Capítulo 25: Reflexiones

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Después de comer, a media tarde, sentada en el mullido sofá beige con algunos cojines grises y otros de color salmón, frente a la chimenea, le di vueltas a lo que me había dicho la enfermera Carmen sobre que, según ella, yo era positiva y realista, al igual que esas personas que son felices con lo que tienen.
Oí ruidos y miré hacia atrás. Los sonidos procedían del fondo del pasillo, al abrirse una puerta. Amaia salió de la cocina sujetando dos tazas blancas y se dirigió hacia mí, caminando por el pasillo hasta llegar al salón, que era donde yo me encontraba.
─Colibrí, guapa, ¿qué te pasa? Estás reflexiva, ¿eh? ─interrogó sentándose en el sofá, a mi lado, y tendiéndome una de las tazas que sostenía.
Cogí una de las tazas y vi que el contenido era chocolate caliente.
─Bueno, ya sabes… ─dije mientras mi usualmente inexpresivo rostro mostraba cansancio, removiendo el chocolate a la taza para admirar su espesura.
─Ya veo. Estás reflexionando sobre el tema de la felicidad, como sueles hacer a menudo ─dedujo sabiamente─. ¿Qué conclusiones sacas?
─¿Conclusiones? Pues ninguna ─dije algo confundida, y después me paré a pensar─. Bueno, igual la conclusión es que no soy feliz ni lo voy a ser nunca.
─Una conclusión maravillosa, muy optimista ─explicó, y eso era exactamente lo que yo estaba pensando─. ¿Por qué crees que no eres feliz?
La miré con una tenue sorpresa en mi rostro que podía pasar perfectamente desapercibida, pero no para Amaia, que siempre sabía exactamente lo que deambulaba por mi cabeza.
─¿Qué? ¿Prefieres no hablar del tema? ─interrogó comprensiva por si me resultara duro hablar del tema en ese momento.
No era esa la cuestión, la cosa era que no tenía ni la menor idea. Nunca me había parado a pensarlo. ¿Y si sí era feliz? ¿Cómo podía ser tan tonta de no haberme planteado eso? Había estado reflexionando sobre aquella cuestión hacía un rato gracias a Carmen, pero no había pensado en ese tema ni una sola vez desde la muerte de mis padres. Simplemente daba por hecho que era infeliz, porque pensaba que era imposible ser feliz siendo huérfana, pero quizás no era así. Probablemente el problema había sido dar las cosas por hecho. Y eso era algo que yo no solía hacer nunca, pero siempre hay una primera vez para todo.
Y todas estas reflexiones que rondaban por mi mente debería habérselas contado a mi amiga, que estaba cien por cien dispuesta a escuchar mis preocupaciones y pensamientos, aunque fueran meros sinsentidos.
─No es eso ─aclaré yo inexpresiva, nuevamente─. Es que nunca me había parado a pensar en ello.
─¿Por qué?
─Pues, no sé, supongo que siempre di por hecho que no era feliz por el simple hecho de ser huérfana.
─Hmm, ya veo… ¿Y por qué pensabas eso?
─Supongo que porque los padres son muy importantes para nosotros, y más a esas edades.
─Pero si tu madre te pidió que fueras feliz, sería porque pensaba que podías serlo, ¿no crees?
Amaia hablaba despacio, vocalizando, tranquilamente, con un aire decidido que convencería a cualquier persona del universo. Yo no hablaba con tanta tranquilidad, ni con tanta decisión, pero sí que lo poco que decía lo comentaba sin dudar, pues ya había pensado tanto qué decir que estaba segura de que mis intervenciones serían adecuadas.
─Lo cierto es que tu reflexión es bastante lógica ─admití sincera.
─¿Tú crees que eres feliz? ─me interrogó mi psicóloga particular.
─No lo sé ─confesé honesta.
─Primero, para ti, ¿qué es ser feliz?
─Pues estar tranquilo y alegre, sin mayores preocupaciones, inquietudes, problemas; no estar triste. Eso durante un tiempo prolongado, probablemente ─expliqué seriamente, convencida─; la estabilidad es buena.
Sí, a mí me resultaba reconfortante la estabilidad; no aguantaba la incertidumbre. Me inquietaba no saber nada sobre el futuro, el presente o el pasado. Supongo que yo siempre quería saber qué iba a suceder para poder actuar correctamente, para no equivocarme. Pero creo que también me haría falta darle valor a la espontaneidad y fugacidad de la vida, admirar la belleza de las cosas efímeras del mundo, como la nieve, que tanto me encanta. Amaia sabía hacer eso mucho mejor que yo; sabía improvisar todo, y lo mejor era que lo hacía genial, lo que improvisaba siempre le salía bien. A mí, no; pensaba mucho en todo y ni siquiera eso hacía que sucediera lo que quería. Tenía que dejar de pensar tanto en todo, de darle tanta importancia a cualquier minucia. “Overthinking” se llama en inglés a eso, a pensar demasiado en algo, a darle muchas vueltas que normalmente son innecesarias. En castellano, hay personas que dicen "sobrepensar", pero la RAE todavía no lo acepta. A mí me gusta más cómo suena "overthinking".
─¿Estás tranquila y alegre? ─preguntó mi amiga/psicóloga.
Me paré a pensar. La verdad era que, a pesar de todo, desde que vivía en casa de Amaia, siempre lo había estado. Aunque yo me atormentara con el tema de que no era feliz, no había mayores problemas, y los que últimamente había habido no me afectaban tanto.
─Sí ─afirmé muy decidida, ya que no tenía mayores dudas con respecto a esa cuestión.
─¿Durante un tiempo prolongado?
¿Tiempo prolongado? Pues seguramente desde hacía unos siete años, desde que vivía con Amaia.
─Sí ─afirmé seria.
Había reflexionado bastante sobre eso durante el par de segundos de silencio que había habido antes de que yo contestara. Mi cerebro trabajaba muy rápido y por eso pude pensar bien la respuesta.
─Entonces ya tengo una conclusión ─sentenció.
Intuía lo que iba a decir mi amiga, pero aún así no acababa de creérmelo; mi cerebro no lo quería aceptar. Por esa razón me mostré algo sorprendida.
─¿Qué? ─pregunté yo, aunque estaba bastante segura de que era consciente de la respuesta que me iba a dar.
Amaia me miró fijamente y sonrió; estaba contenta.
─Colibrí ─empezó a decir─, es un honor informarte de que eres feliz.
Hacía bien de psicóloga. Había conseguido en cinco minutos muchísimo más de lo que había logrado yo en ocho años. Aparte, había anunciado su conclusión como si de una entrega de premios impotantes se tratase. Y sí, esa noticia me hacía sentir incluso mejor que si hubiera ganado un Oscar o un premio Nobel.
Mi amiga había roto todos mis esquemas, mi forma de pensar, mis ideas. Los últimos años de mi vida habían sido increíblemente estúpidos; yo había estado sumamente triste, a raíz de una conclusión errónea. Me dio algo de rabia saber que era feliz, porque toda mi vida había pensado que todo era muy difícil y saber ahora que no lo había sido generaba una gran sensación de impotencia. Pero decidí que no debía alterarme por eso. Más vale tarde que nunca, ¿no? Tenía que intentar ser más positiva y optimista. Desde luego que yo no creía que lo que Carmen pensaba de mí fuera cierto. Yo no me veía como alguien optimista. Aunque, siendo sincera, tampoco era extremadamente pesimista. No todo era tan malo. Con el tiempo podría mejorar mis defectos y no debía de preocuparme tanto.
Mientras yo reflexionaba sobre la noticia que Amaia me acababa de comunicar y estaba dándome de que tenía toda la razón del mundo e interiorizando ese noticia, ella me observaba expectante, esperando a ver mi reacción. Esbocé una sonrisa de oreja a oreja como nunca lo había hecho y solté una risa feliz, casual, espontánea y ciertamente algo tímida. Mis ojos verdes esmeralda estaban entrecerrados debido a la gran sonrisa que se seguramente se plasmaba en mi rostro.
─Gracias ─dije muy contenta.
Mis ojos soltaron unas delicadas lágrimas que sentí correr por mis mejillas y decidí no preocuparme por ellas, pues eran producto de la gran alegría que sentía en aquel momento.
Amaia me veía comprensiva y alegre de que yo me hubiera percatado de que era feliz.
Se abalanzó sobre mí y me dio un enorme y fortísimo abrazo, de una forma muy bonita.
─Muchas gracias a ti, por ser tan genial ─murmuró emotiva.
Le devolví el abrazo y mis ojos dejaron caer alguna gota de agua más.
Tras unos segundos, se separó de mí y posó sus manos sobre mis hombros, con los brazos extendidos.
─Eres muy buena persona. No sabes cuánto me alegro de que seas feliz ─anunció sonriente, secándose con la mano los ojos, ya que había derramado alguna lágrima también.
¿Significaba eso que ella no era feliz? ¿O quería insinuar que ella no era buena persona? ¿O, aunque pudiera sonar egocéntrico, sería que ella era feliz en parte gracias a mí? No, seguramente eso eran simples tonterías. Ella sí era feliz, seguramente. Se la veía contenta y tranquila.
─Gracias ─agradecí, porque poca gente se preocupaba tanto por mí y me sentía muy agradecida con ella.
Y pensar que casi siempre estábamos bromeando y hablando de cosas no muy importantes… Pocas veces hablábamos tan en serio, y parecía que con temas tan delicados como éste cuidábamos mucho más lo que decíamos y cómo lo hacíamos, pues cualquier equivocación podría provocar bastante dolor. Gracias a nuestra empatía, nos ayudábamos mutuamente, y eso era muy bonito. Ese momento tan emotivo fue precioso, pero lo cierto era que los momentos divertidos y simples del día a día también me encantaban.
─¡Ay, no me des las gracias, Colibrí…! ─dijo más divertida, como antes, después de reírse tímidamente─. ¡Sabes que no tienes por qué darmelas!
Me reí.
─Ya, pero quería hacerlo igual. Para no ser borde.
─Tampoco hace falta que siempre seas educada; no eres una damisela del siglo XVIII.
─Ya, ya, pero aún así... No sé, quería darte las gracias. Porque eres buena persona y muy buena amiga.
─¿Buena persona y muy buena amiga? ¿Soy mejor amiga que persona acaso? ─interrogó sonriente.
─No digo que seas mala persona ni nada, ¿eh? Ha sido sin más… Que hay buena gente que no es buena amiga, pero casi todos los buenos amigos son buena gente ─traté de justificarme─, entonces que seas excelente amiga tiene más mérito, y por eso lo recalco…
─Vale, vale, te creo ─sentenció.
De pronto apareció nuestro querido Capitán maullando repetidamente, lo cual nos sorprendió. Dejó de maullar, se acercó a nosotras y saltó hasta el reposabrazos del sofá en el que nos encontrábamos. Se puso cómodo y luego continuó maullando sin parar.
─Pero, gato, ¿a ti qué te pasa? ─preguntó sorprendida, y algo cansada y amargada, pues la intriga que nos generaba la extraña conducta que estaba teniendo nuestra mascota últimamente estaba carcomiéndonos por dentro.
─Miauuu ─optó por responder el animal con aire de pena.
A continuación, el felino hizo sonar con una pata el cascabel brillante y dorado como el color del sol al atardecer que colgaba de su collar rojo rubí, lo cual hizo que Amaia y yo lo observáramos con extrañeza y curiosidad.
─Capitán… ─murmuré paciente, con la esperanza de tener noticias de las cartas con sellos de tréboles de cuatro hojas o algo similar─. ¿Pasa algo?
El minino saltó de nuevo, esta vez, al suelo; y se dirigió rápida y ágilmente hacia un mueble de cedro con floripondios en ébano que tenía cuatro patas muy altas y un solo cajón. Sostenía una lámpara bastante moderna, al contrario que la mayoría de muebles que se hallaban en aquella sala de estar; era simple, pero robusta y de buena calidad, de pantalla de tela firme de color beige y soporte tubo de plástico duro de color negro como la pez.
