39 La tormenta - Juls

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—¿Esa era Valentina? —Deborah se quedó en la puerta sin apartar los ojos de la chica que corría escaleras abajo—. ¡¿Por qué no avisaste que estabas con ella?!

—No me dio tiempo... —Deborah arquea las cejas—. Apareció sin avisar y...

—¿Y acabaron cogiendo contra la puerta de la entrada, el sofá y todo esto?

—Más o menos.

—Pues no parecía muy contenta. Por cierto, debes limpiar todo, asco!!!

—Vió tus mensajes.

—Chingaaa...

Deborah y yo somos amigas desde hace años y mantenemos una relación, digamos, especial, podemos quedar para tomar unas cervezas y contarnos la vida o para servir de ayuda mutua, eso sí, sin esperar nada más la una de la otra, sin expectativas, reproches, y, mucho menos romanticismo, ella es una buena amiga, ambas pertenecemos al club de terapia emocional y las dos nos apoyamos en nuestros malos momentos.

Deborah me conoce mejor que nadie. Eso es algo que me quedó claro después de la conversación que mantuvimos hace tan solo una semana en su casa, un minuto después de haber hecho terapia y estar acostadas en el suelo.

—¿Vas a contarme qué te pasa? —Se giró hacia mí, apoyada sobre su codo, y hundió los dedos en su larga melena.

—¿Por qué crees que me pasa algo?

—Es la segunda vez que apareces en mi casa, desesperada.

—Tú has aparecido en mi casa desesperada muchas veces.

—Precisamente por eso —rebatió—. Vamos, cuéntamelo. ¿Quién es ella?

La pregunta me cogió desprevenida, pero no había rencor en su voz.

Aquella noche le hablé de Valentina.

No tenía sentido no hacerlo.

*

—¿Y a ti qué te pasó? —le pregunto en cuanto entra en mi apartamento.

—Mi día ha sido un desastre. ¿Sabes la cantidad de weyes que mienten en las aplicaciones de citas? Debería ser ilegal, fuck.

—Ya sabes lo que opino de las aplicaciones de citas.

—¿Que son para desesperados? —dice con burla—. Pues, ¡sorpresa!, yo lo estoy.

Se queja dejándose caer en la silla de la cocina sin ningún reparo, más si tenemos en cuenta que lo de que no lleva ropa interior es literal. La tiene guindando en sus dedos.

—¿Por qué no llevas ropa interior?

—Si hubieras visto la foto del wey, lo entenderías.

—Lo único que entiendo es que yo iba a ser tu salvadora.

—Yo también he sido la tuya y no me he quejado.

Lo único que puedo responder a eso es... nada, así que hago lo único sensato que puedo hacer, cerrar la puta boca, y escucharla. Ella es una adicta sexual, y no es una bendición, para ella es una conducta compulsiva, involuntaria e irrefrenable, que mas allá de darle satisfacciones, le trae problemas.

*

Después de contarme el infortunado encuentro sexual con su supuesto nuevo ligue guapísimo que apenas abrió la cámara resultó ser muy desagradable a la vista y obvio se le bajó la líbido. Me meto en la ducha en cuanto Deborah se marcha  y me paso una hora intentando quitarme de encima el olor de Valentina con tal desesperación que estoy a punto de frotarme con la maldita esponja con forma de fresa de Mariana. Me doy por vencida, convencida de que no podría hacerlo ni arrancándome la piel a tiras y apoyo las manos sobre la pared para dejar que el agua caliente resbale por mi espalda y se lleve la tensión acumulada. Tampoco funciona. Las imágenes de todo lo que ha ocurrido esta tarde siguen paseando por mi cabeza con total impunidad.

Llego tarde a trabajar y encima tengo que aguantar la bronca de Teo, y no precisamente por el retraso, sino por el motivo de este. Ni siquiera sé por qué se lo he contado.

—¿«Has venido a coger y hemos cogido. Fin de la historia»?

—Es la puta verdad —me defiendo.

—Tienes el tacto totalmente anulado, colega.

Lo peor de discutir con Teo no es la bronca en sí, es el poso que te deja y que te hace plantearte hasta qué punto estás equivocada. Parece que va a terapia o que es el padrino que debemos tener todos los que nos damos cita en esos encuentros que sirven para desojarnos de nuestros demonios.

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