Al día siguiente, lunes, era ya la una del mediodía y Amaia aún no había aparecido por el salón, como hacía de costumbre. Normalmente, ella a las nueve y media de la mañana ya estaba despierta y con bastante energía, comparada conmigo; yo solía levantarme a las once y media, aunque es verdad que dependía del día. Por ejemplo, había veces que me costaba una barbaridad conciliar el sueño y entonces cuando me dormía, no me despertaba hasta la una. Y había ocasiones en las que me despertaba pronto ─las ocho y media, nueve─ y con más energía de lo usual. En fin, sería también por las hormonas.
En el orfanato criticaban a los niños que dormían una siesta más larga de lo habitual, o si en fin de semana dedicaban más horas a dormir que a jugar. Las horas que cada persona necesita dormir dependen de cada uno, así que no son criticables; no afectan a los demás.
Pensé que lo mejor sería esperar media hora más y ya después ir a su cuarto y ver si todo iba bien. Quizás estaba ya despierta pero dibujando o leyendo, o simplemente necesitaba dormir un rato más de lo normal. No quería incomodar.
Despacio, porque no tenía mi muleta a mano, fui al salón y abrí un tomo de la enciclopedia sobre la Historia de Rusia que teníamos ahí. No sé realmente por qué escogí abrir ese libro, si la historia ni me llamaba. Es cierto que es necesario saber algo de cultura general y la historia es hasta cierto punto interesante, pero en verdad no me apetecía mucho empezar a leer eso a esas horas; buscaría algo más ligero y sencillo que hacer a esas horas mientras esperaba a que Amaia apareciera por esos lares.
Miré de arriba a abajo una estantería de las varias que se encontraban en nuestra sala de estar y empecé a pensar en qué pasatiempos había por allí.
Libros de Sudoku. Amaia siempre lo había odiado; lo encontraba monótono, exhasperante, inútil y estúpido. En cambio, yo había tenido mi época en la que el sudoku era casi mi mayor pasateimpo, y en el que lo encontré divertido y sencillo. Pero ahora ya me encontraba un tanto cansada de aquella actividad.
Punto de cruz. Amaia a veces hacía, pero tampoco se obsesionaba con ello; lo hacía de vez en cuando, cuando le apetecía. Yo, hacía tiempo, dedicaba todo mi tiempo libre a ello. Era algo muy laborioso y también bonito, sí. Me comprometía conmigo misma a terminar un diseño y no paraba hasta que lo acababa. Ahora mismo no disponía de tanto tiempo como para obsesionarme con esa manualidad.
Libros. Muchos libros. Podría empezar a ojear algún libro de psicología, para aprender más sobre la inteligencia emocional, en particular. Me levanté del sofá y me aproximé a la estantería. Miré de izquierda a derecha, y de arriba a abajo, pero no estaba el libro Inteligencia Emocional, de Daniel Godman. Quizás mi compañera de casa lo estaba leyendo y lo tenía en su cuarto; recientemente me había comentado que estaba interesada en leerlo.
Al sacar algunos libros para ver su portada, se cayó un libro de partituras de piano.
Podría empezar a tocar el piano. Teníamos uno en casa, que tocaba Amaia, y la música siempre me había interesado, desde pequeña. Amaia lo tocaba desde hacía tiempo. Aprendió de forma autodidacta, como sólo ella sabe hacer. Yo me vería incapaz de aprender por mi cuenta. Además, siempre he sido de la idea de que no hay nadie mejor para enseñar que un profesor, sobretodo en la música. Quizás estaría bien ir a una Escuela de Música. Lo consultaría con Amaia.
Era la una y media. Decidí ir a la cocina y cocinar la lasaña que habíamos planeado comer ese día. Una vez que estaba ya lista, sólo había que meterla al horno y esperar un rato.
Apareció Capitán por ahí.
─Mawwwww… ─maulló en un susurro.
Me agaché, apesar de que no era bueno para mi pie, para acariciarlo y preguntarle qué ocurría.
Me enseñó un trébol de cuatro hojas y maulló suavemente una vez.
Pasé mi mano derecha por su cabeza, acariciándolo.
«Creo que el gato no está al tanto de que hoy mismo volveremos a visitar a Juan y pronto resolveremos todo este lío de los tréboles y del pasado de mi madre», reflexioné en silencio.
Pensé en explicárselo, pero, al fin y al cabo, se trataba de un gato solamente, ¿no?
Opté por coger esa planta del suelo y darle las gracias. El felino de ojos morados amatista se marchó.
Encendí la televisión. Nada nuevo. Noticias sobre política y actualidad, pero lo cierto era que se trataban de las mismas del día anterior. Paseé de canal en canal a la espera de ver algo interesante. Me detuve en la 3, donde estaban echando El tiempo. La meteoróloga estaba explicando las fuertes nevadas que caerían ese día y los siguientes, y que sería mejor no salir de casa.
