Capítulo 9: Una cita "perfecta"

31 11 19
                                    

Al día siguiente, Adrián vino a buscarme a casa a las once de la mañana.
Yo nunca había sido muy madrugadora, por lo que apenas me acababa de levantar.

Mientras me frotaba los ojos para ver si lograban abrirse y despertarse, abrí la puerta.
Solté un chillido sorprendida al ver que era ese chico el que estaba al otro lado de la puerta. Pero, ¿quién iba a ser sino él? Ya he mencionado que nunca recibíamos visitas. Hasta que apareció él en nuestras vidas.

Me esperaba con una caja roja en forma de corazón. Serían bombones. Qué amable.
Él llevaba un suéter azul oscuro y pantalones semi formales, como la ropa que llevan los chicos de los colegios privados, más o menos.
Mientras yo vestía mi pijama.
Mis pantalones eran color salmón, mientras que mi sudadera era rosa palo con rayas blancas en diagonal. También llevaba un albornoz azul celeste sin dibujo ni estampado, con un cinturón azul turquesa.
Él tan arreglado y cortés, como si fuera a ir a su primera cita en los años sesenta, y yo recibiéndolo en pijama.

Se rió al oír mi chillido y me dirigió una sonrisa cálida y comprensiva.

Estaba tan nerviosa y avergonzada de presentarme así, que le cerré la puerta en las narices, diciendo que ahora volvía.

Oí un bostezo a mis espaldas y pude intuir que mi compañera de casa se acababa de levantar.
-Oye, ¿qué haces cerrándole la puerta en la cara al pobre chico? Se ha puesto guapo para ti y te ha traído bombones… ¿y así lo recibes…? Bueno, tú verás. Yo voy a desayunar.

Qué directa y honesta. Sabía que tenía toda la razón, y me sentí aún peor al oír esas verdades. Sentí cómo me ruborizaba por completo.
Subí las escaleras y fui a mi cuarto.
Tardé quince minutos en decidir qué ponerme, pero finalmente escogí un vestido azul claro con florecillas (con medias por debajo, porque fuera hacían como cuatro grados) y unas zapatillas blancas.
Podría haberme tomado más tiempo para escoger, pero tenía a una persona esperando a que saliera o le invitara a pasar a mi casa.
Bajé corriendo agitada para no hacer esperar al chico.

-Amaia, dime, ¿tengo la cara roja?

-Estás perfecta. Pero si quieres verte, ya sabes que hay un espejo en la pared, arriba de la mesa de la entrada, Colibrí.

-Gracias.

Estaba toda roja y parecía un tomate. No podía verlo así, qué vergüenza.
Se ve que Amaia vio que estaba nerviosa y dudando de qué hacer.

-Ya así estás bien. ¿Para qué te intentas cambiar? Esa chica colorada eres tú, así eres. Eres perfecta tal y como eres.

Parecía psicóloga.

-Parece sacado de un póster de unicornios rosas con arcoíris de fondo, pero gracias.

Me sonrió divertida. Sabía que tenía razón, lo cierto es que sonaba un tanto cursi.

Abrí la puerta y ahí seguía el joven.

-Perdona por hacerte esperar… y por cerrarte la puerta en las narices… Puedes pasar y desayunar algo. Yo todavía no he tomado nada.

-No pasa nada, tranquila, no te preocupes -dijo riendo-. Bueno, gracias por el ofrecimiento. Sí que me apetecería tomar algo.

Entró a la casa y pasó a la cocina. Se sentó en una silla y preguntó si teníamos algún bizcocho o galletas.
Le ofrecimos un bizcocho de chocolate, el cual aceptó educadamente.

Yo creo que Amaia había notado que el chico me gustaba, porque parecía no haberse querido involucrar y ahora buscaba cualquier excusa tonta para dejarnos solos. Sinceramente creo que a ella también le hacía tilín el joven, pero había decidido quedarse al margen por mí.
Lo cierto es que él y yo formábamos una bonita pareja.

Amaia había propuesto que Adrián y yo saliéramos a pasear a la calle sin ella, porque tenía cosas que hacer. Honestamente, creo que era mentira, pero se lo agradezcería mucho si fuera el caso de que eso fuera una nueva excusa cutre, porque había funcionado.

Él chico y yo charlábamos animadamente. Él siempre mostraba interés por lo que yo le decía y era muy atento y respetuoso conmigo. Parecía el hombre ideal.
Pero…
¿Acaso existían hombres perfectos? Claro que no; eso debía de ser una bonita fachada. ¿Qué defectos me estaría ocultando? No puede ser tan genial todo…

Pronto lo descubrí. Aquella faceta tan romántica ocultaba una obscura realidad que yo no querría aceptar.

Estábamos paseando por el mismo sitio al que habíamos ido ayer los tres, donde se encontraba el poema del trébol.
Al llegar, decidimos sentarnos en un banco.

-Oye, ayer me fijé en que tu amiga te llamó "Colibrí".

No. No podía estar pasando otra vez… Cada momento en el que me sentía plenamente feliz, era precedido por una desgracia y sufrimiento inmensos. Siempre igual.
Tenía un corazón y ánimo tan frágil, que bastaba cualquier estupidez para derrumbarme.
Nunca iba a conseguir cumplir el sueño de mi madre. Nunca podría estar orgullosa de mí.

-Sí, es un apodo que me pone Amaia.

-¿De dónde viene, si se puede saber? -preguntó con buena intención.

No le iba a contar la historia. No me apetecía nada hablar de ello y ponerme a llorar como una niña pequeña. No quería mostrarme tan débil ante él, mi hombre aparentemente perfecto.

-La verdad es que no me acuerdo- mentí-.

-Pues es muy bonito. Te pega bastante.

Se quedó mirándome fijamente a los ojos, expresando deseo y amor. Pasión.
Mis ojos, por el contrario, expresaban temor y timidez.
Fue entonces cuando se acercó a mí y me dio un dulce beso en los labios.
Me quedé paralizada, en estado de shock. Sorprendida de que todo sucediera tan rápido. De que tan rápido expresara sus sentimientos hacia mí.
Después de unos largos segundos, separó sus labios de los míos y se quedó mirándome, esperando unas palabras por mi parte.
Tardé en reaccionar.

No quería que todo avanzara entre nosotros tan rápido. Tenía miedo de que algo fuera mal. O de decepcionarle con mis mentiras y secretos. No nos conocíamos. No debíamos ser novios aún. Era muy pronto.

Seguí mirándole a los ojos. Mis ojos estaban asustados y temerosos.
Vi cómo sus ojos pasaban de mostrar cariño a expresar cansancio, impotencia y frustración.
-¿Por qué demonios no dices nada? ¿Te expreso mi amor y lo que recibo es una mirada cobarde y un silencio? ¿Por qué no puedes decirme algo, lo que sea?

Era verdad que mi mirada era cobarde. Como yo. Pero él no tenía derecho a reprochármelo. ¿Quién se creía para criticar mi forma de ser y actuar? Si no sabía por qué actuaba así, ¡que no comente! No tiene derecho a hablar sobre mi vida, cuando no me conoce. No puede creer que de la noche a la mañana le voy a revelar mis problemas y sentimientos. No se puede. Por lo menos, no conmigo. Yo no soy así, no puede pedirme que sea otra persona diferente.

Me estaba hartando definitivamente. ¿Cómo podía ser tan insensible y poco comprensivo? No me iba a quedar callada, así que decidí soltarle sin tapujos lo que pensaba en ese instante:

-¿¿Perdona?? ¿Me conoces desde hace tres días, me besas y ya te crees que me conoces? Porque has de saber que no sabes nada de mí. Y vas a seguir sin saberlo toda la vida. Te vas a quedar con la maldita intriga de conocerme porque no te pienso ni mirar a la cara. Das asco. Eres repelente, repugnante, hipócrita, insensible e idiota. ¡Escornacabras, abundio, chisgarabís, catacaldos y zampalimosnas!

Vi cómo él se mostraba algo preocupado, con mirada de sentirse culpable.
Me di media vuelta y me fui, indignada y decepcionada, oyendo cómo gritaba mi nombre. Lo ignoré por completo.

Suficientes estupideces por un día.

El Sueño De ColibríDonde viven las historias. Descúbrelo ahora