Capítulo 34. Segunda parte.

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Regla número 18 de su trabajo: derrochas segundos si disfrutas una sensación de bienestar.

¿Estaba perdiéndolos ahora? ¿Sentada en su cama, luego de una cena familiar y leyendo una revista de empresas? Eran sus favoritas, asi que la sensación aumentaba y el calor de la habitación lo igualaba.

Tal vez estaba malgastando tiempo; solo tal vez porque en ese momento no estaba siendo consciente de aquellas reglas que ella misma había impuesto luego de realizar su primer trabajo.

Pero tenía su justificación y era Amelia. Tras ella. Entre su espalda y el respaldar de la cama, Amelia acariciaba sus hombros y dejaba besos en su cuello. Y como si de una caja musical sonara, como si de un magnetismo imposible de romper y un golpe helado en su espalda, se arqueaba a cada toque que le proporcionaba y suspiraba cuando la tortura parecía terminar.

Porque eso estaba haciendo Amelia. La estaba torturando, disfrutando de tenerla con los ojos cerrados para ella, como si de la criatura más indefensa estuviese viendo a su depredador con ojos llenos de fuego, a solo minutos previos de ser devorado sin consideración alguna.

Incluso de espalda a ella podía imaginársela sonriendo, cautivada porque su piel reaccionara a su tacto y satisfecha de verla vencida como estaba comenzando a demostrarle.

Y es que este tipo de cosas pasaban cuando te enamoras ¿no? Se preguntó mentalmente inflando su pecho cuando una mano lo tocó, descendiéndolo a una respiración normal nuevamente.

—Relájate ¿de acuerdo? —su voz sonaba ronca, pegada a su oído y cuando retiró su mano, Amelia rozó uno de sus pechos.

Fue una caricia tan normal como su reacción, apretando los dientes para no lanzar una bocanada de aire placentero. Asintió, sabiendo aún que relajarse le iba a ser imposible si aquel camino de besos seguía descendiendo.

—Necesito que te quites esto —le dijo al tomar la base de su camiseta y jalándola hacia arriba.

Ella arrojó la revista a un lado y alzó los brazos, temblando bajo las manos de la morena cuando arañó el largo de su espalda. ¿Dónde había quedado su autocontrol, su carácter dominante e intimidante para con el mundo externo? Lejos, alejados y cayendo como su camiseta en una esquina y porque Amelia los alejó a su fuerza.

—Estás muy tensa… y dura.

Bien, la odiaba un poco cuando jugaba con ella hasta avergonzarla. Pero le encantaba que lo hiciera. Y aún no estaba dura bajo sus pantalones. Aún no.

—Solo tensa…

—Y dura... —repitió la morena divertida y ella se mordió el labio inferior —...en tu espalda. Toda tu espalda está dura.

—Ah, sí… quizás eso sí —murmuró mientras la morena desprendía su sujetador.

Lo quitó por su brazo derecho primero y luego deslizó el otro tirante. Estaba semidesnuda y Amelia podía completarlo si lo quería. Podía desanudar la tira del pantalón y luego retirarlo. Eso sería fantástico, pensó, porque las manos de la morena en su hueso pélvico, descendiendo hasta su bóxer y volviendo al frío exterior, estaban comenzando a ilusionar su libido.

—¿Te han dado un masaje alguna vez?

—Mmm… no que yo recuerde.

—Acuéstate boca abajo —le ordenó Amelia dándole un leve empujón a su hombro.

Se arrastró hasta el centro de la cama y acomodó el rostro entre sus brazos, doblados como si realmente estuviese bajo las manos de una masajista profesional. Bueno, Amelia ya le había demostrado lo buena que era con sus manos, con sus dedos y su boca. ¡Su boca!

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