Yo ya había olvidado que se avecinaban temibles borrascas, y daba por hecho que seguiríamos visitando a Juan en los días que se aproximaban.
La mujer de la televisión advirtió que a partir de las cinco y media caerían fuertes borrascas por la ciudad en la que vivíamos.
¿Debía de ir a casa de Juan? ¿Y si me ocurría algo? ¿Y si me resbalaba y me caía y luego no me podía levantar? ¿Y si la lesión en mi pie empeoraba? No, pero iría con Amaia; no pasaría nada. Y, además, los meteorólogos a veces se equivocan en sus previsiones, ¿no? Aunque quizás no en algo tan concreto como fuertes nevadas… En fin, ya lo hablaría más tarde con Amaia.
Y ya eran las dos y diecisiete y mi compañera de casa seguía sin aparecer. Pensaba esperarla para comer, pero lo cierto era que me estaba entrando hambre, ya que ni tan siquiera había desayunado.
Subí las escaleras y me dirigí hacia su cuarto. Justo cuando iba a tocarle a la puerta, salió.
─Ah, hola, Colibrí ─saludó amistosa, con voz gangosa y apagada─, ¿qué tal?
─Bien… ─me sorprendí un poco de encontrármela de repente ahí, y lo cierto es que su color de piel ahora tan pálido no me otorgaba gran tranquilidad─. Bien, sí. ¿Tú?
─Bueno ─y suspiró─, pues ahí voy. Me duele bastante la cabeza y estoy como súper resfriada.
─Te habrás pillado algo ─intuí─. Pobre de ti.
─No, si no estoy tan mal. A la de malas me tomo un Paracetamol.
─Sí, creo que tenemos abajo en la cocina ─expliqué─. Hay alguno caducado, mira bien la fecha de caducidad del que vayas a tomarte.
Yo fungía como hermana mayor a veces, a pesar de que ella tenía ya dieciséis años y medio, dos más que yo. En verdad nadie me lo había pedido, ni la jerarquía que en todo caso debería de haber funcionaba así, pero era cierto que en algunas ocasiones yo parecía la mayor de las dos en lo que se refiere a actitud. No obstante, en ese momento no era el caso; simplemente ella era la enferma y yo no, y yo sería quien cuidaría de ella en caso de que fuera preciso.
Me dijo que iba a ir al baño y ahora bajaba a la cocina y comíamos.
Saqué la lasaña del horno y las serví en platos. Esperaba que a Amaia le sentara bien la comida y la disfrutara. Puse los platos en la mesa de la cocina y esperé pacientemente a que Amaia bajara.
Bajó y empezamos a comer.
─¿Has visto que está nevando? ─preguntó ella.
Giré la cabeza en dirección a la ventana de la cocina y vi que, en efecto, estaba nevando. Aunque no mucho.
─Sí, ya veo. Dicen que a partir de las cinco y media van a caer grandes nevadas y que es mejor no salir de casa.
─Jobar, pero justo a esa hora íbamos a ir a casa de Juan… ─comentó apenada.
─Ya, pero no podemos exponernos.
─Yo creo que no voy a poder ir haga el tiempo que haga, porque me sigue doliendo la cabeza bastante y, si salgo, encima me voy a poner peor.
─Yo tampoco debería de ir, que igual me resbalo y me rompo aún más el pie.
─Es verdad… Igual es mejor que nos quedemos las dos aquí.
─Lo de Juan con Maribel y con Adrián me tiene muy intrigada, la verdad. No sé qué pintaría mi madre en esa historia ─expliqué─. Pero supongo que hoy no podremos resolverlo.Decidimos no salir de casa. Pasaron los días y Amaia poco a poco iba poniéndose mejor, nada de lo que preocuparse. No ocurrió nada fuera de lo común, digno de ser contado, hasta el sábado. Seguía nevando, aunque un poco menos. Pero eso no fue extraordinario. Lo raro, lo que no nos esperábamos era que tocaran a la puerta, y eso sucedió después de comer, hacia las cuatro y media.
Toc, toc, toc.
Amaia y yo nos miramos, como preguntándonos de quién podría tratarse. No creí que fuera Adrián. Ese joven no me parecía a mí que tuviera el valor de presentarse en mi casa y, además, nadie se lo había pedido. Poca gente más sabía dónde vivíamos. Quizás era el cartero, que sí tenía constancia de que ésa era nuestra morada, lógicamente.
Le di dos vueltas a las llaves de las que pendía una Torre Eiffel de color azul para que la puerta pudiera abrirse. Tiré del pomo y ya pude observar quién se escondía tras la puerta.
