Diecinueve

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La cafetería tenía el mismo bullicio de siempre. Incluso los pisos eran tan blancos que a veces le atormentaba ver su reflejo en ellos, pero por suerte, estaban los suficientemente sucios para no detestarse.

Se sentía desnudo sin su gorro, ya varios compañeros suyos en las clases lo miraron raro. Aquel afro ruloso que resaltaba de entre su corazón. ¿Por qué corazón?: Simple, cada vez que cerraba los ojos volvía a sentir las caricias de Cartman en su cuero cabelludo, haciéndole sentir que todo estará bien y que todas sus agitaciones valieron la pena esa noche.

Todo lo había valido por esos dedos deslizándose por sus rulos.

Y es que no era que específicamente le gustaba que lo hiciera Cartman, claro que no, era algo más bien general. Su madre siempre le dijo a su hijo que no dejase que ninguna persona le tocara el cabello porque podía enredarse y quedarse la grasa de sus manos en los rulos preciosos de su hijo; ignorando el hecho que Sheila era la única que podía peinarlo en su niñez y manosearle el cabello todo lo que ella quisiera, ignorando las quejas del menor.
Había observado en más de una ocasión a muchos chicos mostrarse encantados por un tacto tan simple como es el frotar sus dedos contra su cuero cabelludo, y bajo los recuerdos de las palabras de su madre, se mantuvo envidiando ese tacto bajo la fachada de que sus rulos no merecían esas manos engrasadas.

Pero, tras muchos años de envidia y silencio, confió en Cartman. Confió en que sus manos no estarían grasosas, ya que la vez que salieron a hacer un picnic con los otros, era uno de los pocos que usaba servilletas. Más aún, ahora que lo pensaba, Cartman sabía del arte de cómo comer y disfrutar la comida.

Cartman masticaba despacio y cerraba los ojos cuando se llevaba algo a la boca. Después de varios segundos de saborear la comida, la tragaba igual de cuidadoso, se relamía los labios y limpiaba con una servilleta. Todo ese proceso con paciencia y una introducción previa dependiendo del contexto.

Él era especial, a su manera, y a la manera de Kyle, lo sentía especial. Está bien, sus manos se veían gorditas y suaves y no estaban grasosas y quizás sus ojos demuestren una calidad familiar que lo menea como cuando se acurrucaba en la cama con su madre cuando tenía pesadillas, y quizás la situación esté cada vez más rara y sienta que esos sentimientos ya habían florecido en su pecho antes.

Sentía como si dentro de su corazón haya una tuna replantada, uno que era capaz de largar flores pero que aún se desconocían. Uno no esperaba las flores, esperaba las espinas y la calidez de ellas, la familiaridad de nuevas estructuras y formas pero manteniendo lo que quería. No lastimaba si no lo tocaba rápido o con fuerza, o si no tenía la intención de lastimarlo, y podía esquivar las espinas puntiagudas tocando en los lugares suaves. Apenas estaba creciendo, por ende, apenas había espacio para tocar y a veces lograba pincharse, pero las charlas consistidas en monólogos eran tan cálidas y agradables, que podían sacarle una lágrima que servía de agua para la tuna. Era cuestión de darle tiempo, tiempo a que se expanda, a que repose, a que adquiera formas inimaginables con tal de ir por el sol o seguir recibiéndolo. Si sigue tratándolo bien y dándole el agua, sabía que crecería lo suficiente para poder tocar la parte suave, la que no tiene espinas, pero tenía que seguir manteniendo cuidado, porque un cactus es un cactus, y tarde o temprano puede lastimarte.

Pero ¿Y si en realidad es una suculenta? Sería una tuna, más no un cactus, se podría replantar y no tendría espinas. Se mantendría dando espirales en sí mismo por el miedo al cambio pero le saldrían flores porque se siente cálido y agradable en los cuidados de Kyle. Y es que tenía miedo de qué podría ser, pero sabía que sea lo que fuera, lo cuidaría mucho, le pondría la misma cantidad de agua, le hablaría de sus miedos, verdades y mentiras, de sus sollozos al dormir, de cómo tiene miedo de terminar bajo de un puente, de cómo la presión de su madre lo atormentaba, de cómo aquella familiaridad que poseían sus ojos lo hacía sentirse chiquito y protegido por algo que ya pasó pero siquiera recordaba. Y es que pasa mucho eso con las tunas: obtienes una planta nueva y no es una semilla, es algo que ya se creó y que debes asumirlo y cuidarlo como si fuera tuyo igualmente, dándole el mismo cariño sin discriminación, porque no tiene sentido odiar a alguien solo porque otra persona ya lo cuidó.

DETENTION | KymanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora