Capítulo 43: El culpable

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Me desperté cerca de las seis de la mañana, con un molesto dolor de cabeza y un hambre feroz. Miré a mi derecha y vi a Amaia, quien al parecer también había dormido en el sofá ─para hacerme compañía, supuse─. Me levanté sin hacer ruido. Le puse la manta bien para que estuviera tapada y no pasase frío y me dispuse a ir a la cocina a por algo de comer.
Cogí la bolsa con bollos y me la llevé a mi habitación para no hacer ruido y, de esta forma, no despertar a mi amiga durmiente. La persiana de mi habitación estaba levantada. Todavía era de noche, pero no por mucho tiempo. Opté por comenzar a degustar el croissant relleno de chocolate. A él le sucedió un donut glaseado con azúcar que tenía un aspecto bastante tentador. Mi plan era comer y esperar el amanecer, que desde mi ventana se podría apreciar realmente bien. Seguía teniendo hambre, por lo que me vi en la necesidad de recurrir a mis provisiones. Las saqué del cajón. Ositos gominola, regalices, caramelos, galletas saladas, frituras de maíz, patatas campesinas… Me decanté por éstas últimas.
El sol empezó a querer dejarse ver y quitarle protagonismo a la bella luna llena que había en el cielo azul despejado. Me acordé del poema que me había contado Adrián hacía tiempo.
"Mi trébol eres tú.
Ojos verde esperanza,
sueños siempre cumplidos.
Atardecer sonriente,
bella oscuridad.
Sentimientos revelados,
amores encontrados".
Tan sólo de recordar a Adrián leyendo ese poema, me entraron ganas de llorar de nuevo.
Adrián.
“Bonito nombre”, dije en su día.
“Bueno, la verdad es que no tiene nada de especial. Es un nombre muy común”, respondió él.
Al acordarme de esos momentos, lloraba más y más. Ni siquiera estaba segura de por qué la conversación telefónica que había tenido el día anterior me provocaba tanta tristeza.
Él estaba agobiado. Yo también. Se puso a hacer suposiciones de que si él no hubiera hecho tal, Capitán no habría muerto. Se culpaba a sí mismo. Se sentía mal por algo que él no había propiciado. Él no tenía la culpa; nunca imaginó que algo así sucedería. Pero quiso darme a entender que todo habría sido mejor si no nos hubiéramos conocido. Lo primero que se me pasó por la cabeza es que él habría preferido, en efecto, no haberme conocido. De no ser así, se habría pensado mejor sus palabras. Porque sus palabras me herían. Sólo imaginar que habría sido mejor no habernos conocido, me da tristeza. Porque habíamos pasado bonitos momentos juntos, y nuestra amistad era bonita y aún nos quedaban cosas por conocer del otro, y, por lo menos yo, estaba dispuesta a conocerlo y pasar tiempo con él. ¿Sentiría él lo mismo?
“(...) De haber hecho que casi no nos volvamos a ver tú y yo. Me da rabia no haberte escuchado y hecho caso, y no haberte tenido en cuenta… Porque tú eres alguien que de verdad merece la pena tener al lado, y de verdad eres…”
Aquellas palabras sonaban románticas. Me daban una pizca de esperanza de que mi amor fuera correspondido… Pero no, seguramente no lo era. Además, si él preferiría no haberme conocido, entonces no merece la pena. Encima de tener que soportar el asesinato de mi gato a manos de su madre, tenía que lidiar con las hipótesis totalmente innecesarias de Adrián. No, yo no estaba dispuesta a tener que aguantar eso.
Probablemente había hecho bien en colgarle al teléfono, ¿no? Bueno, colgar siempre está mal, pero… Situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas, digo yo.
Y si Adrián quería decirme algo, llamaría, ¿no? Seguramente en algún momento sonaría el teléfono y sería él.

Seguí dándole vueltas al tema de Adrián bastante tiempo.
«No tiene sentido darle vueltas a eso. ¿Para qué buscarle tres pies al gato?», me repetía yo constantemente, intentando conseguir relajarme y pensar en otra cosa. «Es una estupidez», proseguía comentando en silencio.
Empezaba a dudar y cuestionarme todo. ¿Por qué me había enfadado con él? Igual había exagerado. Probablemente era eso. Al fin y al cabo, ¿qué había hecho mal él? Sólo se sentía culpable por algo que ni él había planeado ni provocado. Aunque… Era verdad que si no nos hubiéramos conocido, Capitán seguiría vivo. Pero… Lo cierto era que no servía de nada hacer suposiciones y arrepentirse de cosas del pasado. Hay que pensar en el pasado para aprender, no arrepentirse. No tengo ninguna máquina del tiempo para viajar al pasado y cambiar las cosas. El pasado no cambia; sólo el futuro lo hará. Y es lo que hay, es lo que toca; así es la vida.
Pero el tema en cuestión era Adrián, el chico con olor a agradable perfume en el que estaba pensando. Quizás no fue tan malo lo que dijo. Quizás el problema era cuándo lo dijo. Sí, seguramente era eso, porque todo aquello que mencionó no me habría molestado si lo hubiese dicho en otra ocasión. A todo esto, ¿qué había dicho? Prácticamente se me habían olvidado las palabras en cuestión. Pero el sentimiento de tener un nudo en la garganta que me oprimía seguía ahí, me acordaba de cómo me sentía en ese momento, pero no por qué.
“¿Y si yo no hubiera ido con Raquel y Javi aquel día que te encontramos y te desmayaste? ¿Y si no hubiera estado ahí para escuchar lo que es bruja había hecho, que había estado con Juan, traicionando a su mejor amiga? ¿Y si yo nunca te hubiera dado un beso? ¿Y si entonces yo nunca te hubiera contado la historia de los tréboles y no hubiéramos empezado con la extraña paranoia de los tréboles? ¿Y si yo no hubiera ido de sobrado diciéndole a Maribel que no quería verla? ¿Y si no le hubiera contado que sabía que había traicionado a Ana con Juan? ¿Y si hubiera podido pararle los pies a esa arpía que dice ser mi madre y…?”. De repente recordé cada palabra de lo que me había dicho.
Él se había sentido culpable, y se sentía mal. También me dolía eso, en parte; lo que menos necesitaba era que me intentara convencer de que era él el responsable de lo sucedido. Habían sido sucesos aislados que habían convergido por azar y habían dado lugar a algunas situaciones indeseables, pero no había tenido la culpa; no había hecho nada malo, porque no lo había decidido, porque en el momento en el que no eres consciente de algo, lo que hagas no puede ser clasificado como bueno o malo porque no fuiste libre al hacerlo, no sabías qué pasaría, y la acción llevada a cabo (como dejarle de hablar a Maribel) no era mala per sé.
«(...) Que cómo era capaz de hacerle daño a Ana, que eso le habrá hecho mucho daño y encima es tu madre y pues me cabreaba mucho que os hiciera daño a tu familia y a ti…».
De hecho, era probable que le hubiese dejado de hablar por mí, porque me había hecho daño a mí, y a mi madre también.
En el fondo, Adrián no había actuado tan mal. Desde luego no tenía la culpa de la muerte del felino. Durante nuestra conversación, se había puesto nervioso, pensando que tenía la culpa, y quizás dijo cosas que en verdad no quería decir. No creo que quisiera convencerme de que tenía la culpa para distanciarse de mí… ¿No? Espero que no. Pero… ¿Y si sí era así? ¿Y si había sido todo un plan para que me enfadase con él y así dejásemos de hablar? ¿Y si no me llamaba por teléfono y se olvidaba de mí?

─¡Ring, ring! ─Era el teléfono.
Eran ya las once de la mañana, y yo seguía en mi cuarto. Conseguí oír el timbre del teléfono porque tenía la puerta de mi habitación entreabierta. Me levanté de mi cama, donde estaba leyendo un libro, y bajé corriendo las escaleras.
El corazón me iba a mil. ¿Sería Adrián?
─¿Diga? ─contesté nerviosa, dándome cuenta de que me temblaba el pulso.
─¡María, cariño! ─dijo una voz cantarina─. Soy Carmen. ¿Qué tal estás?
─Ah, Carmen ─no pude evitar sonar decepcionada, pues no era Adrián quien se encontraba al otro lado de la línea─. Bien, ¿y tú?
─Yo bien, corazón. Te llamaba para preguntarte si tenéis todo listo para la boda. Venís, ¿no?
─Sí, sí; no te preocupes. Ya tenemos el vuelo de ida y vuelta, y tres noches de hotel reservadas.
─Recuerda que la noche del sábado os la pago yo, en el Milano Milestars, por la boda. Habrá comida y cena, y quizás acabe tarde.
─De acuerdo, bien.
─¿A qué hora sale vuestro vuelo?
─Está previsto que salga a las nueve en punto de la mañana, el día 3. Llegaremos tres horas y media después. Y nos quedaremos hasta el día 6.
─Vale, muy bien. ¿Necesitáis algo más?
─No, creo que ya está todo.
─Perfecto. ¡Pues ya nos veremos!
─Sí, allí estaremos, cuenta con nosotras.
─Venga, chao, corazón.
─Adiós.
Dejé el teléfono sobre la mesa y me quedé un rato mirándolo, pensando en que quizás mágicamente sonaba de nuevo. Pero no sería así. Adrián no me llamaría. Seguramente no querría hablar conmigo tras haberle llamado idiota. Y era curioso… En el fondo nadie había hecho nada malo. Sólo éramos dos personas dolidas que tenían miedo de hacer daño al otro.

—¡Madre mía! ¡Pero qué fuerte! —exclamó Raquel, sorprendida tras contarle lo sucedido los días anteriores.
—Ya.
—Pero no te pongas triste, María, que ya te llamará. No te preocupes —intentaba consolarme.
—Eso intento.
—Bah, no pienses en eso. Olvídate un poco de él —aconsejó Javi.
—Eso, y así estarás bien y volverá a dar señales de vida cuando menos te lo esperes y será toda una alegría —añadió Raquel.
Asentí, intentando parecer convencida.
Bajé la mirada en cuanto los demás hablaban de sus cosas. Me empecé a sentir profundamente triste de pronto. Ya sabía la razón.
«No puedo controlar pensar en él o no», me dije a mí misma. «Mi cerebro sabe perfectamente qué hacer, pero mi corazón no quiere seguir sus recomendaciones ni normas, y no hay nada que pueda hacer para cambiarlo. Es lo que toca. No se le puede pedir peras al olmo. Soy demasiado emocional. A veces desearía poder no serlo», me quejé por dentro. Dejé de reflexionar un par de segundos. No era todo lo que quería decirme a mí misma; había un trasfondo, y una mochila que iba cargando cada vez más piedras en cuanto me despistaba. Y cuanto más empeño ponía en quitar esas piedras, más aparecían, y más notorias eran.
«Suena siempre tan fácil… Hacer eso que quieres; suena fácil», pensé. «Pero aún teniendo un plan, escribiéndolo, imaginándolo con cada detalle… Siempre falta algo en ese rompecabezas que no me deja completar el puzzle de una vez por todas. Y no es una cosa; es una tras otra. Una tras otra, y se van sumando y van dejando heridas en mi felicidad, las que desearía que por lo menos cerraran de alguna forma y se hicieran cicatrices. Pero cada vez que una herida se cierra, aparece otra, y otra. E intento fingir que no pasa, que no me pasa nada. No me cuesta fingirlo. Pero me duele. Y lo finjo porque no lo quiero externar, porque no quiero que nadie me pregunte acerca de eso. Tanto si es alguien cercano como si no. Porque normalmente la gente sólo responde que no pasa nada, que ya se solucionará, que cada cosa a su ritmo… Y la teoría ya la conozco. ¿Por qué siempre cuesta tanto ponerla en práctica?».

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