Capítulo 26: Alfarería de los ramos, 23

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Rápidamente, sin cruzar palabra, nos dirigimos a la entrada, porque ya sabíamos perfectamente lo que queríamos hacer. Amaia descolgó del robusto perchero negro su abrigo blanco como la nieve y se lo puso. A continuación, me pasó el mío, de color marrón. Lo cogí y le di las gracias, mientras observaba el paisaje que se veía por la ventana del salón. Las plantas boscosas y verdes de nuestro jardín parecían tener frío.
Cogí mis llaves, que eran las que colgaban del llavero de Torre Eiffel azul, sólo por si acaso, pues Amaia traía las suyas y yo planeaba estar a su lado en todo momento.
─¡Ah! ¡Las cartas! ─exclamó Amaia asustada, y se fue corriendo hacia el mueble de la lámpara, donde se encontraban los queridos y a la vez odiosos papeles.
Yo puse cara de susto, pues ella me había sobresaltado cuando estaba sumamente tranquila y relajada.
─¡Ya está! ─anunció blandiendo las cartas que se encontraban en su mano derecha; jadeando, porque había corrido en tiempo récord, ya que tendría miedo de que se le olvidaran semejantes papeles tan importantes, aunque varios no se podían ni leer.
Me tendió las cartas y las cogí con la mano izquierda, pues con la derecha sujetaba una muleta. Mi pie derecho todavía seguía enyesado y adolorido, pero no tanto como antes, por lo que Carmen me había dicho que podía usar una sola muleta, ya que así sería más fácil desplazarme.
Salimos por la vieja puerta de roble de la entrada, que gruñó casi quejándose de que estuviéramos interrumpiendo su descanso. Mi amiga tiró del desgastado pomo dorado y cerró la puerta con llave. Mientras tanto, pude apreciar que hacía bastante frío.
─La meteoróloga dijo que ahora hacían cinco grados centígrados ─comenté yo, como dato curioso.
─Sí, no me extraña ─admitió, poniéndose sus guantes blancos a juego con su abrigo─. Pero tampoco es el día más frío.
Observé el picaporte plateado de la puerta, que tenía la imagen de un feroz león rugiendo. Siempre me había gustado mucho porque me parecía que transmitía un aire de rebeldía y fuerza admirable, justo el que creía que me faltaba y hacía falta, aunque hasta cierto punto me incomodaba e inquietaba. Imponía y se daba a respetar, pero de una forma un tanto agresiva e innecesaria; hacía parecer que dentro de aquella antigua y ciertamente algo descuidada casa habitaban seres temibles, o, por lo menos, desagradables. Pero, al final, ese picaporte ya llevaría muchos años acompañando a la casa, pues ninguno de los dos era de reciente construcción; y por tanto la gente no tendría por qué pensar que nosotras, las que vivíamos en dicho lugar, habíamos escogido ese picaporte por especial gusto. Amaia se había encontrado la casa abandonada y, en su momento, decidió convertirla en su nueva morada.
─Hace dos semanas hacían unos seis grados bajo cero a esta hora del día ─añadí─. Y si dicen que la próxima semana va a nevar muy fuerte, entonces la temperatura descenderá considerablemente.
─Sí, conviene no quejarse ─apuntó asututa─. Hay que apreciar lo que hay, porque puede ser peor.
Amaia siempre iba soltando frases filosóficas como si nuestra vida fuera un cuento para niños que quería enseñar sabias moralejas. Podría parecer demasiado optimista, positivo de forma ya tóxica, pero no; a veces también era pesimista, o simplemente realista, y esa original combinación de formas de ver la vida era agradable.
Cruzamos nuestro jardín delantero por el caminito de piedras blancas, marrones y grises, de preciosos tonos tierra; esquivando las plantas con aspecto salvaje, como siempre.
Después, abrimos la puerta de la valla de madera de pino o algún material similar que separaba nuestro hogar del resto del mundo. Amaia me cedió el paso. Salí y mi amiga también. Mientras yo pensaba en qué sería lo que le diría a aquel señor al que estábamos a punto de visitar, Amaia cerró la valla tras mí y me sobresaltó. Me giré sorprendida, levantando las cejas y abriendo mucho los ojos, porque abrir y cerrar puertas con sutileza no era precisamente el punto fuerte de mi amiga.
─Perdona ─ sonrió algo avergonzada y soltó una risa un tanto tímida y nerviosa, a pesar de que no era gran cosa y no creo que ella se sintiera extremadamente mal por ello─, ya ves que cerrar puertas con cuidado no es lo mío, je, je, je…
─Ni abrirlas ─solté con menos sutileza aún que la que tenía ella a la hora de abrir y cerrar puertas.
