Carmen y yo bajamos en ascensor hasta la planta baja, para que yo me pudiera ir a casa. Íbamos por el pasillo, de camino a la puerta principal, cuando la señora que me acompañaba me preguntó algo.
─¿Quieres que llame a tu amiga para que venga a buscarte? ─quiso saber mi considerada enfermera.
─Sí, mejor ─dije yo─. No vaya a ser que yo sola cruce una calle y me atropelle un coche.
─¡Eso sí que es optimismo! ─añadió Carmen, yéndose hacia la derecha, invitándome a seguirla─. Anda, vamos a llamar a Amaia.
Llegamos a secretaría, cerca de la entrada. La puerta automática se abría de vez en cuando, si yo me movía un ápice, y podía sentir el frío de la calle en mi cuerpo.
─Pásame el teléfono un segundo ─le ordenó al muchacho que se encontraba ahí, mirando algo en el ordenador.
Mientras ellos dos hablaban, yo me encontraba a unos pasos de ellos, para evitar entrometerme en su conversación e invadir su privacidad. Después de que se intercambiasen unas palabras, el hombre le tendió el teléfono. Carmen me dijo que me acercara a ella, pues el cable del teléfono fijo no llegaba muy lejos, mientras marcaba un número de teléfono.
─¿Te sabes el número de mi casa? ¿Qué eres? ¿Espía? ─interrogué a la enfermera.
─No, mujer, que lo pone en la información de tu expediente médico ─explicó ella, mientras continuaba marcando el número de teléfono─. Los sanitarios tenemos que tener ese tipo de datos por si te pasa algo.
Terminó de marcar mi número de teléfono de casa y me pasó el teléfono.
Piii… Piii... Piii…
─¿Hola? Soy Amaia.
─Hola. Soy María, te llamo para decirte que ya me voy a ir a casa ─expliqué─. ¿Puedes venir?
─Ah, claro que sí, Colibrí ─afirmó contenta, y, después, se rió─. ¡Ha rimado! En fin, que media hora llego, espérame, ¿eh?
─Vale, adiós.
Le pasé el teléfono a Carmen, ya que la conversación había terminado.
─¿Y pues? ─preguntó la enfermera.
─En media hora llega.
─Ah. Pues siéntate en alguno de esos asientos, mientras esperas, ¿no?
─Vale.
Por ahí cerca había numerosos asientos libres, pero todos del mismo color blanco, frío e impersonal, que no me agradaba.
─Es un hospital, pero no especialmente hospitalario ─murmuré muy bajo.
«Vaya, eso ha sonado a algo que diría Amaia, de esos juegos de palabras y chistecillos cutres que la hacen más simpática», pensé.
Me senté en una silla cualquiera con cuidado y me quedé mirando en derredor, observando cada detalle de mi entorno, ya que estaba muriéndome de aburrimiento y no tenía nada mejor que hacer. Lo cierto es que no vi gran cosa, pero vi pasar a Javi. Iba a paso bastante acelerado y parecía tener prisa. Tampoco se veía muy alegre, sino preocupado. Quizás se acababa de enterar de la noticia de que su abuela había muerto y se dirigía a consolar a Raquel o simplemente a hablar con ella. Se me pasó por la cabeza la idea de levantarme e ir corriendo hacia él y de esa forma poder despedirme correctamente, pero caí en cuenta de que él estaba muy lejos y que a mí todavía me dolía el pie e iba con muletas, por lo que me sería imposible conversar con él sin hacerme daño. Y tampoco merecería la pena. Bueno, en verdad, sí, porque yo no me había despedido de Javier ni de Raquel, y la verdad era que me habían hecho muy buena compañía; pero, probablemente, ellos querían estar solos para intentar aceptar el fallecimiento de su abuela, y yo no debía de entrometerme. Además, Amaia estaba al caer, y no quería hacerle esperar de ninguna manera, porque ella siempre venía corriendo y se preocupaba por mí; sería una falta de respeto enorme. Y yo quería, y siempre he querido, hacer el menor daño posible a las personas y respetarlas.
Mientras andaba reflexionando sobre ese tema, me percaté de que mi amiga acababa de entrar por la puerta.
─¡Hombre, María! ─exclamó alegre─. ¿Qué tal?
─Bien.
─Ese bien no suena muy bien.
─Ya…
En efecto, yo no me encontraba bien, pero tampoco mal. A veces estaba muy frágil emocionalmente y cualquier cosa me afectaba mucho y tardaba en olvidarla y dejarla ir. Eso también era uno de los aspectos que deseaba mejorar.
─Bueno… ─la enfermera Carmen suspiró─. Ya nos veremos, ¿no, María?
─Claro ─dije con seguridad; pensaba volver algún día y visitar a Carmen, mi sanitaria favorita─. Eres la mejor.
Me levanté con cuidado y cogí las muletas, pensando en marcharme de aquel lugar.
Esbocé una sonrisa cálida y gentil; yo me sentía en deuda con esa señora. Había sido majísima, y sin duda mi estancia en el hospital iba a ser inolvidable, en parte gracias a ella.