Para nuestra sorpresa, el gato abrió de golpe, pero con asombrante delicadeza, el cajón del mueble en cuestión. Giró la cabeza dirigiendo su mirada hacia nosotras y, mirándonos fijamente, señaló con su pata delantera derecha lo que había allí dentro: las cartas con tréboles; las que estaban ya secas pero no se podían leer, junto a la única que no se había mojado. La que había permanecido intacta fue la tercera que leímos, a pesar de que no sirvió de mucho, pues faltaban cartas de por medio.
─Sí, vale, ya vemos que te refieres a las cartas ─anunció Amaia─. ¿Qué sucede con ellas?
─Miauu, miauuu…
Tras varios segundos mirándonos la una a la otra, decidimos ignorarlo hasta que se nos ocurriera qué podría ser lo que nos quería comunicar el gato Capitán. Encendimos la televisión para tratar de entretenernos e informarnos sobre la actualidad.
Mientras hacíamos zapping, saltando de canal en canal hasta ver algo que captase nuestra atención, vimos que estaban poniendo el tiempo en el canal siete, así que decidimos dejar el mando en paz y prestar atención a lo que nos narraba la meteoróloga. Estaba anunciando que estaban previstas grandes y peligrosas nevadas para dentro de poco, concretamente la próxima semana. Me percaté de que estábamos a sábado, y, según la señorita del tiempo, todavía podríamos disfrutar de cielos despejados al día siguiente, domingo, gracias al anticiclón que se hallaba sobre nosotros. Si Amaia y yo tuviésemos que salir a la calle, sin duda debía de ser lo antes posible.
Nuestro querido y adorado gato que seguía aposentado en la mesa de la lámpara señaló alarmado la pantalla del televisor, donde la meteoróloga seguía alertando de las fuertes rachas de viento y nevadas que sufriríamos próximamente.
─¡Miau!
Amaia y yo nos volvimos a mirar extrañadas.
─¿Hay algo que necesitemos hacer pronto? ─preguntó mi amiga.
Me paré a pensar. Capitán había señalado las cartas y, más tarde, la televisión, donde se alertaba de que no debíamos de salir de casa a partir del lunes. ¿Había algo relacionado con cartas y con salir al exterior?
─Claro ─exclamé sonriente, pues acababa de acordarme de algo relevante.
La mirada se le iluminó a Amaia, indicando que acababa de recordar algo, al igual que yo.
─Visitar al tal Juan ─explicó la chica.
Y sí, eso era en lo que yo estaba pensando. Ya habíamos comentado en numerosas ocasiones que debíamos visitar a ese señor si queríamos averiguar lo que decían las cartas que se mojaron o están perdidas y descubrir más sobre mi madre.
─Sí, en eso estaba pensando yo ─afirmé en plan de detective─. No sé por qué siempre se nos olvida que tenemos que hacer eso. Estamos muy olvidadizas con respecto a ese tema.
─Ya, la verdad ─admitió ella─. Puede ser que tu sabio cerebro quiera olvidarse a toda costa del tema de las cartas, para no hacerte sufrir, y, por ende, hace que te olvides de visitar al señor éste.
─Tiene lógica ─concordé yo, reflexiva─. Aunque sí que tengo ganas de saber más sobre mi madre. En eso, mi cerebro, según tu hipótesis, está equivocado.
─Pues también puede ser. Los cerebros se equivocan ─comentó sonriendo, pues ella sabía que quien se habría equivocado en todo caso, sería ella y no mi cerebro, pero no quería admitirlo. Tampoco hacía mucha falta, pues ese tema no era nada relevante.
─Bueno, no te distraigas; tenemos muchas cosas por hacer ─puntualicé.
─Tienes razón.
Nos despedimos de Capitán, aunque él se mostraba reacio a no acompañarnos, pues supongo que se sentiría parte de aquella búsqueda del tesoro emocional y querría ayudarnos o por lo menos presenciar lo que ocurriera.
Ahora estábamos más cerca de sanar de alguna forma aquella dolorosa herida de la muerte de mi madre. ¿Podría dejar ir mi pasado?

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