Se rio con cara de casi no poder creerse que yo había dicho algo tan directo y hasta borde.
─¡Qué sutileza! ¿Y luego me criticas a mí? ¡Y yo pensando que yo era demasiado directa y sincera…! ─espetó sorprendida y divertida, recalcando el último «yo».
Puse cara de susto sin mostrar mayor emoción que la sorpresa, sin sonreír ni nada. ¿La sorpresa es una emoción? Sí, creo que sí; sólo que no es buena ni mala, así que no es como el resto de emociones. Me sentía sorprendida de su reacción, pero también de la mía; yo no solía espetar semejantes comentarios de repente. Normalmente, habría respondido: “No pasa nada, no te preocupes”, en vez de echarle en cara y recalcar la escasez de sutileza que solía tener, que tampoco tenía tanta relevancia.
─Oye, pero no lo digo a malas, ¿eh? No tienes que sentirte culpable ─afirmó comprensiva─. ¡Si no ha sido nada!
─Ya, ya, si no me preocupo ─mentí yo.
Pero, al final, esto no había sido tan importante. Y yo, justo hace nada, había llegado a la conclusión de que debía de dejar de pensar tanto en lo que debería hacer y lo que no, y en si cada cosa que hago está bien.
─Chica ─y puso su cara de escepticismo, con una mirada taciturna pero que decía que no se lo creía─, ¡si pones una cara de susto que no puedes con ella!
La miré un tanto perpleja y sentí cómo me ruborizaba ligeramente, debido a que no me esperaba que mis gestos fueran tan obvios.
─Créeme que se ve lo que sientes en tu rostro, cuando es un sentimiento muy fuerte ─precisó convencida─; de normal tu cara es bastante inexpresiva y no dice nada, y entonces se nota más la diferencia cuando muestra alguna expresividad, aunque sea ligera.
No sabía muy bien qué responder a eso, por lo que decidí cambiar de tema. Seguíamos paradas frente a nuestra casa y ya serían cerca de las seis de la tarde; debíamos de dirigirnos pronto a casa de Juan y dejar de perder el tiempo.
Miré mi reloj y pude comprobar que, en efecto, eran las seis; tal y como yo había previsto. En concreto, eran las seis y dos minutos.
─Bueno, Amaia, tenemos que ir a casa de Juan ─protesté, buscando la dirección de su casa en las cartas que yo sostenía en una mano.
─Ah, claro, claro ─concordó la chica─. ¿A dónde tenemos que ir?
Proseguí buscando entre los sobres aquella dirección. De repente, pensé: “Pero… ¿Seguro que en la única carta seca, que había encontrado Carmen, venía su dirección?” Después de preguntarme eso, recordé que esa carta fue escrita por mi madre, para Juan, y por tanto debía de venir escrita la dirección de él. Pero, aunque mi deducción era lógica, ya tenía sembrada la duda en mí.
Afortunadamente, encontré la carta que siempre estuvo seca e intacta y ahí venía la dirección del hombre. Fue un gran alivio para mí, porque, aunque no quisiera, deseaba conocer la historia de mi madre, que en parte dependía de esos papeles.
─¿Y? ¿Cuál es la dirección? ─interrogó la jovencita.
─Alfarería de los ramos, 23.
─Ah, ¡ya sé dónde está esa calle! ─anunció contenta─. A ver, si nosotras nos encontramos por donde Caballo Blanco, por donde la iglesia, entonces tenemos que bajar la cuesta por el lado de la muralla.
─¿Por dónde está la casa de este señor exactamente?
─Está en Alfarería de los ramos, 23 ─bromeó mi amiga, y cuando vio que puse cara seria de escepticismo prosiguió─. Por la tiendita esa en la que rara vez compramos, pero que siempre que pasamos por ahí digo que qué bonito escaparate con gominolas.
─Ah, vale, vale. Ya sé cuál dices.
─Eso está a unos veinte minutos.
─¿Andando?
─Hombre, no tenemos coche, Colibrí.
─Ah, es verdad… ─admití yo, un tanto avergonzada de haber preguntado semejante estupidez.
─Perdona, no quería ser borde…
Le sonreí, indicando que no pasaba nada.
─¡Venga, vamos! ─sugerí yo, contenta, empezando a caminar.
