Capítulo 4: Recuerdos

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De repente lo recordé:
La canción del coche.

Todo empezó cuando yo tenía seis años, en un día deprimente y gris, en el que el amplio cielo sobre mí se encontraba totalmente cubierto por una densa capa de negras y enfadadas nubes cuando mis padres murieron.

Así empezó mi profundo sufrimiento, como ya escribí al principio del todo.

Mi madre, mi padre y yo éramos muy felices. Paseábamos, charlábamos… En uno de esos paseos, en un día soleado, mi padre recibió una llamada. 

Era de la empresa en la que trabajaba, lo querían mandar de viaje de trabajo durante un mes a Pekín, para finalizar un trato con una compañía china.

Todo iba a salir bien. Mi madre y yo lo íbamos a echar de menos, pero por suerte sólo iba a ser un mes. En principio…

Mi padre tenía previsto embarcar en el vuelo Madrid-Pekín, que salía a las 8:55 de la mañana. 

Era un día nublado, como ya he descrito anteriormente. 

Había tormenta, y el vuelo se retrasaría hasta las 9:45, para cuando el cielo debiera estar menos peligroso.

Mi madre y yo observamos como despegaba, a las 10:00, pero no imaginamos que una tragedia fuera a ocurrir poco después:

A las 14:34, mi madre recibió una llamada a su móvil, mientras estábamos yendo a casa en el coche, mientras sonaba ESA canción de piano que ahora tocaba Amaia, en la radio. Unos señores nos informaban de que el avión B-104, de la aerolínea Fast International Airlines, había perdido el control debido a la tormenta que había. 

Por lo visto, el sistema del avión había dejado de funcionar y los pilotos no sabían en qué dirección, ni veían nada por las ventanas.

A la una, en el fatídico minuto doce, se perdió el contacto con el avión desde la central y pronto iniciaron la búsqueda del avión y sus tripulantes. A las dos de la tarde, aproximadamente, el equipo de búsqueda vio que el vehículo estaba sumergido en el mar, en las coordenadas 35º 11' 3" N; 19º 32' 5" E, cerca de Chipre. Éstos eran los últimos datos que tenían las autoridades.

Cuando mi madre y yo nos enteramos de esta horripilante noticia, ambas rompimos a llorar desconsoladamente. Pasamos toda la tarde llorando.

Ya más a la noche, mi madre fue a su cama para intentar tranquilizarse y reposar, dentro de lo posible. Yo la acompañé para reconfortarla con mi compañía, por lo menos.

Entonces fue cuando me contó una bonita historia:

"Érase una vez un pequeño colibrí, de todos los colores que puedas imaginar: Naranja, rojo, verde, azul, rosa, amarillo… A ese pajarito le encantaba comerse el néctar de las flores e ir pululando por doquier. Ese animalillo estaba siempre feliz, porque tenía su néctar.

Un día, todo el néctar desapareció. Ya no tenía cómo vivir, ya no tenía sentido su existencia.

Estaba decaído y triste, y ya no era feliz.

Fue entonces cuando un día todos sus amigos y familiares colibríes le ayudaron a salir de la tristeza y le enseñaron que podía alimentarse de miel en vez del néctar que ya no había.

El pájaro se sintió feliz y siguó revoloteando por su bosque durante toda su vida. Nunca nadie ni nada más consiguió hacerle daño. Había superado sus problemas.

Esa eres tú, mi amor. Tú siempre has sido mi pajarillo hermoso que siempre revoloteaba feliz. Y quiero que sigas así siempre y nunca te rindas. 

¿Sabes? A veces pasan cosas malas en la vida, pero hay que superarlas. Todo se va a solucionar. Vas a esforzarte por ello y conseguir ser feliz. Ese es el único objetivo en la vida. Sé feliz por mí, ¿me lo prometes?"

“Mamá… No lo entiendo… ¿A qué te refieres…?”

"Ya lo verás, María. Tú sólo prométemelo por lo que más quieras. Cuídate, mi niña. Eres invencible, colibrí."

“Te lo prometo, mamá. Te lo prometo por mi vida. Te lo prometo por ti. Voy a ser feliz, no te preocupes. ¡Confía en mí!"

Todavía recuerdo cómo me sonrió con una sonrisa amable y amorosa, mientras sus ojos contenían una tristeza profunda e incurable y me dijo:
"Claro que confío en ti, mi María hermosa. Te quiero, mi colibrí. Nunca lo olvides."

Luego le respondí que igualmente y me fui a la cama, aunque no conseguí conciliar el sueño.

A las 23:47, me levanté a ver cómo estaba mi madre y lo que me encontré fue un cuerpo inerte mojado por lágrimas.

Recuerdo perfectamente gritar como desquiciada su nombre y pedirle que no me dejara sola. Llamé a la ambulancia, pero no pudieron hacer nada.

Al día siguiente los encargados de Protección de menores me metieron en el orfanato Aurora Juvenil.

Por cierto, este orfanato se encontraba en mi ciudad natal, Pamplona. A los dos años, mis padres y yo nos mudamos a Madrid en busca de más oportunidades laborales. Después, a mis cinco años, las autoridades decidieron que sería mejor para mí vivir en un orfanato en Pamplona (nunca me dijeron por qué).

Todo esto se lo conté a Amaia cuando me preguntó amablemente por qué lloraba.
Le pregunté si podía confiar en ella.
-¿En qué sentido?- preguntó desconcertada.
-En si me vas a apoyar y no se lo vas a contar a nadie- susurré entre sollozos.
-¡Claro que te voy a apoyar! Y no se lo contaré a nadie, tranquila. Para empezar, no tengo a quién contárselo; estoy sola. Esto lo llevaré a la tumba, lo prometo.

Mientras se lo contaba, observé que en la manga izquierda de mi jersey había una mancha que parecía ser mermelada de fresa, como la que había desayunado.

De repente, no sé por qué, otro recuerdo olvidado (qué irónico, ¿no?) me vino a la mente:
Estando en casa, cuando yo tenía como dos años y medio, mi madre debatía con mi padre si era el momento de darme comida sólida. Decidieron que sí, y mi madre me dio una tostada con mermelada de fresa.
Esa fue mi primera comida sólida.
Por eso me encantaba tanto, sin importar qué tan seguido la comiera.

El Sueño De ColibríDonde viven las historias. Descúbrelo ahora