Era una joven de ojos de color marrón oscuro, labios finos y cabello castaño recogido en una simple pero agradable trenza. Llevaba un gorro azul oscuro con aspecto de ser muy calentito, junto con un abrigo hasta las rodillas del mismo color, muy elegante pero juvenil. Era Raquel.
Me di cuenta de que hacía un frío helador y la pobre chica moqueaba y tenía la nariz bastante roja.
─¡Hola! ─saludó alegre, con su voz cantarina.
─¡Hola! ─respondí animada─. ¿Qué haces por aquí?
─Verás, es que el día que te fuiste pues yo estaba triste y tal, y no sabía que te ibas, si no, me habría despedido mejor de ti, ¿sabes? Entonces, después me quedé como sorprendida de que no estuvieras y entonces ya después Carmen me dijo que es que te habías ido, y entonces me sentí como culpable.
Aunque la muchacha me caía muy bien y era muy agradable en general, aún no terminaba de acostumbrarme a aquellas avalanchas de muletillas y “entonces”, y “después” que a veces tenía. Igual estaba nerviosa. O se le estaban congelando las neuronas por el frío, quién sabe… Pero, independientemente de eso, me alegraba su visita. Yo tampoco me había quedado muy contenta con cómo había sido nuestra despedida.
─Ajam ─asentí con la cabeza, en señal de que deseaba que prosiguiera.
─De repente apareció Adrián por ahí, no sé ni por qué, y le pregunté si sabía dónde vivías, aunque la verdad es que no tenía muchas ganas de hablar con él después de lo que me había hecho. Aunque, bueno, es verdad que me llevó al hospital y todo, y en parte pues eso fue amable de su parte. En fin, que me dijo la dirección y Carmen me dejó venir ahora que ya me siento mucho mejor.
Finalmente habían desaparecido la mayoría de las muletillas inútiles que se habían presentado en sus anteriores frases. Era un agradable descanso para mis oídos.
─Bueno, ¿no quieres entrar en casa? ─le dije─. ¡Me está dando hipotermia con tan solo verte ahí pasando frío!
Se rio y pasó.
Amaia estaba en la sala de estar, viendo sus telenovelas turcas que yo aborrezco ─demasiada violencia y toxicidad para mi gusto─, y supuse que había estado escuchando toda la conversación.
─¡Hola! ─saludó nuevamente Raquel, esta vez al entrar en el salón.
─Holaa ─respondió Amaia desde el sofá─. ¡Ven, siéntate en el sofá!
─Ahora llevo galletas, vete sentando si quieres ─añadí, amablemente.
─De acuervo ─aceptó la chica que me había acompañado durante mi estancia en el orfanato y también en el hospital.
Fui a la cocina y, mientras buscaba algo de comer, pude escuchar parte de la conversación que mantenían las chicas. Se trataba de algo sobre que el abuelo de Amaia también decía “de acuervo” o no sé qué historias.
Vi una caja de metal, de esas que tienen o galletas, o dedales e hilo de la abuela. Lo que encontré fueron pastas de aquellas tan típicas. De esas que vienen en surtidos. Había algunas con mitad cubierta de chocolate, otras con nata y otras cuantas con un punto de mermelada en el centro. Estaban ricas. Me gustaban ese tipo de galletas que se deshacían así como si se tratase de arena y tenían un sabor característico y típico que todos hemos probado en repetidas ocasiones a lo largo de nuestra vida. Siempre han sido un clásico que nunca falla.
Al lado de la caja de metal había un envoltorio con palmeritas clásicas, de las de toda la vida. Sin recubrimiento de chocolate ni nada que no sean grasas saturadas, azúcar, huevo y harina. Esas también serían buena opción.
Pensé en qué podría ofrecerles de beber. Iba a preguntarles desde la cocina pero me di cuenta de que sería iútil, ya que yo estaba en la cocina y ellas en el salón. La cocina era americana y se veía perfectamente la sala de estar, pero se encontraba un poco alejada de donde se encontraban ellas, porque nuestro salón era bastante grande. Aparte, pegar gritos de una parte de la casa a otra no me parecía muy buen sistema para comunicarse.
Me acerqué a la sala de estar para saber qué querían tomar, y una vez que me respondieron, fui a la cocina y volví. Llevé los pedidos, nos sentamos y comenzamos a charlar sobre nuestras cosas. Después de un rato, decidí que estaría bien contarle a Raquel nuestros descubrimientos acerca de Juan y todo lo relacionado con ello. Ella parecía ser alguien de fiar, siempre con buenas intenciones.
ESTÁS LEYENDO
El Sueño De Colibrí
Teen FictionMaría es una niña huérfana muy curiosa y con mucha imaginación, que siempre sueña con un mundo mejor. En su camino para encontrar la felicidad vive muchas aventuras surrealistas. ¿Dónde termina un sueño y empieza la realidad? Esta joven narra todas...