16 Mundo imperfecto - Mariana

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El sábado me despierto con un «buenos días» y el enlace a una canción de Coldplay Viva La Vida. Puesto que la noche anterior le había contado a Lucas que era uno de mis grupos favoritos —por suerte, no parecía compartir la opinión de mi hermana , quien decía que me gustaban porque eran igual de «tontis» que yo—, y que recuerde ese ridículo detalle me saca una sonrisa.

Remoloneo en la cama con la canción de fondo mientras rememoro las últimas horas. No termino de creerme que Lucas quiera tener una segunda cita conmigo, pero tengo que hacerlo porque hemos quedado esta noche. Me paso el día con la canción en bucle y un nudo de nervios en el estómago. No quiero hacerme ilusiones, pero nunca he sabido muy bien cómo se frenan los sueños.

*

Por extraño que parezca, esta vez no llego a la cita sudando como un pollo como en la ocasión anterior, tampoco me tiro la bebida por encima a la primera de cambio ni me atraganto con una croqueta en el bar en el que hemos quedado para picar algo en la zona rosa. «Gracias, Dios mío, gracias». La noche transcurre entre conversaciones, miradas furtivas y, al menos en mi caso, el mismo cosquilleo en el estómago que lleva acompañándome todo el día.

—Cuéntame cosas de ti —le digo.

—¿Qué quieres saber?

—Todo.

—¿Cuánto tiempo tenemos?

«Todo el que quieras».

Como si me hubiera leído la mente, sonríe y empieza a hablar. Tiene treinta y un años, es arquitecto y tiene su propio estudio justo al lado del bar en el que nos encontramos ayer. Le encanta la montaña y los deportes de aventura. Rafting, escalada, barranquismo, salto en paracaídas... La lista es larga y no solo deja mis aficiones a la altura del suelo, es que además asusta. Y mucho. Tanto que si me propone alguno de esos planes estoy dispuesta a hacerme la muerta.

Se acerca el botellín a la boca mientas me cuenta que le encanta la cerveza, las papas fritas y Metalica. Y yo me desinflo poco a poco mientras pienso que no podríamos ser más diferentes.

—No tenemos nada en común —evidencio con pesar.

—¿Por qué lo dices como si fuera algo malo? —rebate.

¿Acaso no lo es?

—No soporto a Metalicaa —reconozco. Cuanto antes lo sepa mejor.

—Puedo vivir con ello.

—Tampoco me gusta la cerveza —digo, señalando la botella que tiene en la mano.

La mira y se la lleva a la boca para dar un sorbo. Cuando la vuelve a dejar junto a su plato, se inclina sobre la mesa, rodea mi cuello con la mano y estampa su boca contra la mía, tomándome totalmente desprevenida. Su lengua se abre paso, baila con la mía, y deja en mi boca el regusto amargo de la cerveza.

—¿Y bien? —pregunta a escasos centímetros de mí cuando se separa.

Pero yo soy incapaz de responder porque lo único que pienso es que quiero que la distancia que ha dejado entre nosotros desaparezca y vuelva a besarme. Entonces caigo en la cuenta. Mi hermana tiene razón, no puedo quedarme siempre en el lado cómodo, como si no fuera más que una simple espectadora de mi propia vida. Tengo que dejar de esperar que las cosas ocurran, y hacer que ocurran.

—Todavía no estoy convencida.

Agarro la tela de su camiseta y tiro de ella hasta eliminar la distancia que nos separa y esta vez soy yo quien se lanza contra su boca sin pensar en nada más.

Ahora mismo el mundo puede irse a la chingada, que a mí me da lo mismo.

Salimos del restaurante y Lucas propone que volvamos a casa dando un paseo. Camino a su lado con las manos en los bolsillos de mi abrigo porque no sé muy bien qué hacer con ellas.

—Tengo dos entradas para musical de Grease —dice cuando estamos a punto de llegar a mi portal—. Son para el sábado. ¿Quieres acompañarme?

Acepto a gritos, con una sonrisa de oreja a oreja mientras asiento como una loca, pero es que... ¡es Grease! Yo había estado a punto de comprarlas semanas antes, pero no tenía a nadie con quien ir y no quería ser la paria sin amigos que se va sola a un musical.

Nos quedamos de pie, sonriendo, uno frente al otro, cada vez más cerca, como dos adolescentes que intentan alargar el momento. Solo somos él y yo, y un cielo plagado de estrellas que espero que sean fugaces porque tengo muchos deseos que pedir.

*

El domingo inauguro una nueva variante en mi ritual de limpieza que consiste, básicamente, en cantar a grito pelado mientras limpio, dándolo todo como Beyoncé. Me falla la voz, todo hay que decirlo, pero la única espectadora que acude al evento no se queja de mis gallos. Ya bastante tiene con quejarse de la elección musical. Y eso que he tenido la consideración de esperar a que se levante de la cama antes de subir el volumen a tope de power. Si es que soy un amor.

Juls sale del baño y me encuentra en mitad del pasillo, escoba en mano, cantando a la más grande —Rocío Durcal—. «Yo te doy, Toda mi vida y hasta más quisiera, Sabes bien, Que soy tan tuya hasta que un día me mueraaaa».

—Nunca pensé que diría esto, pero echo de menos a JuanLu —protesta, pero no le hago ni caso, a Juan Luis Guerra le falta la garra que requiere este momento.

—Baila conmigo. —Tiro de su mano, pero la muy idiota se resiste—. ¡Veeen! No seas un mueble viejo —lloriqueo, pero es inútil, mi hermana parece un insecto palo—. ¿Te mueves igual para todo?

Me mira ojiplática perdida. Como el emoticono ese de los ojillos saltones del WhatsApp. Igualito.

—¿Quién eres tú y que hiciste con mi hermana?

—¿Tienes alguna queja?

—Si obviamos tu evidente falta de gusto musical para un domingo... —Se burla, para variar.

—¿Hubieras preferido La gata bajo la lluvia? —Porque era mi segunda opción.

—Hubiera preferido que me clavaras astillas bajo las uñas. —Por la cara que pone creo que le duele solo decirlo, como si pudiera imaginar lo que sentiría si eso pasara, aunque se recompone enseguida—. Ahora en serio, no sé a qué se debe este cambio, pero me encanta verte feliz.

—Eso es lo más bonito que me has dicho nunca. —Hago un puchero. Estoy sensiblera y no me avergüenzo.

—Las palabras no son lo mío, pero sabes que te quiero Mariana.

—Y yo a ti, aunque seas mensa nivel mil.

Esa conversación culmina el mejor fin de semana que he tenido en mucho tiempo..

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