Capítulo 49. La regla final.

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—Regla número 28: escucha, haz y habla lo distinto a lo que piensas. No querrás obtener un resultado por el que no trabajaste.

—Amor...

—Regla número 29: no te salgas de tu camino, incluso cuando alguien esté yendo hacia el mismo y todo parezca desestabilizarse.

—¿Puedo hablar?

—Regla número 30: cuando encuentres el objetivo y te instales en el, no veas, no…

—Amelia, eso es…

—Aún no terminé —la cortó ella con una mirada por sobre la agenda.

Luisita rodó los ojos y se cruzó de brazos, echándose contra la silla mientras su esposa continuaba en ese acto casi infantil.

Había llevado las cajas para completar la mudanza esa misma mañana, y ahora, luego del almuerzo, mientras sus hijos jugaban en el patio, ellas estaban en el cuarto final por orden de Amelia, para preguntarle sobre esas reglas y observar desde allí también a Chloe y Luke.

Llevaban cinco días viviendo en su nueva casa, en un barrio prestigioso, cálido y ambientado justo para lo que necesitaban: horas serenas para tranquilidad de Brooke. La niña debía dormir dos horas más que un bebé habitual y ella sabía que lo conseguiría con ese ambiente que los rodeaba ahora.

—Regla 39: pierde la cabeza, intranquilízate y no contengas tu temple ante nadie. Ni con tus compañeros, si alguna vez los tienes… eso es un tanto estúpido —agregó la morena bajando con su dedo por la página para leer la siguiente.

—Pero...

—Regla 42: nunca traiciones tus propias reglas, tus ideales, tus principios. Estarías tirando todo el trabajo por una cañería…. ¿Una cañería? ¿En serio?

—¿Puedes dejar eso ya? Es de mi privacidad —intentó defenderse la rubia pero Amelia la fulminó con la mirada.

—Aún me queda una.

—Amor, ya.

—Regla 43: solo puedes temerle a tu propio jefe…. ¿A James? —gesticuló casi con asco y descendió hacia el último renglón.

—Amelia, en serio.

—Regla número 50… ¿Por qué está vacía? No hay cincuenta.

—Nunca se me ocurrió una.

—Se te ocurrieron 49, porque las escribiste tú ¿cierto? ¿Se te ocurrieron a ti?

—Ya lo sé. Y sí, las escribí una noche luego de fracasar en mi primer trabajo. Necesitaba algo que pudiese incentivarme a continuar y decidí poner algo así como… restricciones. Algo que me obligara a cometer lo que debía y restringir lo que molestaba.

—Muchas hablan de tus compañeros o de los que pudieses llegar a tener —agregó rápidamente cuando vió que iba a protestar.

A decir verdad, sabía que ellos eran la segunda compañía que Luisita tuvo en algún empleo y eso no le molestaba, le generaba algo de tristeza que la rubia nunca se adaptara a alguien más que no sea ella misma.

Cuando despertaba antes por las mañanas, siempre acariciaba su rostro, el costado de sus ojos con lentitud y se recordaba lo hermosa que era su esposa. Y la consideraba hermosa en complemento con su personalidad. Así, fría y arrogante como la conoció y familiar y sencilla como lo era ahora.

Luisita para ella era impecable, inmejorable y magnífica para sus ojos al despertar y sus oídos al dormir. No le faltaba nada y mucho menos le cambiaría algo.

Además sabía socializar, que no le gustara era otra cosa pero ese trabajo le obligaba a hacerlo, asi que se podría haber adaptado cómodamente a alguien más. Sin embargo no lo hizo, no le gustaba y esa era la razón por la que llevaba preguntándole de esa agenda y lo que llevaba escrito en ella.

Reglas de oroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora