Capítulo 20: Felicidad e imaginación

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Amaia siempre dice lo que piensa porque tiene mucha seguridad en sí misma. Quizás a mí me falta eso. Pero no pasa nada; espero que me aporte esa seguridad y yo le aporte a ella algo que necesite. Así funcionan las buenas amistades, ¿no?
─¿Y Raquel? ¿Dónde está? ─pregunté.
Lo cierto es que yo la echaba de menos; quería contarle cosas sobre mi vida, y que ella me contara las de la suya, porque hacía siete años que no nos veíamos.
─Está con su primo, viendo a su abuela ─explicó Carmen─. Está malica la pobre, creo. No sé bien qué tiene.
─Pobres… ─murmuró Amaia.
─Pues sí, pero, ay, qué le vamos a hacer… ─comentó la carismática enfermera.
─Quería ver a Raquel… ─espeté de repente.
─Claro, normal, hija, si es que hacía años que no os veíais. Una amistad tan bonita como las de la infancia no debe desaparecer por el simple hecho de no verse.
─Ya os veréis, Colibrí. Piensa que no verse no significa distanciarse.
─Lo sé ─afirmé─. Aunque mucha gente lo confunde.
─Bueno, chicas… ─dijo tras un largo silencio, y suspiró cansada─. Amaia, tú deberías irte a casa cuanto antes, y tú, María, deberías dormirte ya; necesitas descansar y son las diez.
─¿Tan tarde? Vaya, no me lo esperaba… ─admitió sorprendida, dando un salto en mi cama, como señal de sorpresa─. Decían que alrededor de esta hora iba a empezar a nevar muy fuerte…
─¿Pues a qué esperas? ─pregunté yo, sonriente.
Se levantó de golpe, se puso su abrigo y se quedó de pie, parada, observando la nada, pensativa.
─¡Venga! ─animó la señora de cabello corto y castaño y ojos del mismo color─. ¡Con suerte no te mojarás mucho más!
Amaia se dirigió hacia la puerta rápido.
─¡Deberías correr! ─grité yo, divertida.
─¡Hasta luego! ─exclamó mi amiga, cogiendo el pomo de la puerta.
─¡Hasta luego! ─nos despedimos casi al unísono la enfermera y yo.
Se oyó cómo se cerraba la puerta de color blanco de una forma tosca, como sólo Amaia sabía hacer. Ella era, en cierto modo, algo bruta. Quizás eso tenía algo que ver con su personalidad atravancada y lanzada, segura de sí misma, y también muy directa y sincera. Esto último es de las cosas que más me gustan de ella y a la vez, los aspectos que más odio. Hace falta sinceridad en este planeta, pero a veces es excesiva e innecesaria, y es ahí cuando hace daño al mundo. Pero, aún así, ser sincero, aunque haga daño a la gente, no es lo peor que se puede ser; «Una verdad perjudicial es mejor que una mentira útil», según Nietzsche. Por ese lado, sí que prefiero mil veces a alguien sincero y directo, aunque sea en exceso, a alguien mentiroso. Aunque a veces es mejor una mentira que ayude al mundo que una verdad que lo dañe, ¿no? Eso me suena que era una frase también. Sólo que ahora estoy hablando a nivel individual, no a nivel grupal, de toda la sociedad.
─Bueno, María, yo ya me voy. Tú duérmete.
─Vale ─respondí─, adiós.
Se fue. Ahora estaba sola en la habitación, y, siendo sincera, no tenía nada de sueño.
Deslicé mi mano por la pared y apagué la luz de arriba, que iluminaba toda la sala. Encendí la de la lámpara de la mesilla de noche, que era más tenue y cálida, para relajarme y prepararme para dormir.
Llevaba puesto el pijama blanco que me había dado la enfermera, para dormir. Coloqué la almohada a mi espalda de forma que me resultase lo más cómoda y blanda posible y abrí el cajón de la mesilla en el que yo tenía algunos objetos personales. Durante un par de segundos, analicé con la mirada las cartas que había dejado dentro del cajón. Las toqué y pude comprobar que seguían algo húmedas. Acto seguido, cerré el cajón. Ni siquiera podía leer el contenido de las cartas, entonces pensé que no tenía sentido observarlas, pero, como decía Amaia, probablemente venía bien saber que seguían ahí, como un recuerdo más de mi madre.
Decidí tumbarme en la cama boca arriba y admirar el blanco techo que se encontraba sobre mí. Podría ser buen momento para reflexionar, así que empecé por pensar a cerca del tema de la felicidad, con el cual estaba bastante obsesionada. No era para menos; temía nunca poder ser feliz, después de todo el sufrimiento que había vivido a lo largo de mi vida. Pero seguramente darle tantas vueltas no ayudaba… Aún así, opté por pensar en ese tema.
Cuando uno quiere algo, para conseguirlo debe saber indudablemente qué es. Si no, ¿cómo trabaja para lograrlo? Así que, lo primero en lo que debía pensar era: ¿qué es la felicidad? Pues yo diría que es aquello que todo ser humano quiere conseguir, como objetivo final en la vida de las personas, algo así como tranquilidad estable también. ¿Cómo podría conseguirlo?
Recordé que Amaia me había citado algunas frases célebres sobre la felicidad, dichas por importantes personajes de la historia y filósofos, como «El secreto de la felicidad no es hacer siempre lo que se quiere, sino querer siempre lo que se hace» de Tolstoi, «La felicidad se alcanza cuando lo que uno piensa, lo que uno dice y lo que uno hace están en armonía» de Gandhi, «Aprende a dejar ir, esa es la clave de la felicidad» de Buda. Empecé a pensar en que lo más probable era que mi problema fuera que seguía atada a la muerte de mis padres y no podía superarla. Tal y como decía Buda, tenía que aceptarla y seguir adelante. Quizás ver a Juan, el exnovio de mi madre, me ayudaba a averiguar más sobre mi madre y saber que igual ella era feliz y murió siéndolo. Probablemente eso me otorgaría tranquilidad duradera y me haría tener la conciencia tranquila, sabiendo que hice todo lo que pude para hacer feliz a mi madre.
Y a mi padre, también, esperaba; pero no conocía a nadie que me pudiera asegurar eso. Aparte, él siempre estaba trabajando; trabajaba en una empresa internacional que requería mucho tiempo y esfuerzo, y estaba constantemente viajando a lugares como China o Estados Unidos. Y fue en uno de esos vuelos que murió, tal y como yo ya había contado hacía tiempo.
Mi madre también trabajaba. No sé bien de qué, porque era muy pequeña y no entendí su oficio aunque me lo explicó miles de veces. Sí se que trabajaba en una empresa, pero sí estaba en casa y era ella quien me cuidaba, como suele suceder en esta sociedad.
Tras un rato de reflexionar, me cansé y decidí que eso no me tranquilizaba mucho y justo lo que necesitaba en aquel momento era estar tranquila, para conciliar el sueño lo antes posible; así que decidí que sería buena idea cambiar de pasatiempo.
Lo cierto era que me apetecía leer algo, y por suerte me acordé de que Amaia me había traído “La historia interminable”, de Michael Ende, de casa, para que estuviera entretenida.
«La imaginación también es importante para ser feliz. Te ayuda a evadirte de los problemas que te rodean. ¿Qué mejor que leer “La historia interminable”?» ─pensé, mientras sacaba dicha novela fantástica del cajón.
Iba por la parte en la que Atreyu estaba en la Ciudad de los Espectros, donde no había nadie, salvo un hombre-lobo llamado Gmork, que había sido encadenado por Gaya, la Princesa Tenebrosa. Sólo ella podía liberarlo, pero la Nada la había atrapado.
Seguí leyendo, hasta que la vista se me empezó a cansar y, aunque yo estaba empeñada en leer, ganó mi cansancio, y sentí los párpados de mis ojos tan pesados que me dormí.
Soñé que estaba en casa, merendando tranquilamente en el salón, en la mesa de madera donde yo solía comer, sobre la que había un mantel blanco con bordaduras muy recargadas en los bordes. Estaba terminándome una magdalena y, después, bebiendo un vaso de leche con cacao, cuando alguien tocó a la puerta. Fui a abrir y estaba ahí mi madre, que me dijo: “Hola, hija, vengo a decirte que no te quiero y nunca te quise, porque soy una más del divertido club de los tréboles de cuatro hojas, de la gente malvada a la que debes odiar. Así que ahora me odias” y señaló el collar de cadena plateada que llevaba puesto, del que colgaba un trébol de cuatro hojas azul. “Pero no te odio, nunca lo he hecho ni lo haré. Eres mi madre y te quiero” dije. Entonces, mi madre respondió: “Sabes que no es verdad, sabes que odias a los tréboles, sabes que me odias. Mira lo que pasa por decir mentiras como que me quieres” señaló nuevamente el trébol azul que colgaba de su collar y éste se empezó a crecer brutalmente, hasta el punto que mi madre se fusionó con el objeto, de lo grande que era y ya no estaba ahí mi madre; había un trébol de cuatro hojas azul con piernas. Desesperada, empecé a gritar el nombre de Amaia como loca, hasta que ella bajó las escaleras de forma normal. Le expliqué lo que acababa de suceder y entonces ella me respondió: “¿Trébol? ¡Trébol, trébol! Treboltreboltré, ¡trébol-trebol trébol!” Y yo, angustiada, llorando, le suplicaba de rodillas que dijera algo más que “trébol trébol” y ella se transformó en un trébol morado con patas. Vi a Capitán y le pedí ayuda, pero él se limitó a fulminarme con la mirada, tal y como ya me había hecho una vez, y a darse la vuelta, ignorándome. Grité una vez más su nombre y él se giró y pude ver cómo se transformaba en un trébol de cuatro hojas de color gris, que gritaba lo mismo que Amaia. Yo salí de mi casa aterrorizada y perturbada y me di cuenta que, más allá de la puerta de mi casa no había nada; era un acantilado. Mi pie se resbaló con un charco del porche y grité, porque me estaba cayendo en el abismo interminable.
Seguía cayendo cuando me desperté, agitada y con un calor sofocante en el cuerpo.
Yo solía tener sueños bastante raros y absurdos, pero, hasta ese día, nunca había soñado con ningún tema relacionado con mi madre ni con tréboles de cuatro hojas. Aquello me llamaba la atención, pero no quise darle más vueltas a ese extraño y espantoso sueño y decidí imaginarme mi mundo ideal, como solía hacer de pequeña.
Cerré los ojos y traté de imaginar algo tranquilo y realista, algo sencillo y relajante.
Caí en cuenta de que hacía mucho tiempo que no me dedicaba a imaginar mundos. Podría ser que ya no lo necesitara para ser feliz, que ya no me hiciera falta evadirme de la vida real porque disfrutaba de ella. Probablemente era una buena señal, de que estaba progresando en mi vida.
Pero quise volver a soñar despierta, como solía hacer mucho, sobretodo de pequeña.
Imaginé que estaba de viaje en un crucero, salía de mi camarote e iba a la piscina, una de esas con toboganes en espiral altísimos, de colores como rojo, azul, naranja…; pero, en vez de tirarme por ellos, quise estar relajada, por lo que me tumbé en una tumbona azul de plástico y dejé que los rayos del sol calentaran y broncearan mi piel. Me puse las gafas de sol y cerré los ojos.
Qué paradójico cerrar los ojos y soñar que cierras los ojos, ¿no?
Más tarde, me levanté de la relajante tumbona y paseé lentamente cerca de la fina barandilla que definía el límite entre barco y mar. Luego, posé mis brazos, cruzados, sobre el hierro pintado de color blanco de la barandilla y me quedé admirando el agua de un inconfundible e intenso color azul marino, que parecía tener mucha energía, mientras la suave brisa que había en aquel momento acariciaba y revolvía suavemente mi melena de color castaño oscuro.
Se podía escuchar claramente el rugido de esas olas que chocaban bruscamente contra el maravilloso barco que me llevaba a algún espectacular lugar.
E imaginándome un increíble crucero,
el sueño se apoderó mí
hasta tal punto que me dormí.

El Sueño De ColibríDonde viven las historias. Descúbrelo ahora