Treinta y ocho

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Ya Cartman estaba dando por muerto al que siempre se moría, y eso lo ponía de muy mal humor.
Kyle intentaba hablar con él, pero lo volvía a tratar como si no fuesen nada, como si aquellas tardes acostados no hubieran pasado. Y eso a Kyle le dolía.

¿Pero dónde estaba Kenny? Vivo estaba, eso era lo importante. Y solo Leopold sabía dónde estaba.

Después del instituto iba siempre con su mochila e iba a donde estaba el cartel del pueblo, donde se podía ver la ciudad. Y ahí: en una camioneta aparcada, subido estaba Kenny, fumando.

—Te dije que no me gusta que fumes —se quejó Leo y se sentó al lado de él.

—Perdón, conejita. —Tiró el cigarro y miró a Leo con una sonrisa. Una sonrisa y un apodo que solo ellos se dedicaban. Ambos querían escapar de su realidad. —¿Trajiste las cosas? —le preguntó suave, a lo que el otro abrió su mochila.

Sacó el esmalte rosado y lo batió para que el líquido se dispersara, para así abrirlo.

—Abre tus manos —le pidió Leo, a lo que Kenny las puso en su muslo. Leo no dijo nada, solo sonrió un poco enrojecido y empezó a pintarle las uñas.

—¿Quieres vivir conmigo? —preguntó directamente Kenny.

—¿Qué? —Leo lo miró a los ojos y Kenny no pudo evitar retractarse. Tenía miedo de no poder cuidarlo.

—Nada. —Ya era suficiente para Kenny vivir con sus hermanos. El mayor logró obtener la custodia de Karen, y ahora Kenny y Kevin se mataban trabajando para cuidarla. Kevin logró tener una beca en derecho, gracias a su sueño de ser abogado a causa de sus padres fue realizado y trabaja ayudando a un bufé de abogados, donde también está Gerald, el padre de Kyle.
Kenny, a pesar de tener 18 años ya por sus constantes repeticiones, Kevin le ordenó que terminara el instituto para así dedicarse a alguna carrera, pero Kenny no sabe cuál. Pensó en forense, para así poder ver chicas lindas desnudas pero no quería que ellas sean violadas. Era muy respetuoso.

—Vamos, dime —suplicó. Kenny no pudo aguantarse a aquella mirada.

—Que te amo mucho, conejita. —Le acarició la mejilla. —Deberías dejarte el pelo largo —cambió de tema al ver el sonrojo de Leo.

—Mis padres no me dejarían.

—Tus padres no deben saberlo.

—Me matarían. —Literalmente.

—Yo moriría por ti. —Y solo bastaba eso: una mirada y una caricia para que Leo accediera. Ambos se amaban porque se necesitaban, eran los únicos que se tomaban en serio. No necesitaban besos para saberlo, solo necesitaban esos momentos: estar juntos.

—No quiero eso… Quiero que vivas por mí. —Agarró la mano de Kenny y la dirigió a su pecho, a su corazón.

—Te juro que lo haré. —Sonrió y unió sus frentes.

—Uh… —Leo torció los labios. —… Se corrió el esmalte.

—Lo siento, conejita, ¿Me las pintas de nuevo? —Leo sonrió. Bueno, con Kenny ya no era Leo, era Marjorine, la enamorada de Kenny.

Kenny detuvo su camioneta frente a la casa de los Stoch. La miraba como si no quisiera dejarla, como si supiera que apenas ella entrara, dejaría de ser suya.

—Quédate, quédate conmigo —suplicó Kenny, tomándola de la mano para que no se fuera. Marjorine lo miró a los ojos y negó suavemente.

—No puedo y lo sabes. Me encontrarían. Papá se enojaría mucho…

—A la mierda tus padres.

—Kenny —llamó su atención. —No me gusta que insultes.

—No me gusta que me dejes —insistió.

Se formó un silencio entre los dos y Marjorine se sacó la peluca lentamente, a lo que Leo volvió.

—No puedo… —Le dijo, a pesar de que no quisiera. —… No puedo estar contigo, Kenny. Te amo pero mis padres no están de acuerdo. —Kenny apretó su mano.

—Escapemos, lejos. Donde nadie nos vea. A las Vegas. Donde tú puedas ser tú y yo pueda estar contigo. Te amo, conejita. No dejaré de hacerlo. —Le acarició la mejilla suavemente y le acercó. Las lágrimas se acumularon en los ojos de Leo, pero Kenny no permitió que llorara: le besó las mejillas, evitando aquel rastro de lágrimas y le abrazó. Se aferraron el uno al otro como si fuera la última vez que se vieran, y eso era cada vez: si el padre de Leo les descubría, era capaz de matarlo, de molerlo a golpes y Leo ya no sería suyo. Su alma estaría contaminada, al igual que su cuerpo, por culpa de esas manos. —Mataría por ti —le sinceró Kenny, cerrando sus ojos. Pero Leo los abrió, y volvió a la realidad. La realidad donde nunca podría ser Marjorine y siempre sería el estúpido Butters para todos.

—Vive, sueña y ama por mí —se despidió. Kenny tragó saliva y negó levemente. Sabía que esa era la última vez que lo vería, y ya no por culpa de sus padres. —Vive… y ve a las Vegas tanto como quieres.

—¡Quiero que sea contigo, Marjorine! —sollozó. Leo negó.

—No, Marjorine no. Soy Leo y siempre lo seré —le susurró, como si fuese un secreto. A Kenny le partió el alma cómo Leo se aguantaba las lágrimas. A Kenny le partió el alma saber que cuando entre, volvería a ese infierno.

Kenny le dijo a Leo la verdad de su vida: su vida y muerte constante, y Leo lo apoyó, y le dijo que para no sentirse solo, lo vería en el otro lado para que estuvieran juntos por un rato, y así Kenny podría vivir por él.

—Marjorine… —insistió, pero Leo negó con la cabeza.

—Detente. Seré yo el que controle mi vida, te haré caso. —Y finalmente le dio un suave beso en los labios. Pero Kenny se aferró como si fuera la última vez. Y lo era. Leo estaba determinado. Y Kenny aunque insistiera, lo entendía: él también lo intentaba cuando sus padres vivían con ellos, cuando su padre abusaba físicamente de ellos, al punto de golpearlos con botellas, y cuando él le suplicaba a su madre que los ayudara, ella estaba tirada en una esquina drogada.

Kenny siempre pierde a la gente que ama. Y esta vez no sería la excepción.

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No hubo tanto de esta pareja, pero para mí, es perfecta la cantidad.

DETENTION | KymanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora