Capítulo 29: El regalo

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El hombre levantó la lona y la oleada de polvo que provocó causó que Amaia, quien era ligeramente alérgica a los ácaros, comenzara a estornudar repetidamente.
─Salud ─comenté yo, entre estornudo y estornudo de la joven de ojos verde esmeralda, mientras le tendía un par de pañuelos.
─Gracias… ─respondió con la voz gangosa, recibiendo con gusto los Clínex.
Con la alergia de Amaia, casi se me olvidó prestar atención a lo que el señor nos estaba mostrando. Una vez que la nube de polvo se disipó, el objeto se podía apreciar nítidamente.
─Este es el regalo que le hice a tu madre ─sentenció.
Concretamente, vi que se trataba de una Vespa. Una moto de ciudad, de color azul claro, casi pastel, que brillaba como nueva aunque ya llevara sus buenos años en aquel garaje frío y polvoso.
Amaia dejó de estornudar y se aproximó hacia el vehículo, asombrada.
─Hala… ─articuló la joven de tez blanca.
─Sí, es bonita. La hice yo con mis propias manos.
Me fijé en que tenía una pequeña pegatina verde con forma de trébol de cuatro hojas en un costado, justo abajo del asiento que se veía realmente cómodo y mullido.
«Ahhh, claro, es que a mi madre le encantaba la historia del trébol, y por ende, los tréboles de cuatro hojas», me dije a mí misma.
─Tu madre me contó que siempre había querido una Vespa, que le recordaban a sus ancestros italianos, quienes tenían una en casa. Me dijo que no disponía de licencia de conducir moto, y que tenerla sería un sinsentido, ya que no sabía de dónde podría sacar un vehículo de dos ruedas  ─los precios de las motos en aquellas épocas estaban por las nubes─. Yo, como ya os dije el otro día, era mecánico, así que ya había visto varias motos. En secreto, fui al taller, con la intención de buscar piezas para la moto y construirla desde cero, pero un amigo mío tenía una Vespa de su abuelo que ya nadie usaba y que pronto pensaban llevar al desgüace, así que me la dejó a muy buen precio. Aunque yo quería arreglarla lo más rápido posible, me pilló por sorpresa tener que ir a Francia por trabajo, así que tuve que dejar la moto a un lado y partir a París. Por carta, le conté a Ana mis planes con la moto que estaba haciendo, y se puso muy contenta con todo lo que yo me estaba esforzando por hacer ese sueño suyo realidad. Cuando volví, ya sólo fue cuestión de cambiarle algunas piezas, limpiarla y darle unas cuantas pinceladas. Me llevó algún tiempo, pero mereció la pena.
Este hombre ahora estaba siendo muy amable. En verdad en ese momento parecía agradable, no entendía por qué de repente se volvía tan amargado.
─¿Mi madre llegó a subirse en ella? ─pregunté.
En un momento me asusté, porque recordé que el hombre no era muy fan de las preguntas y yo acababa de realizar una. Sorprendentemente, no pareció incomodarle.
─Sí, a pesar de que ninguno de los dos sabía conducirla, ella consiguió dominarla. No sé ni cómo.
Seguí observando el vehículo, reflexionando acerca de montones de aspectos.
─Teníamos pendiente ir a Italia los dos juntos, con la Vespa, y recorrer la costa, con el mar al lado y los viñedos y esas cosas. Sin embargo, no nos fue posible.
¿Qué habría sucedido para que se truncaran sus preciosos planes? Bueno, seguramente fuera por causa del dinero, algo muy común, y más en esos años. Decidí no preguntar, ya que la respuesta tampoco creí que fuera a ser relevante.
─De hecho, a ella también le habría gustado tener una casa en medio del campo, al lado del mar, en un alcantilado o cosa parecida, pero eso ya sí era más costoso ─explicó el hombre de nariz aguileña y barba─, y no disponíamos de suficientes recursos para hacer ese otro sueño realidad.
Qué bonitos sueños tenía mi madre. Sí que eran cosas más materiales, pero con un significado algo valioso emocionalmente, no es como que fuera una mujer caprichosa y con deseos de tener grandes fortunas ni nada.
No conocía mucho de ella relacionado con esto. Sabía que le encantaba el mar e Italia, y que tenía raíces italianas, pero no estaba al tanto de que quisiera una moto, ni una casa a la orilla del mar. Ni tan siquiera sabía qué parejas había tenido aparte de mi padre. Siempre di por hecho que mi padre habría sido el único, ya que nadie me demostró lo contrario, pero eso sería algo surrealista. Es curioso cómo, de pequeños, solemos dar más importancia al romance entre nuestros padres que a cualquier otro que haya podido haber. Muchas veces ni sabemos cómo fue su vida amorosa antes de que se conocieran, pero normalmente no nos interesa mayormente; nos importa más el presente, y lo bien que se está en familia. Hasta que creces y te das cuenta de que el pasado también es importante, para muchos aspectos. Y el futuro también.
─¿Y esa foto de quién es? ─preguntó Amaia con voz cantarina, sin disimulo, señalando la fotografía que me había llamado la atención previamente.
─Es una foto de mi hijo, Adrián.
¿Cómo…? ¿Había oído bien lo que había dicho ese señor?
Esa información me llegó por sorpresa, de sopetón, sin previo aviso. No me la esperaba.
«Pero claro, los hombres de la familia contaban la historia del trébol. Juan la contó y Adrián también, así que serían ambos de la misma familia. Tiene lógica ─reflexioné para mis adentros─. Pero… ¿Acaso eso quería decir que Adrián, el hijo de Juan…? No, no puede ser… No creo que…».
Interrumpí mis inquietantes reflexiones un segundo para ver la cara que ponía Amaia. Mi amiga mostraba un aire sorprendido y reflexivo, tal y como supuse que haría yo.
Intenté seguir pensando acerca de ese asunto, mientras Juan hablaba. Pensé que el hombre podría estar contando algo que me incumbiera, pero lo cierto era que eso no era lo que más me inquietaba en esos instantes.
«Mi madre fue mucho tiempo pareja de Juan… Adrián es hijo de Juan… Mi madre nunca me contó nada acerca de su gran amor, que fue Juan… Pero, claro, Maribel era su madre, solo que adoptiva, no biológica…», dije en silencio.
Justo cuando estaba a punto de asustarme pensando que Adrián era medio-hermano mío, hijo biológico de mi madre, que mi madre nunca me lo había contado… Recordé que Raquel me había enseñado en el árbol genealógico de Adrián que su madre biológica era una tal Valeria. Entonces mi madre no tendría nada que ver con ese chico, genéticamente hablando. Según recordaba, en ese mismo papel aparecía el padre adoptivo de Adrián, ese que no supe quién era debido a que la enfermera entró por la puerta sin previo aviso y me tuve que ir. Entonces debía de ser Juan. Pero si la madre adoptiva de Adrián era Maribel, y el padre adoptivo era Juan, ¿entonces qué tenían que ver esos dos?
─¿Cómo tuviste a ese hijo? ─osé preguntar, de repente.
No me importaba si le parecía cotilla o si no; quería saber si mi madre tenía algo que ver ahí y poder saber mejor qué había pasado, en general.
Mi amiga de cabello liso y sedoso de color negro como la pez me miró fijamente. Abrió más los ojos, intuí que debido a que deseaba prestar toda la atención posible a la situación. Seguramente ella también había atado algunos cabos y había visto que faltaba una pizca de información que resultaba ser clave en ese asunto.
─Adrián es mi hijo adoptivo.
No era algo que añadiera mucha información. Ahora ya teníamos la certeza de que era adoptivo y no biológico, pero faltaban cosas.
El hombre puso cara de póker. Qué rabia me daba no poder descifrar lo que estaba pensando… Normalmente, Amaia y yo éramos excelentes en averiguar lo que pasaba por la cabeza de los demás, pero, cuando no era así, yo sentía una especie de impotencia y tristeza que no sabía describir al cien por cien. Era una sensación extraña.
Amaia y yo seguimos mirándolo en silencio, con intriga, esperando a que desembuchara todo lo que le faltaba por contar; no pretendíamos ser pesadas con las preguntas y que el hombre nos echara a patadas de su casa, desde luego.
─¿Qué hora es? ─espetó Juan de pronto con la inconfundible voz arisca que ya habíamos oído el día anterior, mirando el reloj de su muñeca y luego el de la pared del garaje, con aire molesto.
─Son las seis y cincuenta y siete… ─afirmé confundida, preguntándome a santo de qué quería saber la hora con tanta prisa y si sería algún método suyo para escaquearse de nuestras un tanto incómodas preguntas.
Qué rápido pasaba el tiempo, ¿no?
─Ahora mismo tengo unas cosas que hacer… ─trató de explicar, con un tono notoriamente nervioso y tenso, aunque sin dejar de ser frío y, no obstante, tener un toque de pena─. No… No puedo seguir aquí mucho tiempo con vosotras, ya lo siento.
Prácticamente nos estaba empujando, invitándonos muy cordialmente a salir de su morada.
Ni Amaia ni yo comprendíamos a qué venía ese paripé, ni si nos convendría saberlo. Lo cierto es que sonaba todo muy tenebroso y obscuro, como si el hombre estuviera en una mafia o fuera traficante de droga o alguna cosa por el estilo. No creí que se tratase de algo tan serio como esos ejemplos que venían a mi cabeza, pero simplemente nos sorpendió y nos pareció extraño.
De pronto ya nos encontrábamos en la puerta de su casa, cuando mencionó una última cosa.
─Mañana podéis venir. A las cinco de la tarde, más o menos como hoy ─sentenció.
Y cerró la puerta. Sin decir adiós ni nada; supongo que por las prisas, porque tampoco parecía enfadado.
Mi amiga y yo nos miramos la una a la otra, bastante sorprendidas, y confundidas, pero sin intriga de saber mucho acerca de por qué esas prisas tan repentinas y extrañas. Parpadeamos varias veces, como hacen en los dibujos animados cuando están confundidos o no se creen algo, y nos dimos media vuelta y volvimos a casa.

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