Capítulo 17: Pistas

9 5 0
                                    

Llegamos al hospital justo a la una, no fuera a ser que me riñieran por desacato a la autoridad y me prohibieran salir. Era cierto que hacía bastante frío, de hecho ahora hacía más que antes, y yo no estaba segura de que fuera conveniente para mí, estando aún algo débil.
Amaia y yo habíamos decidido coger todas las cartas antes de irnos, porque era posible que al día siguiente ya no estuvieran allí, ya que podía llover, nevar; las cartas podrían salir volando o alguien se las podría llevar…
Había bastantes cartas, unas diez aproximadamente. La mitad escritas por ese tal Juan y la otra mitad, por mi madre. Al final sí que se trataba de la letra de mi madre, porque venía firmado por ella y la dirección a la que enviaba las cartas el señor Juan era la casa de mi abuela, ya fallecida también hacía muchos años, donde mi madre vivía de joven.
Ansiaba enormemente leer todas esas cartas a la brevedad posible.
Entramos a mi cuarto y vimos que sólo estaba en ese sitio la enfermera, cerrando la ventana. No estaban en aquel lugar ni Raquel, ni su primo. ¿Dónde estarían?
─¡Hombre, chicas! ¿Qué tal ha ido el paseíco?
─Bien ─respondí fría y cortante; no quería que nadie, más allá de Amaia, supiera algo sobre el tema de las cartas. Era algo íntimo y privado. Como un secreto.
─Sí, pero frío ─puntualizó mi amiga.
─Pues sí, chica, ahora que lo dices… ─abrió la ventana, asomó la cabeza, miró al cielo y al segundo la cerró─. Dicen en la tele que mañana va a nevar. Será mejor que no salgas a pasear, María.
Amaia se giró y me miró sorprendida y preocupada. Claro, ella tenía planeado ir al día siguiente a visitar la dirección que venía en las cartas, que sería la de Juan, para ver si ese hombre seguía vivo (no habría de tener más de sesenta años de ninguna manera) y preguntarle sobre mi madre; pero lo cierto es que, antes de ir, deberíamos leer las cartas, para entender el contexto de esa relación amorosa y poder conversar con ese señor de una mejor forma.
─No pasa nada, Amaia; ya iremos otro día ─la intenté tranquilizar, mostrando cero preocupación en mi rostro, y una mirada taciturna y serena─. No hay prisa.
Amaia se relajó un poco y hablamos un rato con la enfermera Carmen.
─Os preguntaréis dónde está Raquel y su primo Javi ─dedujo sabiamente, leyendo en nuestras miradas la intriga que sentíamos─, ¿no? Pues han ido a la sala de abajo, a hablar sobre unos análisis con la doctora Soledad.
─¿De qué? Si se puede saber, claro… ─preguntó la chica que estaba a mi lado.
Esa pregunta ya era bastante cotilla e irrespetuosa hacia la privacidad e intimidad de los demás. Aparte, se supone que los sanitarios deben guardar secreto profesional y no hablar de esos temas a terceros, que no están involucrados. Pero sí que eso mismo me estaba preguntando yo, por lo que no debería estar criticándola ahora si yo misma soy tan curiosa que resulto hasta cotilla.
─Pues, según mi jefa, no debería decíroslo… ─murmuró la señora─. Pero no es nada grave; son los análisis de la abuela de ellos dos.
─¿La señora que llamó a la ambulancia cuando me desmayé? ─intervine, muy astuta.
─Sí, esa misma, cariño ─afirmó ella─. Se llama Ángela Irisarri. Lo cierto es que no sé qué le pasa… Creo que tiene alguna enfermedad… No sé exactamente de qué se tratará…
─¡Pero entonces sí es grave! ─exclamó sobresaltada mi amiga.
─Bueno, corazón, ten en cuenta que la gente a esa edad tiene algunos problemas…
─Todos vamos a envejecer, es algo natural. Deberíamos hacernos a la idea ─propuse yo, en psicóloga.
─Ya, Colibría ─puso esa cara difícil de describir de “¿Qué me estás contando? Eso ya lo sé. A ver, que no soy tonta”─. Si no digo eso. No tengo miedo a envejecer ni nada. Digo que las enfermedades suelen preocupar a la gente, y son algo más o menos grave (depende de cuál), porque al final te hacen la vida más difícil.
─Hum, bien dicho ─apunté yo─. ¡¡Pero no me llames Colibría!! ¡Es un nombre horrible!
─De acuerdo, Colibría.
A Amaia le encantaba provocarme y enfadarme, pero no resultaba tóxica; eso no dañaba nuestra relación. Era algo divertido.
Carmen se rió.
─Y tú… ─dije pensativa, buscando una venganza a la altura de ese espantoso apodo─. Y tú… Papaya.
Carmen se volvió a reír. Esta vez bastante más, y más alto.
Mi amiga puso cara de sentirse ofendida, en sentido melodramático, de “¡Ah! ¿Cómo has podido?”, de broma. Se llevó la mano derecha al corazón, queriendo dar a entender que le había hecho daño, de forma sutil, delicada y exagerada.
─Eres toda una drama queen ─afirmé sonriente.
─Gracias, Colibría ─agradeció con una sonrisa cínica, levantando las cejas─. Quizás me planteo ser actriz.
─Se te daría bien, Papaya ─admití, porque lo pensaba sinceramente; ella era muy expresiva, y eso les viene muy bien a los actores.
─Bueno, preciosas, yo ya me voy, que todavía me quedan muchas cosas por hacer ─interrumpió la enfermera─. En un rato vendrá alguien que te traerá la comida. No sé si Pablo o Aitana, que son los más jóvenes porque están de prácticas aquí.
─Y a mí no me van a traer nada, ¿no? ─preguntó Amaia─. Me tendré que ir al bar del hospital o algo…
─Pues mira, no sé si te pueden dar algo… ─confesó pensativa─. Porque es comida para los pacientes, así que… Creo que si lo hago, mi jefa me va a echar la bronca.
─No, no, no hace falta, no lo hagas, que yo me voy a algún bar y me como algún pintxo de tortilla o algún bocata y ya está ─dijo mi amiga, tratando de evitar que la enfermera tuviera problemas por su culpa; y a continuación sonrió mirando al techo mientras se relamía los labios─. Ahora mismo me apetece más una tortilla de patata…
─¿Con cebolla o sin cebolla? ─interrogó la enfermera desafiante.
─¡Sin, por supuesto! ¿Qué estafa es esa de poner cebolla a una tortilla de patata? ─dijo mi amiga─. Es una tortilla de patata, no de cebolla, de toda la vida.
─¡Eres de las mías! ─afirmó Carmen sonriente, diciéndole a Amaia que chocase su palma de la mano contra la suya.
─¿Por qué esa división de la gente por un simple gusto en la comida? ─pregunté yo─. Si te gusta con cebolla, muy bien, y si no, también.
─No lo entiendes, la tortilla de patata es sagrada ─dijo mi amiga.
Me di por vencida y puse los ojos en blanco.
«Qué estupidez» ─pensé, riéndome.

