CAPÍTULO DIECIOCHO - EVITERNO I

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Mihail

El final de todas las secuencias de hechos que comencé en un momento del pasado con un único designio de darle continuidad a los propósitos iniciados en una etapa más remota de ese tiempo para la protección propagada de todos los que me importaban se convierte ahora en un nuevo inicio.

En los que mis anhelos egoístas retoman su curso de la individualidad inadvertida cuando la empecé a compartir con la intimidad inaudita en la que quedé envuelto por el encantamiento de una mujer que superó la sabiduría de un hombre como yo que, acostumbrado a desmentir la superstición, se enamoró de la bruja en su más atormentado hechizo que ahora me toca deshacer porque todo lo que inicia debe terminar.

Con mis dedos abro el corbatín dejándolo abierto sobre la camisa blanca, abro el botón de mi saco para templar lo que punza mi pecho y mantengo mi cabeza en alto avistando como la figura intensa de la causante de todos mis males pretende desaparecer frente a mis ojos en una fuga que me asegura que no habrá más que una cercanía por lo que nos unirá para siempre entre los dos porque hace meses que dejamos de ser pareja en una abstinencia de lo que ambos disfrutamos mucho.

Llego hasta donde está Mikaela levantando su cuerpo por sus brazos, peino su cabello observando como el señor Martinelli intenta detener a su hija y me concentro en la mía por las acciones que se estarán concretando en los siguientes minutos para proceder con lo que corresponde en este momento en el que una decisión ya fue tomada.

—Nos vamos —le digo mirando los mechones sujetos por los pasadores—. Vamos por Betelgeuse para irnos a casa —susurro caminando hacia el sitio en donde dejamos la maseta.

Avanzo hacia la plazoleta ignorando a las personas que se encuentran preguntándose por la madre de mi hija, tomo la caja por el lazo para colgarla de mis dedos, mi hija mueve su cabeza buscando a su mamá y sigo caminando para salir de este lugar en el que una capa de insensibilidad me abacora.

—¿Dónde está mamá? — me pregunta tirando de mi oreja.

—No lo sé— mascullo avanzando hacia la salida.

—Ve por ella, aunque no quiera que vayas por ella...

—Soy yo quien no quiere ir por ella — refuto mirando sus ojos.

—Si quieres, siempre debes querer ir por ella porque la amas, o ¿no amas a mamá, padre? —me pregunta deteniendo mis pasos, encumbro mi mirada para observar como el señor Martinelli informa a los demás que ella pidió que la dejaran a solas y estiro mis labios porque con su decisión me pacifica aun cuando rechaza una lucha en la que las ganancias serán para ella con su hija.

—No —afirmo eludiendo su mirada brillosa.

—Debes correr detrás de ella, aunque tú no quieras, aun cuando ella no quiera; es lo que hacen los que aman porque si en un futuro alguien que dice amarme no me persigue cuando le diga que lo odio mirándolo a los ojos no creeré en el amor...

—Eres muy pequeña para pensar en el amor —digo analizado su pensamiento—. Te prohíbo que ames a alguien antes de que te amé a ti para que no sufras por amor.

—¿Eso fue lo que pasó con ustedes?

—Le pasó a un amigo —susurro notando como me mira.

—El amor que nace del odio es eterno, padre —susurra agarrando mi cara entre sus manos—. Ustedes se odian mucho así que corre por ella.

Me abstraigo de su rostro porque no sé de donde está aprendiendo tantas estupideces, tan absurdas que rinden mis brazos para dejarla en el suelo, entrego en sus manos la caja a la vez que miro hacia el jovencito en la distancia con sus ojos puestos en nosotros en una cautela reservada a lo que le pueda ocurrir a mi hija y me encarrilo mirando hacia donde su madre corría hace segundos.

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