Capítulo 12: Alguien conocido

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Resultó ser que tenía un cáncer terminal.

No, en realidad; no. Solamente me había roto un hueso del pie al tropezarme, justo antes de mi desmayo.
Así que la enfermera me recomendó quedarme más días, porque necesitaba reposo y me tenían que escayolar.
A la hora de ponerme el yeso, los doctores observaron que el hueso estaba mal colocado y, si no se solucionaba en de momento, se soldaría incorrectamente; por lo que decidieron reacomodármelo.
En mi camilla, sin analgésicos ni nada, se colocaron en una postura extraña los dos hombres y tiraron de los dedos de los pies hacia atrás.
Menos mal que Amaia se encontraba esperando fuera, porque el fuerte grito de agudo dolor que solté en aquel momento fue horrible y asustador.
Prometo que vi las estrellas.

Tras recuperarme medianamente de la dolorosa maniobra, me llevaron a una sala donde me iban a escayolar.

Me pusieron el yeso.

Volví en silla de ruedas a mi cuarto.
Lentamente, un enfermero y la enfermera de antes me colocaron con delicadeza sobre la mullida cama.

Amaia seguía esperando fuera.

–Me temo que te has roto un pequeño hueso del pie. El nombre no es importante; viene en el informe que te vamos a entregar mañana. Total, no es una fractura muy grave, pero el hueso necesita soldarse correctamente para que no te duela y no tengas problemas posteriormente. Por eso te lo hemos reacomodado. -explicó la señora- ¿Ves? Aquí está.

Señaló una radiografía donde se podía apreciar un hueso desfasado y extraño.

Apareció una persona entre las cortinas color azul turquesa a mi izquierda.
Nuevamente, era la joven Raquel. Estaba más guapa que de pequeña, y ya no tenía aquel aspecto infantil e inmaduro. Se veía más sabia, más inteligente, más coherente. Parecía más receptiva y comprensiva a la hora de hablar; se notaba en su actitud que era más educada. Parecía más alguien como yo, en vez de aquella niña que me hacía compañía en esos horribles tiempos y no sabía escuchar. Para esas edades, era normal ser así de inmaduros, pero yo también necesitaba alguien con quien conversar seriamente, como Amaia. Digo «seriamente», pero no me refiero a hablar con alguien aburrido ni mucho menos. Es simplemente que hay ocasiones en donde uno necesita desahogarse de temas y dolores importantes. Como la muerte de mis padres y la infelicidad que me inunda constantemente.

Puede que para muchos este tema de la búsqueda de la felicidad resulte ñoño o estúpido, pero ya he comentado alguna vez que para mí se trata de orgullo, de satisfacer a mi fallecida madre. Aunque se supone que uno es feliz por su propio bien. Pero el caso es que, para mí, si mi madre no es feliz, yo tampoco lo soy. Ella lo era todo para mí. Todo. El universo entero. La alegría y la tristeza. La duda y la seguridad. Seriedad y diversión.
Vida y muerte.

Total, la jovencita Raquel, de ojos y cabello castaños, apareció entre bambalinas, como si del telón de un espectáculo se tratase.

–Hola… -saludó a la enfermera- Creo que ya me encuentro bien.

Después de mirar brevemente a la señora, giró sutilmente la cabeza y fijó su atónita mirada en mí. Se habría sorprendido mucho de verme, y más en aquél lugar tan espantoso como el hospital, donde casi todas las desgracias ocurren.

Seguía mirándome en silencio con los ojos muy abiertos y las cejas levantadas. Sus rizadas y largas pestañas se resaltaban al abrir tanto los ojos.

Yo, por el contrario, permanecía tranquila e inexpresiva.
Tengo mis momentos de inexpresión y seriedad; y los de expresión y de mostrar los amargos sentimientos que normalmente se hallan escondidos en mi interior.

Como ya llevábamos varios segundos observándonos la una a la otra de una forma bastante peculiar, la señora enfermera decidió intervenir para tratar de resolver esta extraña situación.

–¿Qué pasa? -dijo breve y concisa la señora.

A veces un par de palabras sabias en el momento oportuno ayudan más que muchas sin sentido. Bueno, “a veces”, no; siempre, más bien. Es muy útil el don de la oportunidad.

Esta vez, esas palabras creo que no ayudaron mucho.

Raquel se desplomó como una torre del juego de mesa donde colocas palitos de madera y tienes que intentar retirarlos.
Yo también sentí cómo si de pronto me fuera a desvanecer, pero fue una sensación extraña. No me llegué a desmayar porque estaba sentada (casi tumbada) en mi cama.

Sentí cómo la frágil fachada del exterior de mi cuerpo que no expresaba ningún sentimiento se derrumbaba. La sorpresa, preocupación, angustia, el miedo… invadían mi apacible rostro.

El golpe que se dio Raquel fue tremendo. Cayó de una forma que aparentaba ser delicada, pero el impacto de su cuerpo contra el suelo fue brusco.
Primero, sus piernas se flexionaron de una forma dócil y suave, pero su tronco y cabeza cayeron repentinamente al suelo.

Estaba muy preocupada, y podía sentir cómo aceleraba el pulso de mi corazón.
Por suerte, la enfermera se abalanzó sobre la joven muchacha y llamó a otros enfermeros por un aparatito blanco con unas letras rojas.

Unos pocos segundos después, vi cómo se llevaban a la pobre chica en una camilla verde.

–Ojalá no se haya hecho daño… -susurré preocupada.

Estaba sola en aquella habitación.

¿Raquel se habría hecho mucho daño?
Yo necesitaba hablar con ella, y saber qué había hecho durante todo este tiempo. Si seguía en el orfanato. Tenía que saberlo. Ella me importaba mucho.
Me había ayudado, aunque fuera un poco, a sufrir lo menos posible.

¿Se encontraría bien?

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