Asintió alegre y comenzamos a andar lo más rápido posible. Lo cierto era que ir con muletas me obligaba a ir mucho más despacio, pero poco a poco había ido pillándole el tranquillo y ahora caminaba más deprisa, a un ritmo más normal y natural.
Íbamos caminando al lado de la muralla, y la vista era bastante bonita. Se veía la Rochapea y ya era casi de noche. El romántico atardecer había cedido el paso al bello anochecer, en diferentes tonos azules y casi violetas.
Miré el reloj y pude ver que eran las seis y veinte.
─¿Qué hora es? ─preguntó intrigada mi amiga.
─Y veinte ─respondí de manera corta y concisa.
─Pues ya no falta mucho. A lo sumo, cinco minutos.
Seguimos caminando, hasta que pasamos de largo la tienda que había mencionado Amaia.
─¿Estás segura de que aún no es? ─pregunté algo angustiada─. Esta no es la calle Alfarería de los ramos, y ya hemos pasado la tienda esa hace un rato…
─Ay, Colibrí… Que ya te he dicho que aún no es…
─¡Alfarería de los ramos! ─exclamé, apuntando con mi dedo índice la calle a nuestra izquierda.
Amaia miró el cartel que indicaba la calle y pudo comprobar que se trataba de la calle que yo decía. Giramos a la izquierda y continuamos por la calle en cuestión.
Caminamos un rato, hasta que mi amiga encontró el número que buscábamos.
─¡23! ¡Es aquí! ─anunció emocionada.
Nos paramos en seco y miramos fijamente el número 23 que se encontraba en la puerte, asegurándonos de que no se trataba de ningún error. Cuando dejamos de observar el número de la casa, las dos comenzamos a mirar de arriba a abajo el aspecto de la bonita casa que se encontraba frente a nosotras.
Se trataba de una casa bonita, pintada mayoritariamente de un color blanco bastante armonioso. Alrededor de las ventanas y la puerta, la pintura era de un color azul algo llamativo. En las repisas de las ventanas no había ningún florero, lo cual eché en falta, pues daba un toque muy especial y hermoso a las casas de esa zona. Probablemente el tal Juan, si era el que habitaba en aquel lugar, no era nada detallista. Pero soprendentemente, tenía el jardín bastante decente. A la derecha de la casa, pegada a ella, había un garaje, con la puerta de metal que se baja del mismo color azul que la pintura que acompañaba a la casa en algunos puntos.
Tras analizar detalladamente la fachada de aquella morada, Amaia y yo nos miramos, supongo que ambas pensando en si debíamos tocar a la puerta o no. ¡Claro que teníamos que tocar a la puerta! Habíamos salido de casa solamente para llegar allí, y ninguna de las dos queríamos dejar el asunto del pasado de mi madre sin resolver.
─Bueno, ¿quién toca? ─le pregunté a mi amiga, ya habiendo asimilado que probablemente íbamos a conocer a Juan─. ¿Tú o yo?
Dije eso con un tono frío, seco, áspero, que quizás le resultaría cortante y desagradable a otras personas, porque teníamos que decidir eso a la brevedad posible, pues el tiempo iba pasando y no pretendíamos tocar a la puerta a las diez de la noche.
─Toca tú, ¿no? ─dijo divertida─. Qué morro tienes, que quieres que toque yo a la puerta. ¡Si es sobre tu madre, no la mía! Yo no pinto nada, ¿sabes? Ni siquiera hacía falta que viniera.
Sí tenía razón en que yo debía de tocar a la puerta, y eso yo ya lo había pensado; sólo quería ver si me hacía ese favor, ya que a mí me daba muchísima vergüenza presentarme en casa de un desconocido preguntando por historias del pasado, y ella siempre era más lanzada y directa, y le costaba menos entablar una conversación normal con extraños. Y claro que hacía falta que ella viniera; yo sin ella no lo podría hacer. Lo que había dicho hacía parecer como que yo podía con todo, y no era así; muchas situaciones me sobrepasaban y eso me disgustaba enormemente.
─Vale, ya toco yo, chica… No te enfades… ─respondí algo molesta, abriendo la puerta de la valla y accediendo a la morada, acercándome a la puerta.
Vi que puso cara de sorpresa; seguramente se sentía culpable. Ese tipo de comentarios tan repentinos y algo maleducados había veces en las que no me hacían ninguna gracia. Ella debía de entenderlo y mejorarlo.
Noté en su rostro que estaba apenada, y cuando noté que iba a disculparse, pensé en cambiar de tema y sonreírle, para que pensara que no me importaba; pero en verdad sí me molestaba, por lo que decidí dejar que ella dijese lo que tenía que decir.
─Eh…
La miré con una mirada seria, casi fulminándola con la mirada, sólo que más tranquila y sin ánimo de causar problemas. Clavé mi mirada en la suya, con un aire taciturno pero molesto, mostrando quizás una pizca de odio y desprecio, a pesar de que no sentía eso; sólo estaba algo molesta y cansada. El tema de mi madre no era como para bromear, y claro que me daba miedo conocer su pasado, porque podría no gustarme, así que era natural que no quisiera tocar a la puerta.
¿Y todavía Amaia no me pedía perdón? ¿Por qué? ¿Estaría tan arrepentida que no le salían las palabras? No creo… Igual tenía que reflexionar sobre lo que pensaba decir, no fuera a ser que dijese algo inapropiado.
─Lo siento ─confesó apenada─. Sé que es un tema importante para ti y…
La seguí mirando fijamente, pero esta vez con menos odio y más expectante, a la espera de lo que iba a comentar. Claro que era un tema importante para mí el de mi madre, y ella lo sabía. Probablemente sólo le faltaba pensar un poco más antes de hablar. Ella solía hacerlo de normal, pero a veces se le escapaban cosas que no quería o no deberia decir.
─No debería bromear con eso de una forma tan cruel… Y de ninguna forma, porque bromear con eso siempre será cruel e inapropiado ─explicó─. No debería frivolizar con esos temas. Lo siento. No lo volveré a hacer.
Decidí que lo mejor sería no responderle, para que siguiera reflexionando sobre lo que había dicho. Pero tampoco pensaba dejar de hablarle y hacerle el vacío, porque eso sería igual de cruel o más, y por algunos pequeños deslices, no merecía que yo la castigara de semejante manera, si ella se había comprometido a cambiar y dejar de hacer las cosas que me parecían mal. Aparte de cruel, eso sería muy infantil; dejar de hablarles a las amigas cuando surgían problemas era lo que hacíamos cuando teníamos siete años. Ahora se suponía que éramos chicas más maduras, y totalmente conscientes de nuestros propios actos. Si ella prometía no volver a hacerlo y yo confiaba en ella, no habría ninguna razón para evitarla o tratarla mal. Yo creo que eso la destrozaría y se sentiría sumamente triste y culpable. Al fin y al cabo, ¿qué más podía hacer en ese momento que prometer cambiar y disculparse? Ya había hecho todo lo que podía hacer, y ahora sólo faltaría volver a confiar en ella y ver si realmente cambiaba de actitud. Lo que había hecho estaba muy mal, pero por lo menos creo que ella se percató de ello y más adelante tomaría en cuenta mis deseos, miedos, y cuestiones que me disgustan.
─Voy a tocar a la puerta ─avisé, con un tono ni muy frío ni muy cálido, pues yo seguía algo molesta pero entendí que ella no lo repetiría más, por lo que no quise ser cruel con ella─. Vienes, ¿no?
Había un trecho entre ignorar y simplemente cambiar de tema. En ese momento, cambié de tema porque ella ya había hecho todo lo posible por disculparse correctamente y yo estaba segura de que ella reflexionaría al respecto. No le dije: “Vale, te perdono” porque debía de entender que no todo era tan fácil como hacer algo malo y disculparse, y que así ya se acababa el problema. Me pareció asertivo hacer lo que teníamos que hacer, que era hablar con ese señor, a pesar de nuestros problemas, ya que había mucho que hablar y cada vez se iba haciendo más tarde. Poco a poco, me iría volviendo menos distante con ella y ella se iría sintiendo menos culpable, y así ambas podríamos continuar siendo muy buenas amigas y solucionar los problemas correctamente. Si ella se fuera sintiendo menos culpable, sería porque habría recapacitado mucho, y no se trataba de que se atormentase el resto de su vida por lo sucedido. En la vida hay que avanzar, sin olvidar el pasado; debemos tenerlo en cuenta y aprender de él. No puedes olvidarte de una herida y pensar que por eso va a desaparecer.
Amaia asintió levemente y apresuró el paso hasta llegar a donde me encontraba yo, a unos tres metros de la puerta de la casa. Juntas, caminamos hasta el porche hasta estar de frente a la robusta puerta de madera.
─¿Lista? ─pregunté, acercando la mano al picaporte.
Mi amiga asintió, así que cogí con mi mano izquierda el picaporte de hierro, pintado de color negro, con forma casi circular; y lo hice sonar tres veces seguidas.
Mi corazón iba a mil, ¿en serio iba a poder conocer el pasado de mi madre?

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