11 Cuando brille el sol - Valentina

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Llevo varios días en modo «indignada nivel Dios». Más concretamente desde que esa idiota arrogante me dejó como una ridícula en la terraza del Kaffas y se marchó después de aquella llamada.

Chinga.

Chinga su madre y toda su familia.

Sí señora.

¿Quién narices es Debs?

Si es que cuando digo que no se me arrima una buena es porque es verdad.

Lo peor es que sé que sin mucho esfuerzo lo habríamos hecho, y esa certeza me indigna todavía más, porque después del episodio de la cafetería podía hacerme una idea de cuál sería la conversación postcoital.

Me la imagino como algo, más o menos, así:

-Oye, Valentina, esto ha estado genial, pero no quiero que haya malentendidos entre nosotras.

-¿De verdad vas a soltarme ese rollo de «esto ha sido solo sexo»?

Yo me levantaría de la cama y empezaría a vestirme de forma apresurada, para lanzarle su ropa a la cara un segundo después, instándole a que ella también se vistiera y se largara rápido, porque todo esto hubiera ocurrido en la cama más cercana, o sea, la mía.

-Mira, Juls, no te confundas. No voy a caer rendida a tus pies después de un simple polvo. No eres para tanto.

Y se me habría llenado la boca con esa afirmación.

Idiota engreída.

Pero ¿qué mierda le pasa a la gente? Estoy hasta las narices de esa estúpida necesidad que tienen de dejar claro que son ellas quienes establecen las reglas del juego, por el simple hecho de habernos acostado. «Estuvo bien, nena, pero no te enamores de mi». Pero vamos a ver, morra, tú eres tonta y en tu casa no lo saben.

Y es entonces cuando recuerdas que con quince años te parece superromántico todo pero a los treinta entiendes que podemos vivir con el si te he visto, no me acuerdo y aquí no ha pasado nada.

Está claro, que maduramos y no siempre en el lado contrario esta la que quiere el cuento de hadas con un amor romántico y eso ¿Ok? Pues aquí ni ha pasado nada ni va a pasar, por muy buena que esté mi maestra Jedi, es una imbécil.

Ahora solo tengo que dejar de pensar en su maravilloso cuerpo lleno de curvas y una que otra tinta, su look despreocupado, su pelo revuelto, esos labios hermosos y rosaditos...

«Deja de pensar en esa vieja».

«Suerte con eso, amiga».

«¡Cállate, perra!».

Que fácil es decirlo y que difícil ponerlo en práctica, porque todos sabemos que la mayoría de las veces lo que crees que debes hacer no es lo que quieres hacer, y esa batalla interna que se desarrolla en silencio en lo más profundo de tu ser es agotadora. El instinto no razona, ni sopesa las consecuencias.

Pero la vida sigue, ajena a mi batalla interior con nombre y apellido, así que tengo que darme prisa porque quedé con Mariana para desayunar en La Dolce Vita, su cafetería favorita, que además está muy cerca del centro comercial en el que trabaja, y al paso que voy, no llego.

Abro el armario y saco un pantalón básico negro y una de las doscientas camisas de seda que tengo colgadas -y que me salvan la vida-, la afortunada de hoy es blanca, con la americana de cuero negra. Zapato plano, bolso tamaño maleta y ya estoy lista para un día más en la oficina. Una oficina a la que también voy a llegar tarde, pero que nadie se alarme, que ya tengo una coartada.

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