Capítulo 37: Nubes

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El día siguiente, era un día con algunas nubes que amenazaban con estropearnos la jornada. Y, a la tarde, vino Raquel a casa.
─¡Hola! ─exclamó cuando le abrimos la puerta.
─¡Hola! ─respondimos.
─Vengo a saludar ─aclaró─. ¿Puedo pasar?
─Claro, claro ─dijo Amaia mientras le dejaba entrar al recibidor.
No tardamos en ponernos a conversar sobre nuestras cuitas y rápidamente salió el tema de Juan.
─Qué fuerte lo del Juan, ¿no? ─comentó Raquel, inocente.
─Sí ─afirmé cortante, pues no pretendía darle más vueltas al asunto, mas no con odio.
─Pero… ─analizó unos segundos mi rostro─ oye, una cosa; yo diría que no se te ve muy enfadada. No sé, digo. Aunque igual estoy equivocada…
─No lo sé ─dije─. Ahora mismo preferiría olvidar a ese señor. Si se intentara volver a cruzar en mi camino, lo ignoraría; no me apetecería vengarme ni cantarle las cuarenta. Hay puntos en la vida en los que es mejor ignorar. Que no es no plantar cara, sino dejar que te afecte menos; porque esa ira, tristeza y deseo de venganza tiene que desaparecer en algún momento, y no hay nada mejor para eso que el tiempo, el reposo, el silencio y el amor.
Se quedó sorprendida. A juzgar por sus gestos y por el contexto, debía de ser porque cada vez que hablaba yo, soltaba una reflexión profunda ─y espero que acertada─, lo cual escasas personas hacían normalmente.
De pronto oí a Amaia reírse por lo bajo y me giré, para poder ver su sonrisa. Me le quedé mirando, confusa, esperando explicación, si es que era necesaria. Ya soy consciente de que cada minucia y trivialidad no eran relevantes; pero mi curiosidad no podía dejarme sin entender cosas que tengo frente a mí, sean un gran o pequeño enigma.
─No es nada. Solamente que a veces me pregunto si existe la perfección, y te miro y sé y entiendo la respuesta, de alguna forma. Me parece curioso.
Me quedé igual que antes de la aclaración, si no más confundida. ¿Significaba eso que me consideraba perfecta? ¿O se refería a que claramente no lo era? ¿O que con mi mirada entiende el significado real de la perfección?
En fin, tenía que dejar de preocuparme tanto por pequeñeces. Por suerte, Raquel ayudó a disipar la curiosidad de mi mente.
─Buf, pues no sé cómo puedes no odiar a esa gente con todo lo que te han hecho… ─dijo la jovencita que hoy sí llevaba el cabello recogido en una trenza─. Yo ya le habría dicho de todo a ese señor, y me habría quedado a gusto como un arbusto. Quitarse el peso de encima, ¿sabes?
─Ya, no sé ─intervino mi compañera de casa de ojos verdes─. Hasta cierto punto está muy bien quitarse el peso de encima con palabras, pero olvidar también es un muy buen método. Casi, más útil, porque no acarrea consecuencias tan directas.
─Ya… Bueno, entonces no sé para qué saco el tema, jajaja. Tenéis razón, mejor no hablemos más de ese señor, por si las moscas.
─¿Qué tal está Javier? ─espetó Amaia, cambiando de tema drásticamente.
─¿Javi? Bien, bien. Él siempre está bien ─respondió Raquel─. Ahora tiene muchísimos exámenes, por eso de que estamos terminando la segunda evaluación. Yo es que terminé el otro día los exámenes importantes; a él le queda un global de mates por hacer. Ruffinis, Cardano-Vietas y esas cosas raras…
─Entiendo ─dije─. ¿Vais al mismo instituto?
─Sí, vamos a ese que está por donde la panadería a la que a veces vais.
─Entonces está bien ubicado, muy céntrico.
─Sí, sí lo está, la verdad ─asintió sonriente y pareció recordar algo─. Oye, ¿y vosotras no vais a clase o cómo?
─No, de momento ─aclaré yo.
─Imagínate que se entera algún adulto de que vivimos aquí solas y nos manda a algún orfanato o un centro de menores, o yo qué sé… ─explicó Amaia.
─Hm, ya veo… Eso es lo malo… ─dijo pensativa, mirando al suelo.
Miré a Amaia, con la esperanza de algún día ir a clase, como una adolescente normal.
«Bueno. Somos de todo menos normales», pensé al acordarme de que éramos huérfanas, vivíamos solas, y los tréboles de cuatro hojas nos perseguían por doquier.
─¡Pero ya sabéis! ─exclamó Raquel con un notorio brillo de ilusión en los ojos─. Si decidís ir a clase, siempre podéis venir a mi instituto y estar conmigo y con Javi.
Le agradecimos la intención de ayudar y dijimos que lo consultaríamos con la almohada.
─¿Y Adrián? ¿A qué colegio va? ─quise saber.
─A uno de las afueras de Pamplona, concertado. El mío es público.
Seguimos hablando y hablando. Raquel nos hacía muy buena compañía, y resultaba divertido y alegre estar con ella.
«Casi mejor que no haya venido con nosotras a ver a Juan», dijo mi pensamiento de repente. «Cuanto menos trato se tenga con ese hombre, mejor. Adrián hace bien en hablarle poco».

Pronto dieron las siete de la tarde, y Raquel se tenía que ir. Nos despedimos y nos quedamos sólo Amaia y yo.
Yo me encontraba pensativa, y algo cabizbaja, a pesar de que no sabía por qué. Mi amiga se puso a leer Alicia en el país de las maravillas en nuestro particularmente cómodo sofá beige con cojines de varios colores. Mientras yo, sentada cerca de mi amiga, miraba a través de la ventana, ella me contaba sus primeras impresiones sobre el libro que acababa de empezar. Hablaba sobre que el prólogo que había en esas hojas explicaba que Alicia y todo lo que le rodea no es absurdo sino meramente otra forma de ver las cosas, la manera de sentir el mundo que poseía una mente inexplorada, salvaje, libre; la libertad de un pensamiento que crea sus propias leyes. En eso, me di cuenta de que estaba empezando a llover. Las gotas caían lentamente en el vidrio de la gran ventana del salón que estaba alrededor de la chimenea que me mantenía sin frío. Caían despacio; no tenían ningún lugar especial al que ir, en el cual refugiarse, más allá del frío, y antes seco, suelo. Caían. Sin prisa pero sin pausa. Y yo las observaba caer una por una, ahora que podía; más tarde ese baile de gotas de agua se convertiría en una carrera; pasaría de ser un movimiento lento y tranquilo, como una sarabanda en la música, a algo rápido y casi caótico, como una giga. Todo un movimiento renacentista planeaba tener lugar en un montón de gotas de agua. Y yo disponía de todo el tiempo del mundo para admirar esa naturaleza y destino de la lluvia que caía de las densas y grisáceas nubes.
Cada vez más, el cielo quedaba encapotado, cubierto por una espesa capa de nubes que antes habían jugado a molestar al sol.
Eché en falta la luz que entraba por la ventana hacía no mucho tiempo.
«Los malos días me deprimen», susurré para mis adentros; por lo que decidí ir a la cocina a por algo dulce para remediarlo.

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