La enfermera se acercó a mí y me dio un abrazo fuerte, pero con cuidado, porque mi pie no se encontraba del todo bien.
Dejó de abrazarme y me comentó algo.
─Pero, mujer, tendrás que volver al hospital, ¿no? Te tendemos que quitar ese yeso que llevas en el pie ─dedujo sabiamente la astuta señora─. ¿O quieres quedarte toda la vida con esa cosa en el pie?
Me reí de sus ocurrencias y le respondí.
─Claro. No había pensado en eso, pero sí que debo volver. Qué remedio, tendré que volver a verte, Carmen… ─bromeé juguetona.
─Pues sí, corazones ─añadió mirando también a Amaia, que se encontraba a mi lado─. Que tengáis un buen día y volváis pronto al hospital.
─Uy, ¿tú lo que quieres es que nos rompamos algo, acaso? ─preguntó mi amiga, de broma.
─Hombre, pues no estaría mal ─confesó la mujer─. Así me pagan más…
─Ya, pero también trabajas más ─puntualicé.
─Luego no andes quejándote y diciendo que sufres explotación laboral y que no puedes ni respirar un segundo, ¿eh? ─protestó Amaia.
Todas nos reímos, apesar de que tampoco se trataba de nada muy gracioso.
─Bueno, hablando de eso ─dijo Carmen─: Idos ya, que tengo cosas que hacer.
Prácticamente nos estaba echando del hospital, casi a patadas, aunque se tratara de un lugar público que todos pagábamos con los impuestos. Quizás nos echaba porque tenía mucho trabajo. Aunque seguramente era una simple excusa para que nos fuéramos, pero eso, hasta cierto punto, nos convenía; pronto iba a empezar a nevar bastante y no nos convenía aquello, porque ni tan siquiera teníamos paraguas, y no quería tentar a la suerte a ver si se me resbalaban las muletas y me rompía la crisma. Eso es algo exagerado, pero bueno, que nos queríamos ir ya a casa, en resumen. Yo también echaba de menos mi hogar después de cerca de una semana fuera.
─Pues sí, deberíamos irnos ahora mismo. Va a nevar mucho, dicen ─avisó Amaia.
Carmen le dio un abrazo a mi amiga y se despidió de nosotras amablemente.
─¡Adiós! ─nos despedimos Amaia y yo, prácticamente al unísono, o por lo menos en forma de canon.
Mi compañera de casa suspiró cansada y aburrida, supuse yo, y quiso empezar una conversación.
─Bueno, Colibrí, ¿qué te cuentas?
─Bueno… Han pasado muchas cosas… ─confesé yo, suspirando y sonriendo.
─¿Por ejemplo? ─quiso saber mi cotilla amiga.
─Hmm… ─miré al cielo, pensativa, pensando qué decir primero, ya que habían sucedido bastantes cosas─. Me he enterado de todo el árbol genealógico de Raquel y de la mayor parte del de Adrián.
─¿Ah, sí? ¿Tienen algo remarcable?
─Bueno, a Raquel la adoptó su tío, porque él no sabía que su hermana, la madre de Raquel, había tenido una hija ─expliqué detalladamente─. Vieron por la tele a Raquel diciendo el nombre y apellidos de su madre y entonces su tío se dio cuenta y ahora está a su cargo.
─Ah, vaya. En esta ciudad a todo el mundo le pasan cosas raras…
─Bueno, eso no es tan raro, teniendo en cuenta que todas las personas de mi edad de mi círculo son huérfanas ─puntualicé─. Raquel, Adrián, tú y yo.
─Al final no son tantas personas. Digo, si conocieras a cien, estoy segura de que no todos serían huérfanos.
─Ya, ya, sólo decía; sin más, como dato curioso… ─me justifiqué.
─¿Y la familia de Adrián tiene algo de especial?
─Pues, bueno, ya te conté que Maribel es su madre adoptiva y su tía abuela biológica.
─Ah, es verdad. Eso sí que es muy raro ─afirmó, haciendo énfasis en el “muy” y poniendo cara de “esa gente es rarísima y encima está mal de la cabeza”─, no lo de que conozcas muchos niños sin padres.
─Raquel me contó todo su árbol genealógico, pero entró Carmen y no me pude enterar de quién era el padre de Adrián.
─Ah, que tiene padre… ─murmuró sorprendida─. Pero, ¿para qué quieres saber quién es su padre? Si estoy segurísima de que no lo vas a conocer. Vale que esto es un pañuelico, pero no llega a tanto… No conocemos a todos los pamplonicas ni de lejos.
─Tienes mucha razón.
─Pero, ¿de qué demonios se conocen Raquel y Adrián? No me digas que son amigos, que entonces ya no me fío de esa niña.
─¡Pero si ya lo explicó ella cuando estabas conmigo en el hospital! ─le recordé riéndome─. Que son vecinos. Y sí, eran amigos, pero hace cuatro años, ya no.
─¿Y por qué ya no?
─Oye, también le podías preguntar a ella de primera mano y así evitábamos estos cotilleos ─protesté sonriente─. Pero bueno, es que él le insultó y nosequé, y ella le echó encima el agua de su botella y se fue, y no volvió a hablarle.
─Me encanta lo de la botella de agua, je, je, je… ─afirmó riéndose ligeramente─. Eso es muy yo.
─Sí, la verdad es que te pega ese tipo de venganza ─admití sincera.
─Ya, pero por desgracia, como venganza no es muy buena ─añadió─. ¿Algo más que contar?
─Mis análisis están bien.
─¿Has entendido algo de lo que ponían?
─No, nada de nada ─confesé.
─¿Ves? ¡Si te he dicho yo que no se comprendía absolutamente nada! ¿No me creías o qué?
─Sí, sí, claro que te creía. Pero aún así quería intentar verlos y entender algo.
─Está bien. Así puedes comprobar la información de primera mano. ¡Imagínate que el médico te mintiera sobre esa información!
─Oye, Amaia, pero, ¿tú no confías en los sanitarios o qué?
─No, sí, sí; digo que está bien comprobar la información para verificar que no te engañen. Es un supuesto, no digo específicamente de los doctores.
─Ah, eso sí, pero para verificar que no me engañen tengo que saber mucho sobre ese tema ─puntualicé─. Y, en este caso, no tengo ninguna idea de qué significan los resultados de mis análisis. No soy ni enfermera, ni doctora, ni farmacéutica.
─Bueno, sólo digo que nunca viene de más saber cosas.
─Así tienes más pensamiento crítico y no te engañan.
─Eso es parte de los límites de la libertad. El conocimiento.
─Ya, Amaia, que muy bien ─comenté para intentar que cambiara de tema─. Ya sabes que el tema de la filosofía no me gusta.
─¿En serio? Esa es la primera noticia que tengo ─objetó ella─. Si siempre estás reflexionando sobre la felicidad y esos temas. Serías buena filósofa.
─Ya, bueno… A mí me gusta Historia y Lengua Castellana. Igual estudio algo de eso.
─Pues también te pega. Historia no tanto; me parece muy aburrido y tú no eres aburrida. Y Filología castellana sí te pega más; como te gusta leer e imaginar cosas, hasta podrías ser escritora.
─No sé, nunca he escrito nada… ─confesé insegura.
─Nunca es tarde para empezar.
Amaia era pura sabiduría, y a ella sí se le daría bien ser filósofa o psicóloga. Me percaté de que no le había preguntado a mi amiga por sus intereses, no sabía qué le gustaba. Al final era lógico, ya que no asistíamos a clase. Sinceramente, nos íbamos a quedar muy atrasadas con respecto al resto de jóvenes de nuestra edad si no teníamos ningún profesor. Y eso sería una lástima, porque ella y yo siempre habíamos sido muy curiosas hacia aprender cosas nuevas, y en parte eso es lo que te hace ser inteligente.
«Tendré que hablar con Amaia seriamente para que vayamos al colegio, o para conseguir algún profesor particular que nos dé clase en casa», dije en mi mente.
─¿Y a ti qué te gustaría estudiar? ─le pregunté a mi amiga, sintiéndome algo culpable en el fondo de mi ser por no habérselo preguntado ni una vez durante todos estos años.
─Pues ya sabes que me encanta dibujar. Quizás estudio arquitectura.
─¿Arquitectura? ─pregunté algo sorprendida─. A mí eso se me hace muy frío y soso. Si a ti te gustan las artes plásticas más que el dibujo técnico, ¿no?
─La verdad es que sí, pero el dibujo técnico tampoco me disgusta. Aunque, en vez de arquitecta, podría ser… ─se paró a pensar y prosiguió─. No sé, creo que me gustan muchas cosas.
─Te pega la filosofía o la psicología.
─No sé yo… Pero si me lo recomiendas tú, me lo pensaré.
De pronto, no supe ni cómo, ya estábamos en la puerta de casa. ¿Cómo demonios habíamos llegado tan rápido? Charlando con Amaia, el tiempo se me había pasado volando.
Sacó del bolsillo de su abrigo blanco las llaves de casa, con su llavero de Torre Eiffel. Me acordé de que hacía mucho tiempo que no veía mis llaves. ¿Estarían en el bolsillo de mi abrigo, donde yo las había dejado la última vez? Metí la mano en el bolsillo y pude comprobar que sí. Mi llavero de Torre Eiffel azul permanecía en ese lugar, junto con las llaves.
Amaia abrió la puerta y ésta soltó un gruñido en forma de saludo. Capitán enseguida vino corriendo a nosotras.
Nada más entrar me sentí tranquila y contenta; había echado de menos mi hogar.
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El Sueño De Colibrí
Teen FictionMaría es una niña huérfana muy curiosa y con mucha imaginación, que siempre sueña con un mundo mejor. En su camino para encontrar la felicidad vive muchas aventuras surrealistas. ¿Dónde termina un sueño y empieza la realidad? Esta joven narra todas...