Más tarde, cuando Amaia volvió de comer tortilla de patata, tal y como había dicho que iba a hacer, y yo había terminado de comer mi comida; comenzamos a leer las cartas de mi madre y el señor ese. Sólo habíamos leído la primera, así que nos quedaba mucho por leer. Por suerte, también disponíamos del día siguiente para descubrir más sobre ese misterio.
Me recosté en mi cama y Amaia se sentó en ella a mi lado.
Miércoles 3 de febrero
Mi querido Juan:
Qué alegría saber de ti. Tienes razón, fue tan repentina la noticia de que te tenías que ir al extranjero a trabajar que no tuvimos tiempo de hablar de todo lo que queríamos. Yo estoy bien, gracias por preguntar. He plantado una flor en mi jardín y cada día la riego con amor. Por otro lado, el otro día me encontré un trébol de cuatro hojas por la calle mientras caminaba. Qué recuerdos… Aún me acuerdo de la bonita historia que me contaste sobre un pequeño trébol de cuatro hojas. Es muy especial para mí. Los tréboles son mi planta favorita, por muy simples que parezcan.
Me alegro de que ya casi nos vayamos a ver. Avísame de cualquier novedad.
Tuya,
Ana.

Yo esperaba que el tema de los tréboles de cuatro hojas ocultara algún secreto oscuro y terrible. Quería más misterio, quería suspense, duda, sorpresa y hasta terror. Pero resulta ser que simplemente es la historia que me contó Adrián en su momento. Él dijo que esa historia se la contaban los hombres de su familia a las mujeres de las que estaban enamorados. Pero… Juan no era de su familia. ¿O sí? ¿Y por qué había tenido el presentimiento de que Capitán quería advertirme de algo relacionado con esas misteriosas plantas?
Miré a Amaia, buscando en su rostro una opinión.
─Así que tu madre sabía de la existencia de la historia del trébol ─comentó ella seria y reflexiva─. Pero tampoco es para tanto, ¿no?
─No, en eso estoy de acuerdo. Estoy bastante decepcionada. Pensaba que los tréboles nos dirigirían a algún tipo de búsqueda del tesoro, aunque fuera para saber más de mi madre. No sé, esperaba más.
─Tampoco te deprimas tanto. Todavía nos quedan muchas cartas por leer. Y en parte sí ha sido una especie de búsqueda del tesoro para saber más de tu madre, ¿no crees? Todo lo de nuestro misterioso Capitán y ese rastro de cartas que él nos enseñó… Aunque no sea gran cosa, te ayuda a saber más de tu madre, ahora que no está aquí.
─¿Por qué mi madre no me habló de eso? ¿Por qué no me contó nada? ─pregunté frustrada y enfadada─. ¿Por qué tengo que ser yo la curiosa que busca las cosas y no es la gente quien me las dice?
─Quizá tu madre no te quería preocupar. No pienses que lo ha hecho para malas
Me levanté de la cama y me acerqué a la mesa en la que se encontraban todas las cartas.
─Mira, Amaia, mira todas estas cartas ─dije decepcionada y frustrada mientras cogía los objetos en cuestión─. Todo este montón de cartas que no sirven para nada. Todo este montón de papel que sólo me hace echar más de menos a mi madre. ¡Ella no va a volver porque yo lea estas cartas!
Noté como una lágrima se deslizaba por mi mejilla.
Estaba frustrada de no poder hacer nada, de saber que nunca iba a volver a ver a mi madre. Enfadada de que ella no me hubiera contado esto y quizás estuviera a la espera de que yo me enterara cuando ella muriera, cuando ya sería tarde, cuando ella estaría muerta. Triste de estar enfadada con mi madre cuando en el fondo no debería estarlo. Culpable por sentirme mal, por sentir todas estas emociones, por sentir que odiaba a mi madre cuando no debía de hacerlo.
Otra gota de agua salía de mis ojos.
Lancé las cartas con fuerza. No quería saber nada de ellas.
Aún con la visión borrosa, noté cómo Amaia me miraba compasiva y triste.
─¿Sabes? Nunca te llegué a contar cómo murieron mis padres ─confesó tranquila, pero con un aire triste en su mirada.
Me giré para verla. Yo estaba sorprendida. De pronto, las lágrimas que cubrían mi rostro dejaron de importarme y decidí escucharla. No todo giraba a mi alrededor. Por mucho que yo hubiera sufrido, no era la única. También tenía que entenderlo.
Amaia quería tranquilizarme haciéndome saber que no era la única que lo pasaba mal, que había sufrido, pero no queriendo hacerme sentir como si no fuera única, especial; sino para hacerme sentir comprendida, porque ella estaba a mi lado.
─¿Qué? ─susurré.
─No, no murieron en un accidente de coche.

El Sueño De ColibríDonde viven las historias. Descúbrelo ahora