacerlo; alcanzar lo inalcanzable...

Pero al final me pasó lo que le ocurre a la gran mayoría de los niños que desean ese tipo de cosas: mi sueño terminó siendo eso, un simple sueño del que tuve que despertarme. Pero en esta ocasión, los vuelcos que había dado mi vida, por desgracia, se parecían más a una pesadilla.

Los dos largos meses que habían pasado desde aquella fatídica tarde se habían vuelto eternos. El tiempo parecía no estar de mi lado y se hacía tan pesado como dos enormes grilletes de hierro.

Llorar ya no era una opción. Ni siquiera sabía si existía alguna.

Vivíamos —porque no solo hablaba por mí— en una especie de bucle infinito en el que el tiempo ya no significaba nada y, a la vez, lo significaba todo.

Mi cuerpo, resistiendo a duras penas la falta de sueño, abrió de forma casi mecánica aquella puerta que daba a un lugar donde ese tiempo corría y, de igual forma, se había detenido.

Darel dormitaba sobre el hombro de Paris que, al verme, sonrió cansado y meció a mi hermano para que despertara.


—No hacía falta que vinieras hoy —susurró casi sin fuerzas, como cada vez que volvíamos a este lugar.


—No me apetecía hacer otra cosa.


Me sinceré. Y él lo entendió, porque ya no preguntó nada.

Mi hermano pequeño se desperezó frotando sus ojos y, al ser consciente de mi presencia, quiso hablar. Seguramente iba a recriminarme que qué hacía allí en vez de estar descansando. El mismo monólogo de siempre y que ya era de lo más normal.

Pero Paris fue más rápido y tiró de su mano. Una simple mirada que, entre los dos, parecía más una profunda conexión que un diálogo sin palabras. Darel pareció entender lo que los ojos grises del otro querían decirle y suspiró.


—Te veré luego en casa —musitó dándome una palmada de apoyo en el hombro tras levantarse junto a Paris de aquel pequeño sofá—. Aún quedan un par de galletas y snacks' varios —señaló la bolsita de plástico que había sobre la mesilla del fondo—. Cómelos todos si te entra el hambre.


Le agradecí también el gesto con otra sonrisa sincera pero cansada.

Cuando ambos salieron del cuarto, cerrando con delicadeza la puerta, agarré una de las tres o cuatro sillas que se encontraban por allí desperdigadas y la coloqué casi en el cabezal de la cama.

El rostro de Owen parecía seguir estando tranquilo. Seguía dormido sin ser consciente de nada. Dos meses de su vida en los que su tiempo se había detenido, mientras que el nuestro seguía corriendo sin prisa pero sin pausa.

De Príncipes y Princesos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora